De muchos modos -y sin necesidad de las denuncias formales cuanto oportunistas de cierta clase política- la sociedad ha ido tomando conciencia de que los kirchner son una banda de ladrones.
Y usamos con deliberadas minúsculas el ya luctuoso apellido del duplo gobernante, como quien menciona a un genérico bacilo antes que un respetable patronímico, un morbo fatal más que un gentilicio.
No en el imaginario colectivo, como dicen pedantemente ahora, sino en la cruda realidad de cada día, los sufridos habitantes de esta tierra hemos empezado a constatar que por doquier abunda el fraude y el dolo, la rapiña y la usura, el negocio turbio, la mezcla delictiva de drogas, narcos, traficantes, juegos de azar o culposas valijas.
Y que tras estas mixturas de contravenciones múltiples a la ley y a la moral objetiva, asoman ineluctablemente los ejecutores oficiales de la conducción del Estado. Mencionar hoy a Julio de Vido, Claudio Uberti, Rudy Ulloa Igor, Ricardo Jaime, Cristóbal López y Lázaro Báez; mencionar acaso a los Fernández, a la Miceli, o a Moreno, equivale enunciar otros tantos nombres de kirchner, de los que diría Fray Luis de León que, a diferencia de los nombres de Cristo, "mentan las calamidades de nuestros tiempos y el hallar ponzoña antes que medicina y remedio".
No suscitan estos nombres el silencio inefable, del que nos habla Dionisio para celebrar la nomenclatura divina, sino el grito de espanto, el vituperio cósmico, la puteada lisa y llana del hombre corriente.
Es que de todas las formas posibles de robar, que sistematizara el Aquinate exponiendo el séptimo mandamiento, ninguna está ausente en esta tiranía agobiante.
Primero hurtan a escondidas, aprovechándose del poder que disponen para que, entre la sorpresa y las sombras, se consumen impunemente las esquilmaciones y los despojos. En segundo lugar arrebatan por la fuerza -especialidad de los príncipes perversos, acota Santo Tomás- toda vez que necesitan ampliar la caja con que financiar su perdurabilidad política, sin detenerse en ordenar la legalidad positiva con vistas al lucro privado. Terceramente escamotean el salario justo, a la par que los mayores ingresos se los reservan para el redil de los serviles y el aparato oficial. En cuarto lugar, cometen fraude en los negocios, dueños omnímodos como son de esa "balanza dolosa" de la que habla la Escritura, con una pesa falaz para aprovechamiento del amo.
Y en quinto lugar, al fin, roban comprando dignidades, sean temporales o espirituales. Por eso cuentan con la manada de obsecuentes rentados, a quienes cada vergonzosa genuflexión les significa un subsidio, una adulación, un asiento a la derecha de la dupla proterva, en el que oficiar de bufón y proxeneta.
Roban todo el tiempo y con descaro, cada cual a su turno y con las modalidades que se les antoje conveniente en momento. Roban en lo poco y en lo mucho, nocturnamente y a la luz del día. Roba la chirusita un rango que no posee, cada vez que se hace llamar doctora, roba las cifras el Indec, y roba el decoro y la decencia el ostensible programa gubernamental a favor de la contranatura y de la cultura de la muerte.
Súmese al hurto el homicidio, en varias de sus formas posibles. Porque homicidio es el aborto, cada vez más oficialmente tolerado, extendido, promovido y justificado. Homicidio es el fruto de la inseguridad social entronizada por el garantismo de estos progresistas irresponsables. Y sabido es que se puede matar con la boca, mediante la calumnia y las acusaciones falsas, siempre presentes en el lenguaje presidencial.
Homicidio, sobre todo, es el de los terroristas aposentados honorablemente en el poder, autores directos de crímenes horribles, o cómplices de los mismos, o festejantes y glorificadores de los asesinos marxistas.
Cualquiera sabe que en una situación normal, los ladrones y los criminales deberían estar en la cárcel. En nuestra desdichada patria, en cambio, son las autoridades elegidas por la democracia, bendecida por los obispos, sostenidas por los jueces, incapaces de ordenar la captura de estos malvivientes. Cualquiera sabe asimismo que se necesita un mínimo de coherencia para pedir la captura y el castigo de estos reos; por lo que aumenta el oprobio constatar al ramillete de partidócratas ahora denunciantes, que no sólo no podrían tirar la primera piedra sino el más liviano de los guijarros.
Entonces, desde algún sitio al que no roce el latrocinio ni el asesinato debe clamarse la cárcel y el castigo ejemplar para el kirchnerismo. Quede dicho desde estas páginas, y permita Dios, que es el Justo, que semejante clamor se convierta en un hecho.