El Reinado Social y Político de Nuestro Señor Jesucristo

Enviado por Esteban Falcionelli en Mar, 23/12/2008 - 1:21pm
La reafirmación del Reinado Social de Nuestro Señor Jesucristo debe ser recordado hoy más que nunca no sólo por el tiempo litúrgico que vivimos, sino además y ante todo por su incomprensible y triste olvido por la Doctrina Social y su no enseñanza a los fieles.

Tal vez una anécdota sirva para calibrar la culposa ignorancia a que me refiero. En la reciente Fiesta del año 2006 un sacerdote jesuita justificó la celebración aduciendo «que en esos tiempos la Iglesia era monárquica». Aquel cura, viejo ya, porque tal vez nunca leyó la encíclica Quas primas, ignoraba que el Reinado Social de Jesucristo es expresión y consecuencia de su Reinado Universal, de modo que podía argumentar que en épocas democráticas esta Fiesta debería archivarse. Otro ejemplo: el actual Compendio de Doctrina Social de la Iglesia, pareciera no haberse enterado del dogma sancionado por Pío XI y guarda un triste silencio.

Habrá entonces que hacer un ejercicio de memoria y un esfuerzo de explicación.

Pues bien, cuando Pío XI instituyó la Fiesta de Cristo Rey, explicó que el reinado de Nuestro Señor no era sola y principalmente espiritual sino también temporal y social. Que el Reino de Dios sea espiritual, no pareciera necesario que se explique. Son los otros extremos los que deben ser atendidos. «Temporal», decía Pío XI, porque “erraría gravemente el que negase a Cristo Hombre el poder sobre todas las cosas humanas y temporales, puesto que el Padre le confirió un derecho absolutísimo sobre las cosas creadas, de tal suerte que todas están sometidas a su arbitrio”; y «social», pues siendo Cristo “la fuente del bien público y privado”, siendo Él “quien da la prosperidad y la felicidad verdadera, así a los individuos como a las naciones”, es Cristo –agrega Pío XI- la firme roca de la paz, la concordia, la estabilidad y la felicidad de las naciones.

Luego, como todo debe ordenarse a Nuestro Señor, así también la cosas temporales le están ordenadas, es decir, le tienen por fin y bien de su recta composición y disposición.

El carácter y el alcance de la Realeza Social de Cristo, en sentido político, dejan a salvo la expectativa escatológica de la restauración y recapitulación de todo en el Señor, como profetiza el Apocalipsis: “El Reino de este mundo ha venido a ser del Señor Nuestro y de Su Cristo, y reinará por los siglos de los siglos.” (Ap. 11, 15). Es, más bien, un reinado «discreto», como dijese Garrigou-Lagrange, pues no se impone por sí, antes al contrario requiere que los hombres reconozcan, pública y privadamente, “la regia potestad de Cristo”, como asegura Pío XI . Efectivamente, Cristo reina en la sociedad a través de los hombres, lo que exige, en palabras del P. Phillippe -autor del famoso Catecismo-, que “toda política debe estar sumisa a Dios”, es decir, “debe reconocerse en lo que expresa una realidad dependiente de Dios”, especialmente en atención al fin último del hombre y de toda la Creación.

Esta es la doctrina tradicional y no tiene nada de extraño ni resulta una antigualla desmentida por el paso del tiempo, como si la Iglesia de hoy fuese democrática y ya no tuviese Rey que honrar y adorar.

La afirmación de la Realeza Social, temporal, política, de Nuestro Señor, resulta de la afirmación católica tradicional de los fines del hombre o, mejor dicho, de la ordenación de los fines temporales al fin sobrenatural y último. Es la misma doctrina de Santo Tomás: la vida en la tierra es preparación para la vida eterna, de modo que el orden temporal ha de servir al fin último y supremo del hombre. Luego, como insiste el P. Phillippe, “todas las instituciones divinas o humanas tienen como fin último la gloria de Dios y la salvación de lo almas. Así todas las instituciones sociales, todas las acciones y directivas políticas deben tener cuenta de esta verdad fundamental, de que el hombre no ha sido hecho para este mundo, sino para la Eternidad.” No resulta infundado, entonces, que el orden concreto de las sociedades, en sus dimensiones políticas, jurídicas, morales, económicas, culturales, etc., deba considerar “primeramente y antes de cualquier otra cosa, el fin último de toda existencia humana”; y, si así lo hace, afirmará la Realeza de Jesucristo.

Entendido rectamente, el Reinado Social y Político de Jesucristo no evita la tensión existencial entre la sociedad histórica y el orden divino, entre el principio antropológico y el principio teológico, para decirlo en términos de Voegelin, porque tanto el hombre como la sociedad encuentran su orden y su verdad cuando se abren y conforman al orden y a la verdad divinos. No hay orden moral, tampoco político, sino en el sometimiento a la verdad y al bien, “porque la idea de moralidad -enseña León XIII- implica primordialmente un orden de dependencia con relación a la verdad, que es la luz del alma, y con relación a la bondad, que es el fin de la voluntad”.

O, para recurrir a la brillante simbología agustiniana, el devenir histórico de la civitas homini puede discurrir por caminos diferentes del de la Civitas Dei, pero ello no significa que los hombres y los gobernantes deban dejar de considerar el orden de los fines queridos y establecidos por Dios como el verdadero orden de la sociedad política, pues “como el pintor es anterior a la pintura y el arquitecto anterior a la construcción, así las ciudades son anteriores a sus instituciones.”. En todo caso, ese reinado discreto y sutil de Nuestro Señor se manifiesta como una exigencia en la tensión existencial de las sociedades históricas, exigencia de elevarse de lo profano a lo sacro, en que la religión limita determinadas realizaciones políticas e inspira otras.

En este tiempo de espera y de esperanza, la Natividad de Nuestro Señor debe llamar a reconocer la realeza plena del Niño Jesús. Los católicos no debemos conformarnos con erigirle en Rey de nuestros corazones y de su Iglesia; no podemos dejar a la ciudad rigiéndose por el principio de laicidad –aunque se nos invite a asumirlo como positivo-. Tenemos la obligación de convertirle y proclamarle, con nuestras obras y nuestras plegarias, en Rey y Soberano Señor del orden temporal, de la vida social y política.
 
Diciembre de 2009
Juan Fernando Segovia