El hombre.
Gustave Thibon (Francia, 1903-2001) es uno de los personajes de los últimos años que se nos presentan como el paradigma del hombre sabio. Trataremos de apuntar algunas notas generales sobre su personalidad que nos llegan desde sus conversaciones con Chabanis.
Thibon mismo se ha definido de una manera que nos lo pinta entero: un campesino que nunca ha abandonado su pequeña propiedad agrícola situada en la ribera del Ródano y sobre las primeras estribaciones de los Ardèches donde su familia se instaló, hace ya tres siglos, y donde su hijo continúa su tarea secular.
El hambre de saber convirtió a este campesino autodidacta en uno de los hombres más sabios de nuestro tiempo. Como buen campesino, dejó la escuela del pueblo a los doce años de edad sin volver a acercarse a otro lugar de estudios. Afirmación esta última que difícilmente pueda ser creída por el intelectual moderno, sus muchos títulos -donde no faltan los honorarios- y sus enciclopédicos argumentos.
Su padre fue poeta. De él heredó el gusto por la poesía y la vida en una atmósfera de lirismo y profundo arraigo hacia lo esencial.
Reprobó enérgicamente “el espíritu de agitación, de aceleración, que se transmite a la vida interior, y contribuye a deshacer lo humano en nosotros”.
La naturaleza como medio de ascenso a lo sobrenatural.
No creyó imposible la posibilidad de encontrar la necesaria armonía en la gran cuidad, aunque sí la creyó difícil, por encontrarse allí ante una atmósfera de facilidad y consumo que “penetra hasta en el alma de los hombres y les arrebata el gusto por los bienes esenciales”.
Se lamentaba ante Chabanis que los turistas ya no estaban dispuestos a caminar “un kilómetro para contemplar el panorama del valle del Ródano”, donde él se ofrecía de guía -motivo por el cual alguna vez le han ofrecido propinas que se negó a aceptar-.
El vio que el hombre ya no camina, en esa “furia” por ir cada vez más rápido y más lejos sin contemplar la naturaleza.
Lo grave de esto está en que “la desgracia de toda civilización es llegar a extinguir a la vez el deseo de lo natural y de lo sobrenatural, ya que el último se injerta en el primero. Se injerta lo divino en lo biológico; pero no en lo mecánico”, y recuerda lo que alguna vez le dijo su amigo Gabriel Marcel: “Uno no acaba de ver cómo se podría encontrar un equivalente religioso, por ejemplo, en el engrase”.
Nos habló también de la necesidad de la ternura humana como “movimiento esencial del amor”, ternura, por cierto, que necesita del alejamiento del activismo de la ciudad que todo lo devora en su vorágine trivial.
La sociedad.
Thibon defendió la idea tradicional de sociedad, donde “los usos y costumbres tradicionales, todo un conjunto de imperativos inconcientes y casi viscerales, orientan la conciencia del individuo”, donde “hay cosas que no se hacen”.
Sobre el erotismo creciente le molestaba que, siendo una vieja historia, “es como para llorar”, que se transforme en un ideal lo que no era más que un revolcarse en el cieno.
Estaba convencido en los regímenes políticos que emanan de la naturaleza y de las concretas necesidades de cada pueblo. “Sueño con un poder infinitamente más descentralizado, con muchas más libertades locales en la base -que no es el concepto ideologizado de “base” que hoy escuchamos-, los que favorecería la selección de autoridades responsables. Mucho mejor que un sistema electoral que es puramente formal y abstracto”.
Afirmaba que “el mundo sirve por sus elites” y que de los hombres que las integran, con probada competencia, integridad y vocación, debe surgir la selección natural de los que rijan el destino de un pueblo.
A la burocracia prefería los contactos humanos, donde cada uno tiene un alma y un rostro.
Como todo hombre sabio, pero muy en especial estando entre aquellos a los que les tocó transitar este mundo en los últimos tiempos, padeció de un sano anticlericalismo que lo hacía renegar de la autoridad religiosa “pegada al poder temporal con un servilismo desconcertante”, “si fuera mordaz, haría una antología de los mandamientos de obispos, desde la Revolución francesa hasta nuestros días”, y, con asombrosa actualidad, aseguró que “cuando los hombres que están encargados de enseñar lo sobrenatural, lo divino, se ponen a volcarse en lo social, se vuelcan con todo su peso”, derramando el peso de lo absoluto sobre lo relativo, “lo que crea exageraciones ridículas”.
El escritor.
Thibon estaba convencido que a diferencia de lo que se puede captar a través de los sentidos, las verdades interiores son únicamente comunicables a través de la evocación en el alma del lector, no siendo demostrables ni verificables.
Prefería la palabra a la escritura, la presencia directa, el diálogo que siempre se adapta mejor al interlocutor. Creyó en la utilidad de la lectura para confirmar y ampliar la experiencia interior, pero nunca para suplirla.
Esto lo motivó a dejar en manos de sus amigos sus manuscritos para que ellos publiquen los libros que hoy conocemos. “Siempre he tenido amigos sumamente devotos. Gabriel Marcel, Maritain, Marcel Malcor, Marcel de Corte, Henri Massis y muchos otros”.
“Hay demasiados libros -decía-. Pienso que con algunos libros se iría a lo esencial, a condición de profundizar en vez de correr. Me sucede que aveces sueño con un incendio análogo al que destruyó en otro tiempo la biblioteca de Alejandría y que no respetaría más que algunos libros”.
Hombre sereno y contemplativo, afirmaba que “todo gran escritor es una traducción del silencio y toda palabra es válida según la cantidad de silencio que contiene, que evoca y que puede provocar”.
También trabó una gran amistad con Simone Weil. La conoció en Avignon, luego que en 1941, su amigo, el P. Perrin le pidiera que tenga una temporada en su propiedad rural a “una jovencita israelita, profesora de filosofía y militante de extrema izquierda” que deseaba conocer el trabajo en el campo. A pesar de sentirse un poco alarmado aceptó, trabando luego con ella una íntima amistad. Simone publicó Le Pensateur et la Grace, su primer libro, gracias a Thibon, pues ella le había confiado sus cuadernos.
“La gente mordida por Simone Weil -nos dice Thibon- no cura de esa luminosa herida: marca, orienta una vida. Tengo a Simone Weil por el autor espiritual más grande de nuestra época”.
La madurez.
Creyó que lo propio de la madurez era compadecer -“sufrir con”- al que sufre, “tener piedad de esas migajas de eternidad que son los seres humanos caídos de su fuente y entregados a todos los remolinos del destino”.
También vio como necesario a la madurez la posesión de la vida interior, el saber y soportar estar solos, evitando el aislamiento que supone el intercambio superficial con el mundo exterior. Saber alimentarse en las fuentes cósmicas y las fuentes espirituales, no cerrándonos a su presencia vivificante. Esa es la forma de escapar del “hastío y el aislamiento, a la vana persecución de facilidades y de vanidades locales”, “si uno vive en la superficie, el desierto sobreviene muy pronto. La fuente está en las profundidades”. Vemos en Thibon al hombre maduro que a tiempo “se hace niño”, cuando habla de la maduración arrebatada por el misterio. Cada vez hay más misterio y menos conocimiento claro. Nos dice: “a medida que avanzo en la vida -y avanzar en la vida es avanzar hacia la muerte- tengo la impresión de saber cada vez menos y de presentir otras cosas que, desgraciadamente son menos comunicables”.
Tuvo a la madurez como “la entrada en el mundo de los valores donde el ardor deja sitio a la transparencia, la efervescencia de la vida a la ternura del alma y, sobre todo, la pasión al desasimiento”.
Jamás pretendió estúpidamente conservarse, pues no trató de “parecerse a la conservas, sustraídas simultáneamente por la esterilización a las amenazas de la corrupción y a las promesas de la vida” y consideró degradante y vago el apego hacia la juventud.
Esto es lo que él llamo precisamente “ser de su tiempo”, esto es, “aquel en que la vida confina con la muerte y con la eternidad”.
La muerte.
Aseguraba que a medida que uno envejece se hace más agudo el pensamiento sobre la muerte, pues comienza a concernir personalmente. “Uno siente a la muerte madurar en sí”.
Contempló a la muerte en parte con horror y a la vez con la curiosidad de ver levantarse en su plenitud la Belleza y el Amor, que sólo le habían visitado en forma de relámpagos fugitivos.
Deseaba vivir el horror del tránsito hacia la muerte natural, “morir viviendo”. “Es necesario que el exilio opere en toda su intensidad, en todo su horror. Si no, uno hipoteca la muerte, le quita su aspereza, su desgarramiento; uno hace de ella la prolongación del tiempo y no la entrada de la eternidad”.
Por vías que él mismo no se podía explicar, siendo aun muy joven, su sed de conocer desembocó en la necesidad de rezar, de donde creyó haber recibido una respuesta, “es algo extremadamente simple” -decía-, presentándosenos así como sabio y hombre cabal, pues no hay sabios impíos.
Germán Rocca