Se acababa la primera semana de abril, y desde algún rincón bonaerense, no sabemos si inaugurando una cloaca o en un acto partidario (sea la comparanza excusándonos con el albañal), la Kirchner desafiaba a la oposición espetándole que sólo la escuchaba hablar “del color de pelo, del zapato o de la cartera de la presidenta”, pero no “del debate de ideas”. A su lado -según registra indiscreta fotografía- un conocido dúo de manco y bizco, que la sirven y la mandan según convenga, la miraba cual mandril expectante del plátano fecundo.
Lo que Cristina no sabe es que la primera que no tiene la menor idea de lo que es un debate de ideas es ella misma, sumida en las sombras morales e intelectuales de una vida entregada al activismo, la fraseología, las finanzas turbias, el snobismo ramplón y la vacuidad comiteril. Su mal es justamente la misología -el odio al logos-, aquel envilecimiento de la inteligencia que denunciara Platón, retratando una caverna mucho menos tenebrosa, por cierto, que la Quinta de Olivos.
Tampoco sabe que si la atención que suscita la monopolizan sus adminículos o su pelambre, ello se debe a que su opción existencial no ha sido precisamente la de la contemplación metafísica, sino la de la vanagloria más crasa. La que acertadamente describiera Baudelaire cuando despreciaba a los petimetres y narcisas, seres minúsculos exclusivamente preocupados en vivir y morir ante un espejo.
No son, pues, las ideas, las que pudiera discutir la presidenta, sino acaso su distorsión; esto es, las ideologías; y mucho menos aún, la degradación de las mismas, que son los meros fenómenos, las pasiones bajas, las pulsiones del rencor, las caprichosas crispaciones del resentimiento, los cambiantes humores del animo jactancioso y colérico. Ni ella ni él -maldito par delictivo y mentiroso que tiraniza a la patria- pueden ser depositarios de otra categoría ética que no sea el monoideísmo, obsesión compulsiva y violenta; en este caso, por conservar un poder que sólo saben usar en contra del bien común.
Como lo ven evaporarse sin retorno, como se ven a sí mismos en pronta e indecorosa fuga y objetos del odio de la sociedad entera, el escozor los perturba, y ya no hay zapatos ni carteras ni melenas que puedan disfrazar más la degeneración que los consume. La era del kirchnerismo ha terminado. Queda, como tras los sismos trágicos, una tierra agrietada, repleta de ruinas, muertes, hedor y enlodamiento.
Y es aquí cuando deberían aparecer las verdaderas ideas. La de la reconquista nacional, la de la rehabilitación de la virtud, la del emplazamiento de la justicia, la de la edificación de la concordia, la del restablecimiento de la historia, la de la reparación del Orden. Las antiguas y perennes ideas de esa civilización y de esa ciudad que no está por inventarse ni por construirse en las nubes, como decía San Pío X. Porque ha existido y debería existir: es la Civilización Cristiana, la Ciudad Católica. “No se trata más que de instaurarla y restaurarla sobre sus naturales y divinos fundamentos contra los ataques, siempre renovados de la utopía nociva, de la rebeldía y de la impiedad”.
Por cierto que después de la hediondez del kirchnerismo no llegará nada diferente en su naturaleza, sino el mismo estiércol depuesto por el mismo sistema; la misma gentuza, el mismo y repugnante Régimen.
Así -y fatalmente así- será mientras la Argentina siga sustituida y desplazada por la democracia, que sella su catástrofe, garantiza su cautiverio y asegura su desmoronamiento.
Nosotros seguiremos testimoniando la Verdad. Porque mientras ella tenga testigos fieles e insobornables habrá esperanza. Conscientes de que en la memoria de los pueblos y en la tradición de las comarcas, no existe la posteridad de los zapatos, las carteras y las pilosidades, sino la de las ideas nobles y veraces, sostenidas -aún en medio de las ruinas- por varones y mujeres cabales. Inescoltables por la rendición.