Una reflexión para este mundo utópico: todas las utopías son peligrosas, pero la utopía religiosa es aún más perniciosa. Otra reflexión para los utopistas: la utopía no es un valor en sí y “soñar con utopías” es tanto como desarraigarse cada vez más del pasado enriquecedor y fecundo gestado por los hombres y los siglos.
En ese plano de “ensoñaciones” el “progresismo” (corriente difusa de espejismos intelectuales) busca erigir al futuro como mito, el cual (y como todo mito) resulta así inalcanzable, inasible e inabordable.
El iluminismo del siglo XVIII dio proyección política a la laicización de los antiguos valores evangélicos: amor, igualdad, fraternidad, libertad. De aquí procede el liberalismo doctrinal al estilo del ambiguo y contradictorio J.J. Rousseau que, por un lado, proclama su pesimismo por el individuo y su entusiasmo exaltado por la comunidad (“Discurso acerca de las ciencias”) y, por el otro, proclama el estado cándido y natural del individuo (el “buen salvaje”) liberado de la esclavitud social (“Discurso acerca de la desigualdad”).
Mas, la otra veta del iluminismo es el “idealismo” de Hegel (s. XIX) con su sistema dialéctico universal y absoluto, destinado a desenvolverse o desplegarse sin fin (tesis-antitesis-síntesis) y sin remedio para el sujeto particular ya que, en definitiva, importa la especie (lo colectivo) y no este sujeto contingente “que maldice y reniega de su propia finitud”.
Esta “totalización de la Idea” dará lugar (es, por lo tanto, un efecto “iluminístico” ya superado) al método histórico-dialéctico de carácter presuntamente “científico” en que se asentó la utopía marxista a lo largo del s. XX con su “revolución luminosa” de “gulags” (campos de concentración y exterminio) y otras lindezas por el estilo.
En el mismo plano (hijuela también de la Ilustración alemana) se podrá colocar a la utopía racista, asentada también en un “ideal” de pureza incontaminada del mito (en este caso la “raza aria”) y desconectada, en realidad y como toda utopía, de lo real como obstáculo a la felicidad; todo ello en la mejor línea de continuidad de los cátaros (“los puros”) o albingenses del siglo XIII.
Precisamente, la base del utopismo (“la herejía perenne” como lo llamó Thomas Molnar) y, bien entendido, de cualquier utopismo es ese desprecio (a veces manifiesto, a veces sutil), por la analogía compleja de la realidad (el “simplismo” es siempre utópico) que no admite ser reducida a un único nivel de existencia y consolidación, desprecio variable (ad infinitum) en cada fantasía utópica (adherida siempre a la mítica quimera de lo irreal pero gratificante): así (amén de las antes nombradas) habrá una utopía “puritana” extrema y otra “jansenista” atemperada, una teología utópica “de la liberación”, coexistente con la utopía predominante “del mercado” (dolorosas una y otra por sus diversos efectos arrasadores), una utopía “humanitaria”, otra “progresista”, otra “nostálgica”, una utopía a la medida del consumidor (ya que también hay una utopía “consumista”).
En algunos ambientes científicos (ni hablar de los escolares) predomina hoy el utopismo “biologicista” o “evolucionista” de origen en Lamarck o en Darwin. Y en muchas sacristías todavía sobrevive la utopía “biológica-teológica” de Teilhard de Chardin con su “noosfera” o culminación espiritual de cierto evolucionismo en el punto omega cristológico, extraño maridaje entre la paleontología y la teología desmitificada (que, paradojalmente, deviene en un mito) y que tendría por virtud engendrar el “hombre nuevo” (que, por cierto, no es el anunciado por san Pablo en sus epístolas): ilustrado, adulto y ¿por qué no? “gramsciano”, en tanto (igual que en Gramsci) el objetivo es subvertir “el sentido común de todas las generaciones precedentes”.
Dos utopías “trágicas” han sido en su momento señalizadas por el magisterio pontificio: el liberalismo regicida de 1789 (Pío VI) y el marxismo soviético arrinconado por la caída del muro de Berlín (Juan Pablo II específicamente habló del “fin de una utopía trágica” en su discurso de Praga en 1992).
Cuando se desmorona la dimensión sobrenatural del Evangelio se pretende trasladar el “reino de los cielos” a la inmanencia temporal de la política y esa confusión de los planos termina en descoyuntar las bienaventuranzas del sermón de la montaña, vinculadas ya no al consuelo trascendente de la felicidad extramundana sino a una anárquica quimera que desemboca (inevitablemente) en el odio y la violencia.
Sólo la “cristiandad temporal” (con todas sus frágiles y humanas limitaciones) fue capaz de alcanzar como paradigma de lo real una sacralización del mensaje religioso en las estructuras políticas y análogas de la “mediación”, como bien lo observara Charles Maurras: “locura de estos filósofos puramente morales que tratan de pasar por alto la mediación institucional…” y que le llevara a recordar que “el utopista es el gran demoledor de instituciones…”.
También el “principismo” (en tanto no flexibilizado en sus aspectos contingenciales con la experiencia) puede conducir a la utopía conforme su nota habitual de divorcio entre la realidad palpable y las ensoñaciones evasivas.
En este sentido “el escándalo del mal” ha sido un gran impulsador de utopías religiosas ya que, como con su acostumbrada lucidez lo sintetiza Vittorio Messori: “sólo cabe una de estas dos posibilidades: o Dios no puede impedirlos (los males), y entonces no es omnipotente; o bien, puede impedirlos pero no lo hace, y entonces no es bueno. Es esto lo que puede llevarnos a preguntarnos las razones del mal o a negar su propia existencia”, extremo este último que engendra (como lo estamos viendo desgarradoramente en Oriente Próximo) la más atroz de las violencias: la soberbia religiosa en nombre de la Divinidad.
El mesianismo religioso adherido a la política es un caso indiscutido de utopismo fatal que descoloca los intrínsecos valores religiosos potenciándolos en función de las propias lucubraciones personales o colectivas.
El mensaje salvífico de Jesucristo no es (ni fue jamás) utópico porque dirigido para cambiar el corazón del hombre (y de cada hombre sin importar su condición), arrastra con semejante “metanoia” (o radical conversión de las personas) a la transformación posible en este mundo (“mi reino no es ahora de este mundo (transcribe la Vulgata en el diálogo entre Jesús y Poncio Pilatos) y a la esperanza futura (y trascendente) de un “reino de verdad y de vida, de santidad y gracia, reino de justicia, de amor y de paz” (prefacio de la fiesta de Cristo Rey).
Ricardo Fraga