Las ideas del siglo XVIII han servido para disimular o favorecer cambios políticos que se han ido radicalizando especialmente durante los siglos XIX y XX. El camino así abierto en el Setecientos lleva, primero, al demoliberalismo por la extensión del sufragio universal, luego, a la democracia del tipo llamado popular, por la radicalización revolucionaria del movimiento abierto en 1750 por la Enciclopedia y de los portadores de los "valores" humanos que pretendió encarnar.
Un Tomás de Aquino, un Pico della Mirándola se valían con entero derecho de conocimientos que sus contemporáneos, de haber existido el término, hubiesen calificado de enciclopédicos. Nosotros podemos hacerlo sin que ello implique la menor analogía entre su obra y la empresa de demolición o de desestabilización de la cristiandad, de la que estamos estudiando los principales aspectos. Esta empresa de desestabilización tiene su punto de arranque, "fáctico" por así decir, en la Revolución Inglesa de 1688, su placa giratoria precisamente en la Enciclopedia, su primera gran etapa en la Revolución Francesa de 1789 y su punto de llegada hacia nuevas proyecciones en la Revolución Soviética de 1917. Pues ésta, si hemos de seguir a Marx y Lenin y los profetas menores de la Iglesia dialéctica, habrá sido la última de las revoluciones gracias, a la cual la humanidad, liberada al fin de sus antiguas sujeciones, limpia de supersticiones y de prejuicios, se instalará confiadamente en el estado irreversible de paz y de felicidad anhelado por el hombre en el momento mismo en que logró erguirse y sostenerse en posición vertical. Por lo visto, estamos en buen camino...
El absurdo "no hay enemigo a la izquierda", que, hasta no hace tanto, parecía una paradoja jocosa en su enunciado mismo, nunca lo fue en la mente de quienes lo formulaban. Para el liberal, para el demócrata "de ley" -los términos "liberal" y "demócrata", pese a su proclamada irreconciliabilidad, han acabado haciéndose intercambiables y utilizándose como meros sinónimos-, no existe tal paradoja. En la apreciación del demoliberal de nuestro tiempo, el único enemigo posible, el único imaginable, en el pasado, en el presente, en el futuro, puede encontrarse únicamente a la derecha. Pues todo liberalismo, todo populismo -todo demo-liberalismo, en suma- se nutre en una substancia genuinamente izquierdista, puesto que izquierda es sinónimo de progreso y derecha, necesariamente, de regresión. Aquí cabe puntualizar.
Existe innegablemente una contradicción histórica, es decir, registrada como hecho cumplido, entre liberalismo y populismo, entre un liberal y un demócrata, si nos atenemos al origen respectivo de los vocablos. Con demasiada facilidad se olvida que, si no en los términos todavía, por lo menos en los hechos el proyecto de la Revolución Inglesa de 1688 y el de la revolución intelectual europea del siglo XVIII, cunas del liberalismo, no buscaban, no preconizaban en absoluto la participación de todos los hombres en los asuntos del Estado. En la parte del Setecientos que va de la muerte de Luis XIV -y de la, anulación de su testamento por la alta aristocracia, ansiosa de "pluralismo" feudal, y la gran burguesía económica, dueña del Parlamento y del dinero- a la convocatoria de los Estados Generales en 1789, nacieron y se expandieron corrientes de pensamiento cuyo propósito común era poner en jaque al instituto dinástico acusado por ellas de tiránico y obsoleto.
En ningún caso previsible, aceptaban que el pueblo pudiera hacer oír su voz, directa o indirectamente, en las tareas de gobierno. Los mismos "padres fundadores" de la nación americana, Jefferson incluido, "temían a la democracia más que al pecado original", en cuya presencia y efectividad satánica creían firmemente. Hasta entonces, el instituto dinástico había logrado mantener los intereses particulares de los grupos sociales en los marcos del interés general, para cuyo logro el interés del Estado debía conciliarse con el de los subditos, aun el de los menos provistos, que, por su condición, no pertenecían a la nobleza y al clero ni eran admitidos en el Estado Llano. Se olvida, por consiguiente, que, en el ánimo de sus promotores, la "revolución liberal''' habría de cumplirse en provecho exclusivo de la más alta aristocracia -le partí des Ducs, caro a Saint-Simon- reducida a funciones marginales después de la Fronda pero que había conservado incólume su sed de poder, fundado éste en el parcelamiento feudal del reino; y de la capa más encumbrada de la burguesía, que, aunque detentara ya todas las llaves de la economía nacional, no lograba generalizar su imperio en la medida en que la monarquía no le dejaba controlar la vida política de la nación. En este sentido, el golpe de Estado de 1688, en el que la aristocracia, deseosa, de enriquecerse sin trabas -aristocracia casi toda de reciente promoción, por lo demás-, y la gran burguesía, que quería gobernar, habían derribado la vieja dinastía acusándola de "papismo" para imponerse al conjunto de la nación inglesa, ofrece con el despotismo ilustrado del continente más similitudes de lo que se sospecha por lo general. El propósito era el mismo: hacer de la nación un instrumento pasivo en manos exclusivamente de los "mejores". No cambia nada al asunto que algunos soberanos como José II, Federico el Grande, Catalina II, Carlos III hayan aceptado durante un tiempo prolongado seguir el camino trazado por los nuevos tratadistas políticos como único conducente a una mayor eficacia de gobierno, la cual sólo podría conseguirse mediante una "auto-tiranización" del poder, que, para lograrlo, debía liberarse de toda traba tradicional poniendo el interés del Estado por encima del deseo de los subditos.
"Mi pueblo es un niño enfermo", sentenciaba Federico II con la aprobación incondicional de Voltaire, que emitía juicios idénticos acerca de sus compatriotas. Pues, según esos nuevos filósofos, "aquello que convenía al príncipe era lo que convenía al pueblo" y éste era un dictamen que había de imponerse sin limitaciones. Esta adhesión significa solamente que Austria, Rusia, España, Prusia querían darse los medios que les permitiesen colocarse en el nivel de Inglaterra, considerada por ellos como modelo ejemplar que había que imitar con los medios más apropiados a las condiciones particulares de esos reinos.
Es indiferente que los "déspotas ilustrados" no cayeran en la cuenta de que, para imitar cumplidamente a Inglaterra, era necesario por de pronto adoptar el sistema parlamentario aun cuando éste, tal como se lo practicaba en las islas, no fuese sino una forma hipócrita de despotismo de clase, puesto que se sustentaba en el desprecio absoluto de las masas y en la voluntad deliberada de mantenerlas cuidadosamente alejadas del poder; y que, más aún, era indispensable situarse en niveles económicos como los que el Reino Unido estaba alcanzando con su incipiente Revolución Industrial. Tampoco importa que estos príncipes, o sus sucesores, se hayan echado atrás al comprobar más tarde que el rechazo del proyecto de despotismo ilustrado por la monarquía francesa, lejos de haberse debido, como se pretendía entre "filósofos", a la ceguera de un soberano retrógrado, había sido simple espíritu de previsión por cuanto la radicalización jacobina -por la que ese despotismo pasó del trono a la guillotina- no tardó en darle toda la razón al juicioso Luis XV.
Las diferencias que corren entre la revolución inglesa y sus efectos en el Reino Unido y fuera de él, los propósitos de los promotores del despotismo ilustrado, y la revolución francesa y las esperanzas de sus portadores primitivos son de método y de circunstancia, no por cierto de naturaleza.
La "revolución liberal", tanto como por las ideas nuevas -que se expresan dentro y alrededor del movimiento enciclopedista-, había sido preparada por la alianza entre altos señores irritados por su desplazamiento político, miembros del alto clero deseosos de desempeñar partes de primer plano en el Estado y grandes burgueses movidos por la "necesidad" de ocupar el primer puesto en la orientación del país. Esta alianza ya había devuelto a los primeros los medios económicos que habían perdido por culpa propia a partir de comienzos del siglo XVII y soltura suficiente para que pretendiesen imponer otra vez sus privilegios como irremovibles; los segundos podían alimentar la esperanza de mantener y acrecentar sus prerrogativas; en el ánimo de los terceros había brotado un apetito político que querían colmar cuanto antes para que nada lograse hacer peligrar ya su poderío económico.
Se recordará que los aristócratas franceses tenían interdicción de comerciar so pena de decaer de su condición privilegiada y de su mismo estatuto nobiliario, premio por el impuesto de la sangre que no pocos evitaban pagar desde hacía tiempo, y que los miembros del clero no podían usar sus beneficios para tomar parte en el giro de negocios desatado por el mercantilismo y por la Revolución Industrial en un mundo que se estaba colocando en los canales del economicismo absoluto; pero que unos y otros lo hacían: el noble casando a su hijo con la hija del banquero o del manufacturero enriquecido y los segundos, por intermedio de testaferros amaestrados a estos efectos por ciertos grupos financieros con intereses ultramarinos. Quien en todo esto sacaba, obviamente, los beneficios más duraderos era el empresario, el fabricante, el especulador, que, poco a poco, iban descubriendo que sus socios, el duque, el obispo, el provincial de la Compañía de Jesús, eran peldaños útiles, indispensables aun durante un cierto tiempo, pero, llegado el caso, descartables. Los jesuítas fueron los primeros en comprobarlo, sin que los demás lograran entender cuál era el fondo real de la cuestión.
De este modo, sigilosamente, los "liberales" franceses consiguieron en la segunda mitad del Setecientos aquello que su prototipo inglés había logrado abiertamente con la revolución coronada por la usurpación orangista. Lo que pedían no era por cierto un gobierno democrático en el que todos los sectores de la sociedad nacional se vieran representados, sino la instauración de un sistema oligárquico por el que el ejercicio del poder perteneciera a dos grandes partidos -el modelo era el "compromiso" entre whigs y tories triunfante en Inglaterra- que se turnarían en el gobierno mediante arreglos electorales de los que ellos serían los únicos manipuladores y beneficiarios.
La revolución, en su fase jacobina, y su consecuencia de 1848, que, por encima de la Restauración y pese a la Monarquía de Julio, tuvieron por designio hacer efectivo el proyecto robespierrista de signo populista, destruyeron esta esperanza. De suerte que, finalmente, en la línea del sistema plebiscitario inaugurado por el primer Bonaparte y mejor instrumentado por su sobrino, liberalismo y democratismo acabaron por confundirse. La extensión de las listas electorales -de la restricción censitaria a la apertura del sufragio universal- asentó en los hechos, digamos, pragmáticamente esta "confusión" que, todo sumado, desvirtuó completamente el proyecto liberal originario, ahora enteramente superado, sin que el "liberalismo avanzado", del que hablaba el señor Giscard d'Estaing, ni el "capitalismo social'', propiciado por el ingeniero Alvaro Alsogaray, logren sacarlo de su estado de caquexia, a ojos vistas incurable.
El "demoliberalismo", en extensión a partir de la segunda mitad del siglo XIX, es, por consiguiente, una mezcla, repito, confusa, de los grandes intereses "liberados" por las revoluciones de 1688 y de 1789 y de aquel populismo demagógico surgido de la tesis roussoniana de la voluntad general que estuvieron a punto de triunfar con Robespierre y que, si bien pronto reprimidas, se desataron otra vez con la revolución de 1848 y sus consecuencias plebiscitarias y... comunardas.
El sufragio universal, poco a poco adoptado por doquiera a partir del modelo francés, es el elemento de "viscosidad" por el que esta confusión ha encontrado finalmente su punto, si puede decirse, de perfección en la amalgama demoliberal. Esta es la razón por la que, hoy, tanto para el liberal empujado, como el citado señor Giscard, por su espíritu de avanzada, como para todo aquel que se apunta en la corriente más demagógicamente populista sin decidirse a ir personalmente hasta la conclusión lógica del comunismo, un Michael Foot, un François Mitterrand, un Willy Brandt, "no hay enemigo a la izquierda" porque no puede haberlo. De allí su invariable propensión al compromiso con el comunista, en el que ve a un hombre que se ha atrevido a ir hasta la conclusión lógica del movimiento.
Para el individuo que nunca se sintió atraído por la ideología liberal aun como se perfilaba "idealmente" en sus comienzos, para aquel en cuyo ánimo la religión democrática no produce incentivos exagerados tampoco será posible encontrar algo positivo en el demoliberalismo plutoprogresista todavía vigente en el mundo libre, es decir, entre nosotros también. No tendrá que desempeñar esfuerzos mentales agotadores para descubrir que, hoy, los únicos enemigos a los que la sociedad occidental tiene que afrontar se sitúan, precisamente, "a la izquierda".
Admitirlo no es caer en un anticomunismo somero desprovisto de trastienda doctrinal propia. Es ir a buscar las causas reales de lo que nos sucede, es decir, remontar del efecto comunista a la causa liberal de la descomposición de la sociedad occidental, pasando por el aglutinante democrático. Es, pura y simplemente, "revolución de salud", esto es, voluntad de reforma intelectual y moral. Quien se coloque en esta perspectiva estará plenamente autorizado a hablar sin reserva de las instituciones que nos rigen y de las fuentes de que han sacado el veneno que las corroe.
El doctor Gregorio Marañón, cuya fe en el liberalismo nunca sufrió el menor eclipse hasta el momento de su muerte, en 1960, publicaba, en plena guerra de España, un ensayo que produjo el efecto de un terremoto en las filas de sus conmilitones. Este ensayo tiene por título Liberalismo y comunismo, y por subtítulo Reflexiones sobre la revolución española (1). Aquello que, por vez primera, revelaba esta crítica, tanto más demoledora cuanto que provenía de un maestro indiscutido de la escuela, volvió a asumir su plena realidad a partir de la llegada al poder en la mayor parte de las capitales del mundo libre de equipos radicalizantes que pretenden actuar conforme a las normas del liberalismo más genuino. Los pasajes de este ensayo que reproduzco a continuación siguen siendo tan valederos como en la época de la Cruzada Española, y hacen tanto al progresismo actual, el de un Mitterrand, de un Willy Brandt, de un Ted Kennedy -que es una radicalización del demoliberalismo-, como al de los entonces reinantes Franklin Delano Roosevelt, León Blum, Anthony Eden, et al. Y se aplican con exactitud a un período de descomposición global como el nuestro.
Tras extenderse acerca de la esencia, según él auténtica, del liberalismo genuino, Gregorio Marañón describía las condiciones morales por las que, en su país la república había caído, como fatalmente, en manos de los extremismos, apuntando que éstos ".. .no hubieran podido conseguir esta extraordinaria victoria sin otro apoyo que hábilmente habían ganado y explotado con anterioridad: el de la opinión liberal". En efecto, proseguía: "La opinión liberal ha dado en este mundo su visto bueno a todos los movimientos sociales. Fue la tirana del pensamiento europeo y americano durante el siglo XIX. Y cuando su estrella empezaba a declinar cobró nuevo impulso y autoridad con la guerra europea, ganada en nombre de la democracia con el auge de los Estados Unidos de América, que sienten el fervor democrático con el ímpetu un tanto petulante de la juventud. Por eso, durante los años que han precedido al movimiento actual, la propaganda comunista se especializó en la conversión del liberal de todo el mundo hacia la simpatía a su causa...".
Si lo logró con tanta facilidad, continuaba, es porque "varios siglos de lucha contra el déspota fijaron en la conciencia del liberal dos errores: que el enemigo de la libertad era siempre el tirano único, el monarca, y que el sentimiento liberal anidaba en el pueblo y se alimentaba en el fuego de la popularidad. El primer desastre de este equívoco nos lo proporcionó la Revolución Francesa, preparada por los liberales contra los déspotas y al calor del pueblo. Inmediatamente surgió el despotismo del tribunal popular o los dictadores surgidos de la masa, desde Robespierre a Napoleón. Y las víctimas fueron inevitablemente los liberales verdaderos, los que por ser fieles a su liberalismo se rebelaron contra el despotismo nuevo y fueron guillotinados u obligados a huir.
"Entonces nació también la otra especie de liberal, el espurio, el de la ceguera para los colores, el del daltonismo, el de la incapacidad para ver el despotismo cuando aparece teñido de rojo" (2).
Este fue el que cobijó con su autoridad la crueldad revolucionaria ; el que glorificó y el que ha hecho posible, en gran parte, todas las revoluciones posteriores...
"Lo que caracteriza a este liberal -el falso pero, con mucho, el más numeroso- es el pánico infinito a no parecer liberal. El mayor número de esos liberales no se preocupa por lo que significa en su hondo sentido, seguir una conducta liberal, sino en parecer liberal a los demás…
"Estos son los términos exactos del problema -concluía Marañon- y en torno a ellos es cómo debe tomarlos el espectador extranjero, que quizá sea menos espectador de lo que se figura. O comunista, o no comunista" (...) "El problema sería, en suma, clarísimo a no ser por la intervención perturbadora de las fuerzas liberales, cuyo inmenso prestigio y cuya inmensa torpeza llenan hoy de confusión al panorama político del mundo. La ceguera frente al antiliberotismo rojo ha hecho que el liberal venda su alma al diablo" (3).
Resulta claro que el hombre liberal -hijo de la Ilustración racionalista- se desarma con tan persistente y deplorable disposición ante el activismo revolucionario porque su pensamiento sale de la misma matriz ideológica. Cualesquiera que hayan sido sus experiencias, sus desastrosas experiencias anteriores, siempre volverá a permitir que el comunismo lo unza al servicio de una "idea" que, en un momento dado, responda a su línea. Escribe un agudo estudioso del tema: "Por más que el liberal y el socialista estén sinceramente convencidos de que el fin no justifica los medios, en el fondo de su corazón creen todos en lo mismo: que el hombre puede crear de nuevo la Creación, que la ciencia puede redimir al hombre. La gran herejía prometeica los ha configurado por igual a todos, liberales, socialistas y comunistas" (...) "En efecto, la meta del comunismo es el triunfo definitivo de la fe en la ciencia, producto de la imagen optimista de los siglos XVIII y XIX, los siglos que engendraron a los honestos liberales y a los decentes socialistas. Sus desesperados y completamente sinceros intentos de sustraerse al abrazo comunista son hondamente conmovedores y hondamente inútiles. Al fin y a la postre, el comunismo volverá siempre a la carga, pues él es el único administrador potente, el único administrador legítimo de la común herencia herética de siglos" (4).
(1) Este ensayo fue publicado por la "Revue de París", en su entrega del 15 de diciembre de 1937, y reproducido en "La Nación", de Buenos Aires, el 3 de enero siguiente. Como era de esperar, provocó la indignación de muchos liberales y se le dio muy poca difusión. La gran prensa internacional actuaba ya según modalidades que, desde entonces, se han agigantado según las normas tácitas de lo que podemos definir como "terrorismo intelectual". Esta "salida" escandalosa del doctor Marañón fue publicada otra vez por la revista "Punta Europa" de Madrid (julio-agosto de 1960, tomos 55-56), de la que saco las citas que van a continuación y que se relacionan directamente con el asunto que aquí nos interesa.
(2) La bastardilla es del autor.
(3) La bastardilla es del autor.
(4) SCHLAMM, W. S.: Die Grenzen der Wunders, Zürich, 1959.
Alberto Falcionelli