Breve reflexión sobre el anti-semitismo

Enviado por Esteban Falcionelli en Mar, 10/02/2009 - 7:52pm
Es un tópico hablar hoy del anchuroso espacio que ocupa la mentira, de tal modo se ha hecho carne en nosotros el no llamar a las cosas por su nombre que la sola pretensión de poner en las palabras usuales una cierta claridad y precisión significativa, aparece como una manifiesta intención de herir la susceptibilidad de alguien o corregir la plana de algunos de esos mensajes mendaces a los que son tan aficionados los representantes oficiales de cualquier institución, empezando por las eclesiásticas y terminando por las estatales. El tema del holocausto judío figura en todos los diarios e inspira una serie de escritos entre la fauna más heterogénea de los plumíferos profesionales, que querer comprender lo que quieren decir supone un esfuerzo por encima de las posibilidades de cualquier caletre empeñado en tener una idea clara del asunto.

El mismo término judío tiene una serie de significaciones tan poco precisas como cargadas de sentimientos dispares, que hacen más difícil un uso semántico seguro. Se aplica a una religión, a un pueblo, a una raza, a una nación o a una actitud existencial frente a la figura de Cristo. Por supuesto que todas, y cada una de tales designaciones puede entrar con su carga de denuestos, zalemas, adulaciones e insultos sin que ninguna termine de satisfacer al implicado que, como Simone Well, no se sentía señalada específicamente por ella y esto aumentaba su perplejidad al sentirse perseguida por algo que jamás había hecho suyo, con perfecta conciencia de sus implicaciones.

Esta tribulación declarada por Simone Weill ante Gustave Thibon, debe haber sido la de muchos otros en condiciones semejantes que, si bien se consideraban implicados en una persecución general, no lograban comprender muy bien a título de que se los perseguía: no tenían fe religiosa, no eran sionistas, estaban dispuestos a mezclar su sangre sin grandes inconvenientes, era tan indiferentes con respecto a Cristo como lo eran con respecto a Abraham del que se decían descendientes; carecían de dinero y no conseguían créditos con más facilidad que cualquier otro. ¿Tenían aspectos de judíos? Generalmente sí y esto los ponía en situación de ser marcados con una prontitud que hubieran deseado menos rápida. Leí el caso de uno de ellos que, por precaución de los padres no había sido circuncidado, pero que tenía tal pinta de judío que debía echar mano a la bragueta cuatro o cinco veces por día para evitar que lo expulsaran de Paris o fuera a parar a un campo de concentración como el pobre Max Jacob, a quien el cristianismo no le había hecho crecer el prepucio.

De cualquier modo y cualquiera fuere su consistencia ideológica existe un “lobby” internacional judío que hace sentir una presión tan fuerte sobre la Iglesia Católica, que ha inspirado modificaciones en los misales y hasta se habla de una depuración del Evangelio de Juan, acusado de inspirar los peores sentimientos anti-semitas.

Y hete aquí una nueva locución que ha entrado en el vocabulario moderno para mayor confusión de las mentes y entender la amplitud de los sentimientos contrarios al judío con una designación que abarca todos los pueblos que hablan una lengua de origen semítico: árabes, coptos, sirios, arameos, libaneses, etc. Hoy, el anti-semitismo es un movimiento de repulsa tan universal que no creo que exista una persona capaz de abarcarlo en toda su plenitud de una sola corazonada, por mucha confianza que tengamos en la capacidad difusiva del odio.

El judío existe, probablemente no es ninguna de esas cosas que señalaba Simone Weill, pero hace sentir su presencia con tal fuerza y con tanta tenacidad sobre la Iglesia Católica que nos hace pensar que existe, precisamente, para el castigo y la confusión del clero modernista, que hace toda clase de concesiones y cumplidos para atraer la simpatía de esta agrupación humana, siempre dispuestos a someterla a un juicio definitivo ante el tribunal de la historia.

Es verdad que no todos los judíos son ricos, pero el “lobby” lo es y el Tribunal de la Historia como la misma Iglesia, suele ser muy sensible a un montón de dólares bien distribuidos. Al fin de cuentas ¡Qué diablos! Somos judeo-cristianos y esto está escrito en los documentos pontificios y lo afirman la pléyade de teologillos que se suponen administradores titulares de las verdades conciliares.

Es una designación muy nueva y no parece tener un gran apoyo en las Sagradas Escrituras que, como todos ustedes saben, han sido demasiado influidas por el anti-semitismo de Juan y Pablo, ambos solemnemente empeñados en llamar “judíos” a los que se oponían abiertamente a Cristo y señalar como “hebreos” a los miembros del pueblo de Israel que podían hallarse en una actitud de perplejidad frente a la figura de Jesús de Nazareth.

Si esto así es, tenemos que “judío” es el hebreo que no admitió que Jesús fuera el Mesías y complotó con los saduceos y los fariseos para lanzar contra El una condena de muerte en la cruz. De esta manera hablar de religión judeo-cristiana es un absurdo y una manifiesta contradicción en los términos, en primer lugar porque la religión es la revelación de Dios y no un artilugio fabricado por los hombres, de manera que el término judía para señalar la procedencia nacional del producto no resulta conveniente. En segundo lugar si llamamos judío al hebreo que rechazó el mesianismo de Cristo no podemos envolverlo en la responsabilidad de aquello que combatió con denuedo. El judío puede ser culpable de la muerte de Cristo pero no de su culto al que expresamente, y en todas las oportunidades que tuvo, trató de destruir.

¡Ah! ¡Entonces usted es anti-judío y por ende también anti-semita y casi seguramente nazi!.

Estas son las probables complicaciones de una simple discusión en torno al verdadero significado de una palabra ¿Quién me metió a mí a querer descubrir lo que quería decir judío y la inclusión de este término en una serie de locuciones en las que no se advertía claramente su sentido? Resulta que ahora no solamente soy un opositor sistemático al judaísmo, sino a todo el mundo de habla semítica en general y pertenezco, de hecho, a esa escoria del universo que se llama nazismo.

No crea el lector eventual de estas líneas que exagero y me alabo de una probable acusación que nadie tiene interés en hacerme. No, la acusación existe y ha tomado forma pública en un periódico escrito en alemán y distribuido en la comunidad judía de Buenos Aires, y ahora me cuentan que le ha tocado el turno al querido Antonio Caponnetto. Es un indicio claro de la dificultad de poder hablar de los judíos sin provocar una reacción pasional en donde pululan los reproches del más grueso calibre y de las más antojadizas imputaciones. Decir que no soy nazi me ha parecido siempre una exculpación innecesaria y casi ridícula. Siempre que he hablado de ese movimiento político y lo he hecho en algunos libros míos, me he colocado en la posición que corresponde a un católico tradicionalista, absolutamente ajeno a las lucubraciones racistas de esa mezcla de gnosis y neo paganismo ario. He escrito algo y he hablado en alguna conferencia sobre la personalidad de Arturo de Gobineau y sin dejar de rendir homenaje a su talento literario, no he ocultado un irónico alejamiento de su explicación zoológica de la historia de las civilizaciones. Por lo demás, meterlo a Gobineau en una aventura anti-judía o anti-semítica me ha parecido siempre una clara manifestación de ignorancia o el deseo de embarcarlo en la promoción del nazismo por la interpretación abusiva que hizo Rosenberg de su tesis racista. Gobineau fue siempre un gran admirador de los judíos a quienes regalaba con el atributo casi ario de su origen racial. En un intercambio de cartas con Tocqueville, expresa su admiración por el Islam, donde sobrevive con toda violencia un judaísmo militar y agresivo que era completamente de su agrado.

Cuando la fe católica se debilita y la dirección de la Iglesia cae en manos de gente poco apta para las actitudes que impone el comando, surge de los abismos de la conciencia cristiana ese sentimiento de culpa que dormita en el fondo de todo pecador e impone la necesidad de un “mea culpa” para restablecer la concordia con Dios. La Iglesia ha impuesto el sacramento de la confesión y éste provoca en el alma ese renacimiento en el que se recupera la salud espiritual y se comienza de nuevo con un sano olvido de los pecados que han obtenido el perdón. El signo más claro del debilitamiento aparece cuando el sentimiento de culpa perdura y se extiende más allá del perdón obtenido como si encontrara un cierto placer en el mantenimiento de la condición de indignidad. La culpa ha dejado de ser el resultado de una caída personal y se ha convertido en una suerte de enfermedad colectiva, de abyección pastoral, en la que se envuelve a toda la Iglesia como si fuera ésta la portadora de un pecado nefando de lesa humanidad.

Esta es la situación que las autoridades de la Iglesia han creado con respecto al judaísmo y que imponen a los creyentes como si todos ellos cargaran sobre sus espaldas el crimen de haber acusado a los judíos de un deicidio que, al parecer nunca cometieron. Es verdad que los judíos que pidieron la muerte del Mesías han muerto ya hace varios siglos y sus descendientes no pueden estar directamente complicados en la crucifixión de Cristo, pero cuando se acepta una herencia con la plena conciencia de lo que ella implica, se carga sobre los hombros todo el peso de un rechazo espiritual que es parte, casi total de la heredad aceptada. No he intervenido para nada en el asesinato de Luís XVI ni de María Antonieta, pero si soy republicano francés y me hago cargo de todo cuanto este asentimiento implica, admito ser un regicida y no estoy tan libre como creo de la sangre derramada en nombre de los ideales a los que adhiero. Nazco en el seno de la comunidad judía y en tanto no tenga clara conciencia de la actitud religiosa que debe adoptar con respecto a Cristo, puedo ser perfectamente inocente de su muerte, pero cuando comprendo bien en donde estoy parado y admito la plena responsabilidad de mi herencia religiosa acepto que una parte de su sangre caiga también sobre mí mismo.

¡Ah! ¡Perfecto! Entonces usted al declararse cristiano hace suyos todos los crímenes cometidos por los cristianos en su historia milenaria.

Ninguno de esos crímenes constituye un elemento intrínseco y definitorio del cristianismo. El rechazo de Cristo y la complicidad en su juicio es parte esencial de la posición religiosa del judío, es lo que lo define y explica. Sin eso el judaísmo no sería lo que es y por lo tanto no existiría como tal. Si existen otros crímenes en la historia del pueblo hebreo no entran a título de componente formal de su composición, de manera que tienen sus cabezas responsables y corresponde al tribunal de la historia señalar sus nombres y determinar sus culpas.

Los hebreos que aceptaron el mesianismo de Cristo Jesús y fundaron la Iglesia dejaron de ser judíos en el sentido estricto del término y se convirtieron en cristianos. Cuando se habla de una culpa popular y se reprocha a Israel la comisión de un deicidio, se habla de una culpabilidad asumida por todos los que tienen clara conciencia de pertenecer a un pueblo constituido como tal a raíz de ese crimen.

La posición adoptada por las actuales autoridades de la Iglesia Católica no hace mucho por aclarar el problema y arroja, sobre sus penumbras naturales, la confusa niebla de esa suerte de culpabilismo que parece la marca exclusiva de la conciencia esclava. No soy esclavo y no siento sobre mi alma el peso de ningún pecado que no haya cometido personalmente. Estoy dispuesto a declararme culpable de lo que he hecho y aún de lo que he omitido, pero de ninguna manera me siento arrepentido por los desmanes que, falsa o verdaderamente, puedo atribuir a otros.

Los judíos acusan a la Iglesia Católica de no haber hecho oír su protesta contra los crímenes nazis cometidos contra su pueblo. Resulta muy difícil en el entrevero de un acontecimiento político de ese tamaño, medir con exactitud las culpas de uno y otro bando y señalar a los culpables con la vara de un juez inapelable: ¡Este es el culpable y este otro no ha roto ni un plato! Lo determino yo, con la asistencia infalible del Espíritu Santo y sin dejar un margen para la inquietud o la duda. Que los judíos asuman esa responsabilidad ante la historia y lo determinen de una vez para siempre, me parece bien, al fin de cuentas son parte del pleito y tienen pleno derecho a defenderse como puedan, pero la Iglesia Católica carece de la misma seguridad y no pretende en este asunto, gozar de una infalible asistencia del Espíritu. Amén.

Rubén Calderón Bouchet