Eslabones todos de una misma cadena.
Algo me ha sorprendido en el curso de todas las revoluciones en cuyo estudio me he desempeñado y que han celebrado sus ritos mortales a partir del triunfo de las “Grandes Jornadas” de 1789. Y es que sus promotores-agentes de arriba –Stavróguin podría retratarlos a todos en este sentido- siempre fueron, en los comienzos de la actividad que se habían fijado para alcanzar la notoriedad en la sociedad de su tiempo, artistas, escritores o intelectuales fracasados. Lo singular es también que todos perteneciesen, en mayor o en menor nivel, a las “Clases Dirigentes”, cuando no activamente, a lo que conforma, en suma, la elite de una de una sociedad nacional determinada. Fenómeno que, por lo demás, se comprueba, tanto como en círculos abiertamente subversivos, en ciertos sectores considerados como moderados, más cuya moderación, como veremos, es tan sólo compás de espera, prudencia y arte de la intriga y de la maniobra que se explayan paralelamente a la impaciencia y a la brutalidad de aquéllos. Como veremos igualmente, el fin o, por lo menos, el efecto alcanzado es el mismo.
Empezaremos considerando el caso de los “puros” hombres de revolución, de esos “fracasados” de la pluma que, si vacilar, quisieron destruir su sociedad y, eventualmente, el mundo, cuando alcanzaron el poder.
ROBESPIERRE:
Robespierre, que pertenecía a la vieja nobleza de toga económicamente acomodada, quería triunfar, no solamente como abogado, sino también como poeta, en su siglo y una circunstancia en que los abogados sobraban y los poetas eran escasos. En el Foro de Arras, nunca alcanzó a destacarse pese a las protecciones de que gozaba, singularmente por parte del Ordinario del lugar, y en un proceso sucesorio muy sonado perdió en segunda instancia la causa que patrocinaba. Sus lucubraciones líricas no merecieron siquiera una mención en los juegos florales que se celebraban cada año en su ciudad natal, aún cuando perteneciera a la Academia local… como heredero de su Señor padre. Resentido por eso que calificaba de “conspiración de los viejos para cortar el paso a los jóvenes” y de “intrigas contra la Libertad y la Verdad” no le costó mucho trabajo hacerse elegir diputado a la Asamblea Constituyente –la única condición era ostentar el aval de la masonería-, adueñarse del Club de los jacobinos y, colocándose en el ala más salvaje de la pandilla, encaramarse a la cabeza del siniestro Comité de Salvación Pública. Durante tres años, dominó la Convención y el país por el terror más imperturbable, haciendo asesinar a rolete a derecha e izquierda hasta que sus mismos socios en regicidio y en terrorismo, para salvar su propia cabeza, entregaron la suya, mediante una conspiración típicamente masónica, al “Beso de la Viuda”. En la misma madrugada, se ejecutó, con unos treinta facinerosos más, al joven Saint Just, miembro de la antigua familia, que, al salir del colegio, había emprendido la carrera de las Letras, con una inverosímil epopeya humanitaria de siete mil versos y, luego, la de Solón de los tiempos nuevos, con estrafalarios ensayos de “regeneración social” para toda la humanidad. Tras estos fracasos macizos, la Revolución le cayó como maná del cielo y, en la galaxia terrorista, alcanzó sin dificultad -y vaya que había competencia- el estrellato mayor por el número de sus víctimas de todo sexo, condición y edad (envió a la guillotina a un muchacho de 12 años por el crimen de “aristocracia”). Apuntemos al pasar que este interesante sujeto pasaba por pederasta, condición muy poco apreciada entonces, aún entre Republicanos; cierto es que su maestro y amigo Maximiliano era conocido como impotente congénito, pero lo había compensado cubriendo las paredes y los muebles de las dos piezas que ocupaba en la casa de un maestro carpintero con 350 retratos suyos, acuarelas, óleos, bustos de todo tamaño en bronce y terracota, chales con su perfil de conejo enajenado por el amor a la Humanidad…
Asimismo aquel que, en la Convención, había pronunciado desde la bancada dantonista –los “podridos”- las filipas más efervescentes contra los “agentes de Pitt y Coburgo” y que podía vanagloriarse de tener a su activo un número considerable de esos “despreciables traidores alcanzados por la justicia del Pueblo Soberano”, era el autor y actor de teatro copiosamente silbado Fabre d’Eglantino al que “se debe” el calendario republicano y la ronda: Il pleut, il pleut bergère… Había recibido el mismo beso por empeño personal de su amigo Robespierre, irritado por sus talentos oratorios tanto como por sus fechorías sobre venta de los bienes nacionales.
No será útil recordar que, antes de sufrir tan inicuo destino, el Incorruptible -lo era realmente- había tenido tiempo suficiente para hacer cortar la cabeza de André Chénier, único poeta auténtico del que pueda glorificarse la desolada Lírica francesa del siglo XVIII. Poeta frustrado, el jacobino odiaba a muerte al poeta triunfante, y se lo demostró. Característica de la especie, como veremos. Sino ¿porqué no hizo sufrir la misma suerte al hermano de la víctima, poeta él también pero ampuloso y ramplón, que había logrado alguna notoriedad como libretista… gracias a la música de Méhul? Porque sus fracasos reiterados lo colocaban en el mismo estiaje de nulidad intelectual que el suyo.
NAPOLEÓN:
A Napoleón Bonaparte, se lo conoce igualmente como “Robespierre a caballo”. No será por su afición a la poesía, pues nunca versificó. Pero, como teniente de artillería, joven, pobre y mal relacionado en razón de su temperamento huraño y presuntuoso, tenía escasas probabilidades de alcanzar altos grados en el ejército real, de suerte que, una vez empezada la revolución y encerrado todavía en los bajos empleos, decidió hacerse filósofo. Escribió un librito: Le souper de Beaucaire. Lo he leído, y me ha resultado imposible encontrar en él el menor valor. No se vendió siquiera un ejemplar. Aún cuando Jacques Bainville sostenga que, durante toda su vida, Bonaparte siguió siendo vocacionalmente homme de lettres, el hecho es que aquel fracaso lo decidió a permanecer bajo banderas, confiando sucesivamente, para dar luz a su estrella, en el superjacobino Robespierre el joven, en el super-podrido Barras y, finalmente, en algo mejor, su ingenio militar y su talento por la intriga política que, conjugados con su despotismo innato, le permitió colmar con creces su afición por la sangre ajena. Tras sus triunfos militares, había seguido escribiendo por supuesto, pero redujo su vocación primaria –si queremos olvidarnos de sus cartas a Josefina, que pertenecen al género pornográfico-, a la redacción de boletines de guerra durante; de una copiosa correspondencia sobre asuntos de policía (incluida la tortura como medio de ordinaria administración) con Fouché y con Savary; y, en el exilio de Santa Elena, de su famoso Memorial. Si exceptuamos sus cartas a la Beauharnais, sus boletines los redactaba el mariscal Berthier y dicho Memorial pertenece a la pluma de Las Cases. El tampoco sostenía la menor estima por los escritores de talento: durante su reinado hubo uno solo, Alphonse de Chateaubriand, al que persiguió con saña nunca desmentida. Además, como Robespierre, Napoleón pertenecía a la pequeña hidalguía, mientras Chateaubriand salía de una familia de antigua nobleza feuda, empobrecida cuanto se quiera, pero proveída de todos los cuarteles de que hubiera podido rodearse el caballero de Malta más quisquilloso. Ganó mucho dinero con sus libros, y lo despilfarró llevando lo que debía ser, según él, la vida de un verdadero gentilhombre y, durante la Restauración, manteniendo a sus propios gastos sus embajadas de Londres y de Roma con un lujo, y un gusto, que hacían palidecer de envidia a los demás representantes extranjeros.
En este terreno, Napoleón ha pasado a la historia como ladrón de marca mayor: “Capitán pitocco”, lo llamaba Vittorio Alfieri. Saqueó Italia (en Francia quedaba poco por robar ya en 1796), y, luego, Alemania, los Países Bajos, España, Portugal, Dinamarca, Rusia. Aquel al que Heguel admiró tanto como “amo del mundo” en el momento en que este amo acababa de derrotar a Prusia, su patria, ya había enriquecido a sus hermanos y hermanas, sin olvidarse a sí mismo obviamente, al término de su primera campaña de Italia. Y, al mismo tiempo se las arregló como “intelectual” para arruinar a Francia y a los franceses. A consecuencia del Código Civil que lleva su nombre, como decía Ernest Renan, “todo francés nace expósito y muere célibe”, pues la fragmentación de los bienes familiares grandes y pequeños reglamentada ne varietur por dicho Código lleva a la destrucción, en el transcurso de dos generaciones de toda fortuna territorial, por limitada que sea, tanto en el pequeño propietario rural como la del terrateniente, y sólo deja incólume la riqueza financiera de especulación, fácil de disimular al fisco. Acotemos que, tanto como Robespierre, Napoleón controlaba personalmente el funcionamiento del Departamento de Police Generale, organizada bajo su mirada recelosa por el terrorista Joseph Fouché, es la matriz de toda policía política posible, como hubo de reconocerlo el bondadoso Feliks Edmundovich Dzerzhinskiy al admitir que no tuvo más que actualizar el expediente para crear su Cheká, de la que egresó, adecuadamente amaestrado, mi precioso recuerdo del año 37. Pues, con Napoleón y con Fouché, se torturaba ¡y cómo! Se mataba ¡y cuánto! No había necesidad de juicios públicos –de tanto en tanto se los celebraba, tras haber torturado tranquilamente-, y, a los elementos sobrantes, se los deportaba, los vandeanos a Flandes, los provenzales a las minas, etc. Y, a los que no se dejaban doblegar, se los suicidaba, como le sucedió al general Pichegru, que se dio la muerte apretándose, él mismo, su corbata alrededor del cuello… con un torniquete de diez centímetros.
LENIN:
¿Y los muertos por causa de la guerra civil y exterior? Aquí se trata de millones y se lo puede sostener aún cuando no se haya levantado actas de defunción: con Robespierre y sus sucesores de Thermidor y del Directorio, superan los dos millones de hombres, mujeres, ancianos, niños pasados a cuchillo en Vandea, Normandía, Bretaña, Provenza por las columnas infernales de los guardianes de la Libertad, y la cosa nunca se detuvo del todo durante el Consulado y el Imperio. En las campañas militares durante las numerosas guerras de la Revolución y del Imperio, las muertes fueron, si bien se quiere, “normales”. Napoleón, especialista en sentencias a lo Tácito, decía que “cuando el ejército entra en campaña, el país viaja”, y que tenía “cien mil hombres de renta”, anuales por supuesto. Conclusión: en 1789, Francia tenía 26 millones de habitantes; en 1815, le quedaban 18. Por lo visto, el padre del mundo moderno, se comió la renta y el capital. Razón por la cual, el almirante Castex puede ilustrar del modo siguiente su teoría del Gran Perturbador: “El culto que aún se rinde a Napoleón es inexplicable pues, en realidad se trata de un aventurero que, en nuestro país, no vio más que un instrumento para su ambición personal y que dejó a Francia completamente agotada”. Aún cuando, en 1969, los franceses hayan celebrado el segundo centenario de su nacimiento con el entusiasmo del morfinómano al recibir su ración cotidiana de veneno. Consecuencias algo excesivas, digamos, del Souper de Beaucaire…
Por encima de las víboras que serpentean a lo largo del siglo XIX y, no logrando encontrar a su “Príncipe Ivan”, acumulan hiel y odio, se limitan a destruir lo que queda de la antigua herencia cristiana, con su engendro del Estado de Derecho Liberal Burgués, porque las circunstancias y el sentido todavía viviente de defensa del pueblo a menudo les cierran el camino de la destrucción global, llegamos a Vladimir Illich Uliánov (a) Lenin, “noble de nacimiento” -como explicaba su pasaporte-, tanto por su padre (que lo era por promoción de servicio), como por su madre (cuyo progenitor, gran terrateniente, era médico general del ejército imperial).
Otro intelectual fracasado. Nunca, que se sepa, intentó escribir un verso. A los diez y seis años, había leído El Origen de las Especies de Darwin, prueba suficiente, se imagina, para que las Musas se hagan humo, y con sólo mirarse en el espejo debió sufrir un impacto tan tremendo que resolvió rehacer al hombre a su imagen y semejanza, pongamos, de la involución acelerada. Proyecto totalmente reñido, como puede intuirse, con la elegía y aún con la epopeya. Pero se hizo abogado, tras excelentes estudios secundarios, como Robespierre y Danton, y abrió su bufete en San Petersburgo. Se las arregló para perder todas las causas (tres) que le tocó defender ante el tribunal civil de la capital, y se trataba sólo de hipotecas impagas. Como su ilustre antepasado jacobino, atribuyó su fracaso a los “viejos abogados” capitalistas coaligados contra la juventud pujante y progresista. Pasó, pues, a la Revolución, la marxista que ya estaba poniéndose de moda, aún en Rusia, pero se peleó de entrada con los viejos socialdemócratas, reformistas como todos los miembros de la II Internacional, fundó un círculo de agitación para los obreros, y cayó en manos de la policía. Fue juzgado y enviado por tres años a Liberia. Y allá escribió su primer libro: Los orígenes del capitalismo en Rusia, haciéndose pagar sus derechos de autor por anticipado, pues no era tonto y como, pese a su autoproclamada genialidad, conocía los límites de su talento de escritor, no quería correr riesgos inútiles de distribución y de venta. Buena precaución por cuanto su editor petersburgués Pablo Struve no logró colocar cincuenta ejemplares de esta obra sensacional. Por supuesto, Lenin nunca se lo perdonó, razón por la cual, ya antes del golpe, Struve –que, desde hacía bastante tiempo, había abandonado el marxismo- consideró prudente replegarse hacia la zona ocupada por los Blancos y, tras la derrota de éstos, refugiarse en París. Struve era hombre muy valiente, pero consideró poco prudente quedarse en Petrogrado donde, tarde o temprano, hubiera tenido que someterse al cariñoso abrazo de Dzerzhinskiy. Lenin se resarció mandando fusilar, por orden expresa suya, al mayor poeta ruso del siglo XX, Nikolai Gumiliov y a una cantidad considerable de miembros de la intelligéntsiia, empezando por los socialistas moderados (Gumiliov era monárquico), mientras hacía torturar, fusilar y degollar a todos los “enemigos de clase” que pasaban a su alcance, aristócratas, burgueses, militares, funcionarios públicos, mercaderes, campesinos de todo nivel, obreros, sacerdotes, fieles, sin “desperdiciar tiempo –como decía- en vanas discusiones”. Tal es el origen del Derecho proletario, todavía vigente, y perfeccionado constantemente, en la URSS. Odiaba tanto a los intelectuales –“la lingua batte dove il dente duole”, dicen los italianos- que logró despoblar la tierra rusa de todo individuo que se hubiera atrevido a publicar con éxito un libro de versos, una novela –salvo el insulso Gorkiy, al que debía mucho dinero y que le servía de agente de propaganda en el extranjero-, un tratado de filosofía. Como el de Napoleón, su despotismo y el de su heredero-sirviente Stalin son el espejo de una errática desolación artística, literaria e intelectual, hasta el extremo de que auténticos poetas como Maiakovskiy y Sergei Lésenin, cantores de la Revolución, optaron por suicidarse cuando comprobaron que el despotismo de Stalin no era sino la prolongación y la sistematización actualizadas del de Lenin, si no queremos hablar de Alejandro Blok, al que este último “humanista” dejó morir de hambre y de desesperación pese a “Los escritas y a Los doce”… Tampoco hablemos de Babel, de Boris Pilniak, de Mijail Bulgákov, víctimas de Stalin, de Marina Tsvietáieva, que se envenenó durante el reinado de ese ilustrado bandolero georgiano, de Boris Pasternak al que el bondadoso y misericordioso Niñita Serguéievich Jrushchov persiguió a cuchillo tendido hasta hacerlo morir de desesperación, de Solzhenítsin, de Marchenko, de Brodskiy, de Tarsis… ni de tantos otros que se hundieron en la deportación o están extinguiéndose en el exilio por causa de… talento. Ultimo en el expediente, el historiador Andrei Amalrik, al que el presidente Giscard D’Estaing ha hecho arrastrar a empellones por la policía parisina porque, con sus actitudes “anormales”, se ponía en veremos sus proyectos de jugosos negocios franco-soviéticos y de sabotaje de la Alianza Atlántica.
STALIN:
Cierto es que Stalin no se había frustrado como candidato a poeta o a leguleyo. El suyo fue simplemente un fracaso eclesiástico. ¿Quién no ha conocido a algunos individuos en cuyo rostro este fracaso ostenta señales evidentes? El paso interrumpido por la Clerecía deja rastros indelebles y, por lo general muy poco atrayentes, aún en muchos de aquéllos que se fueron antes de haber recibido las órdenes sagradas o, tras haberse hecho reducir al estado laical, una vez ordenados. Stalin cumplió sus estudios en el seminario de Tiflis, del que lo echaron cuando tenía veinte y dos años, por motivos de… ateísmo. Por lo menos, esto es lo que dicen sus turiferarios del marxismo-leninismo, y s lo han aceptado en Occidente entre liberales y también entre anticomunistas, como tema de diversión. Sin embargo, algunos de sus antiguos compañeros de estudios tuvieron tiempo suficiente, antes de desaparecer, para poner las cosas en orden, revelando que Iosef Vissariónovich Dzhugashvili fue despedido por motivos muy sencillos: nunca había logrado aprobar prueba alguna de filosofía y de teología. No porque fuera tonto –era muy inteligente., sino por holgazán y mujeriego. Fracasó, pues, como candidato a cura párroco en su Georgia natal, pero triunfó como asaltante de bancos y como agente de la Ojrana, a la que entregaba, por encargo de Lenin, cómodamente instalado en el extranjero, a los rivales socialdemócratas y socialistas revolucionarios que se oponían a los actos y a las intrigas del grupo bolchevique. Como “chekista al cubo”, no se le puede negar que haya sido el gran triunfador del siglo y que, gracias a su hallazgo del “realismo socialista”, haya hecho de las Letras rusas un descampado en el que la hierba se rehúsa rotundamente a brotar. El también se pretendía “intelectual” y podía escribir, o hacer escribir, acerca de omni re scibili et quibusdam aliis, de la literatura a la economía, de la lingüística a la genética. Un Pico della Mirandolla, pues, pero “con puñal entre los dientes”, esto es, el padre bienamado de mi chekista personal del año 37.
ADOLFO HITLER:
De este modo es como llegamos a su compinche-émulo Adolfo Hitler. Su vocación primitiva había sido la de arquitecto. Pero no lo admitieron en el instituto vienés creado por los Habsburgo a estos efectos; y lo habían creado con tanta atención que sus pupilos les dieron la ciudad más hermosa del mundo. Para explicar su fracaso, Hitler sostuvo más tarde que los profesores eran unos lacayos serviles de Francisco José, que solamente dejaban entrar a los hijos de familias ricas y de arquitectos renombrados. Lo que es enteramente falso pues, en el Imperio, cualquier individuo podía ambicionar los puestos más elevados a condición de merecerlo. Para merecerlo había que estudiar con seriedad y, cuando se trataba de gente pobre, allí estaban las “becas del Emperador”. Lo único cierto es que Hitler no fue autorizado siquiera a rendir las pruebas de admisión por no haber logrado graduarse de bachiller. Se consagró, pues, a la pintura, mejor dicho, a la acuarela, deporte predilecto por lo general de las niñas algo cursis de la burguesía. Mala pintura, como veremos pronto, que no le dejó otra salida que no fuera la política, una vez liquidado el Imperio por injunción irrenunciable del lastimoso Thomas Woodrow Wilson al que, por consiguiente, podemos atribuir, entre otras funciones maléficas, la de haber sido “padre putativo” del perturbado de Berchtesgaden. Apuntaré, por mi parte, que el hecho de no poder ostentar el título de bachiller o de arquitecto no pareció del todo suficiente para explicar la afición al genocidio. Conozco a unos cuantos que… pero quizá les haya faltado la oportunidad para que se explayaran en esa reluciente ocupación. Dios solo lo sabe. O el Diablo…
Conocemos el monto de esa afición hitleriana, que debería descontarse, en parte por lo menos, a los profesores de la escuela de arquitectura de Viena, aunque no más sea en el más allá.
Como el de sus predecesores Robespierre, Napoleón y Lenin, como el de su amigo Stalin, su gobierno se caracterizó, en materia de creación artística y literaria entre otras cosas, como irreparable waste land. Gerhardt Hauptmann siguió escribiendo, Richard Strauss componiendo. Pero ¿qué?. Mejor no ahondar para no desteñir su vieja gloria. En cuanto a Ernst von Salomon, a Ernst Jünger, a Alfred Döblin, ya célebres, optaron por callarse o extrañarse hasta tiempos mejores, y gracias sean rendidas a Dios que lograron sobrevivir a esa tremenda tempestad, puesto que lo más hermoso de su obra es posterior a 1945…
Continuará
Alberto Falcionelli