Testimonios desde el Infierno

Enviado por Esteban Falcionelli en Vie, 26/06/2009 - 11:46am

En 1929, dos familias intentan escapar del terror estalinista pero sólo una lo logra. La otra es obligada a padecer décadas de trabajos forzados en los campos de concentración de Siberia. Las cartas que intercambiaron durante más de diez años -recuperadas del olvido- son un duro relato sobre su lucha por sobrevivir.

La caja de cartón contuvo en un tiempo latas de sopa Campbell´s. Pero como no hacía más que ocupar lugar en el altillo, Frank Bargen se cansó.
"Probablemente esté llena de basura", murmuró mientras subía a buscarla. "Debí haberla tirado hace años". Bargen, un canadiense de 72 años que vivía en Manitoba, no se había molestado en examinar su contenido. Para él no contenía más que viejas cartas. Quizá papeles de la familia. Pero si alguien podía saber algo de la escritura despareja que ya empezaba a borrarse, sin dudas era su hermano menor, Peter.
Frank tenía razón. Peter sabía exactamente lo que eran los papeles, aunque en esa calurosa tarde veraniega de agosto de 1989 no pudiera comprender su significado. Había paquetes de cartas familiares, amarillentas y atadas con cintas deshilachadas. "El clima está frío y lluvioso aquí. Supongo que pronto tendremos el invierno", decía una. Y así fue, con temperaturas de cuarenta grados bajo cero.
Los que escribían, advirtió, eran prisioneros del Gulag de Stalin, una red de campos de trabajos forzados por toda Siberia. "No se puede describir cuánto hemos llorado ya por nuestro hijo" decía otra, describiendo un brote de tifus. "Miles de lágrimas han fluido ya de los ojos de su querida madre".
Ese tesoro, que contenía unas 131 cartas, escritas principalmente entre 1931 y 1933, provenía de los primos de Frank y Peter, atrapados tras la Cortina de Hierro. Escritas en pedazos de papel, postales soviéticas y antiguos diarios, fueron dirigidas a la familia Bargen, que abandonó la unión Soviética en 1929 para dedicarse a trabajar el campo en Canadá. Existen otros documentos del reinado del terror de Stalin, pero el archivo Bargen es la mayor colección de cartas familiares de todo el mundo que sobrevive al Gulag. Hoy, más de 70 años después de que los prisioneros pusieran sus palabras por escrito, sus voces resuenan fuerte y claro a través de las décadas.
"Nuestro padre está tan enfermo que ya no puede levantarse. Si nuestro querido papá muriera, ¿qué sería de nosotros?" se pregunta Lena Regehr, de nueve años, que está prisionera con sus padres, Jasch y María, y sus cinco hermanos y hermanas. En otra carta, Jasch, enfermo, escribe: "Están muriendo muchos niños en nuestra barraca. Ayer murió uno y hoy murió otro. Los pobres niños sólo comen ese pan negro agrio, no hay leche, no hay aceite ni grasa, no hay azúcar. Por favor, ayuden. Estamos muy lejos, al norte, sin pan, sin ropa, sin dinero".
Armar la historia familiar
Peter Bargen, que evitó la destrucción de las cartas, pasó los últimos años de su vida traduciéndolas al inglés. Imprimió 100 copias y las distribuyó entre sus familiares desparramados por todo Canadá. Luego de su muerte, hace cinco años, la tarea quedó a cargo de una prima lejana, la doctora Ruth Derksen Siemens, académica de la Universidad de Columbia Británica. Se contactó con estudiosos rusos de la Universidad de Sheffield, que guardan documentos clave de la era de Stalin. Armar la historia de su familia la llevó a preparar una tesis de doctorado y, luego, a escribir su libro Remember Us: Letters from Stalin´s Gulag ("Recuérdennos: Cartas desde el Gulag de Stalin").
Leer estas terribles narraciones de la lucha por sobrevivir permite comprender el impacto de Un día en la vida de Iván Denisovich, de Alexander Solyenitzin, cuando fue publicado en Occidente en 1962. Fue Solyenitzin, ganador del Premio Nobel de Literatura, quien reveló la verdad acerca de los millones de personas -incluyendo judíos rusos, católicos polacos y ucranianos- que perecieron en el Gulag.
Historiadores del terror, tales como Robert Conquest y Anne Applebaum, estiman que murieron al menos 45 millones, mientras que el tiempo de supervivencia promedio para los detenidos era un invierno. Solyenitzin, sobreviviente de las prisiones, escribió su novela años después de su propia ordalía. Pero tal como nos recuerda Derksen Siemens, estas cartas son relatos contemporáneos, postales del infierno: "La familia escribía en el momento mismo, por lo que el lenguaje es crudo, hay un tirón inmediato".
He aquí a María, de 41 años, escribiendo en 1932: "Y ahora tenemos que ver la miseria aquí cada día, cómo los pobres niños deben ir a trabajar desde la mañana temprano hasta tarde, con 40 grados bajo cero, y cómo deben ir caminando en la nieve muy profunda. Cómo le duele el corazón a una madre cuando los niños ruegan y lloran por pan, sólo puede saberlo alguien que lo haya vivido".
Recuérdennos... cuenta la historia de dos hermanos ucranianos: Franz Bargen, que huyó con su esposa e hijos justo a tiempo a Canadá occidental, y María Regehr, que no logró llegar a la frontera a tiempo. Con su esposo e hijos fue deportada a Siberia. El contraste entre las dos familias no pudo haber sido mayor. Las cartas salieron desde el terror de los campos de trabajos forzados en las estepas rusas congeladas para llegar a la seguridad de la casita en la pradera.
¿Pero cómo pudo ser? Luego de años de investigación, para Derksen Siemens sigue siendo un misterio -si es que no un milagro- cómo pudo Siberia comunicarse con Saskatchewan. Contactar a gente fuera de la Unión Soviética estaba prohibido, por lo que los prisioneros enviaban sus cartas a parientes en Ucrania con la esperanza de que las hicieran llegar a Occidente. "Hubo una compleja red secreta de disidentes, pero hasta ahí sabemos", explica. Se permitía a los Regehr recibir cartas del extranjero; los paquetes de alimentos y medicina que llegaban ocasionalmente ayudaron a salvarles la vida.
Bajo el comunismo de Stalin, los Bargen y Regehr habían cometido el doble crimen de ser a la vez extranjeros y capitalistas. Los hermanos no eran rusos sino menonitas que hablaban alemán, descendientes de gente que había emigrado desde Europa central en el siglo XVIII en busca de libertad religiosa. Eran inconformistas y pacifistas. Ambas familias se habían establecido en una pequeña comunidad menonita en Ucrania, donde trabajaban los campos y practicaban su religión el domingo. Desarrollaron grandes establecimientos agrícolas y prosperaron. Por eso cuando Stalin llegó al poder, en 1922, se embarcó en su política de colectivización y declaró la guerra a los campesinos ricos o Kulaks ("enemigos del pueblo"), los inmigrantes comenzaron a temer por sus vidas.
Los soldados robaban los alimentos y maltrataban a los hombres. Cuando Franz Bargen, que llegó a ser alcalde de su aldea, supo que había una orden para su arresto, entendió que debía irse inmediatamente. Esa noche del 7 de noviembre de 1929 huyó con su esposa, Liese, y sus cuatro hijos pequeños, tomando el primer tren a Moscú y luego a Letonia. Sabiendo que la policía lo estaría buscando en la estación más cercana, condujo un carro a caballo a través de los campos para subirse al tren más adelante. Esperaba que su hermana María y su familia no quedaran muy atrás. Sin embargo, María, su marido Jasch y sus seis hijos tardaron. "Visitaron parientes para una cena de despedida en la que comieron un ganso, y demoraron la huida hasta la mañana siguiente", dice Derksen Siemens. "Para cuando llegaron a la estación, la policía los estaba esperando".
Mientras las autoridades se aprestaban a arrestar a María, Franz y su familia estaban camino a Moscú y, eventualmente, a la libertad. Había carteles de la policía con el rostro de Franz, pero el funcionario que firmó sus papeles de salida no lo reconoció. Ahora su familia podía abordar un tren a Letonia. "Pero aun entonces no tenía la seguridad de que no los detuvieran en la frontera", agrega. "Muchos trenes eran reorientados de regreso al este y nunca se volvía a saber de los pasajeros". Pero los refugiados llegaron a la frontera, dejando atrás la hoz y el martillo del Portón Rojo. Los Bargen viajaron primero a Alemania y luego a Canadá. Frank no podía saber que su tren sería uno de los últimos en salir de Moscú a Letonia ese diciembre de 1929. Había escapado del largo brazo de Stalin por unas horas. Y, al menos por un tiempo, tampoco sabría del terror que aguardaba a su hermana.
Amontonados en camiones de ganado con cientos de prisioneros, María y su familia fueron transportados por cinco días al primero de una serie de campos de trabajos forzados en los Urales. Los 8 miembros de la familia -incluyendo a los seis hijos de entre 2 y 19 años- tuvieron que compartir un espacio de 2 metros cuadrados en barracas congeladas. Al comienzo se permitió a los niños más pequeños ir a la escuela, pero los tres mayores tuvieron que trabajar. Liese de 19 años y Mariechen de 15 años trabajaban en las minas, mientras que Peter, de 17 años, fue forzado a caminar largos kilómetros a un bosque para hachar madera. Las condiciones en los campos eran inhumanas. A menudo se racionaba el pan dando a cada persona 100 gramos por día, aunque se podía comprar más trabajando para ganar cupones de alimentos. Como cuentan las cartas de María, la familia sobrevivió con pan negro y mostaza, hirviendo espinas y comiendo gusanos. La sopa de col era un raro deleite, al igual que el mijo aguachento. No tenían ropa adecuada para protegerse del frío y sus zapatos, totalmente inadecuados para las condiciones subárticas, eran de tela o paja. "¿Qué ha sucedido en este Paraíso Rojo?", pregunta Jasch sobre las tan cacareadas reformas sociales de Stalin. "¡Es esclavitud! ¡Es esclavitud como nunca antes se vio!" Quizás la carta más punzante sea la que muestra un dibujo de Tina, de 12 años de edad. Dibujó la fundición donde estaba el horno al que echaba leña más de 10 horas al día. Por ese trabajo esclavo, escribió, recibía un "pedazo de pan más grande".
Hubo pena sobre pena, pero los escritores de las cartas nunca sucumbieron a la desesperación. Como dice Derksen Siemens, "siempre tuvieron la esperanza de que algún día serían liberados. Y la idea de que sus seres queridos vivían en el extranjero y rezaban por su liberación los sostuvo". Soportaron persecuciones constantes de la policía de Stalin, la NKVD, que reunía a los hombres para interrogarlos y golpearlos. Las mujeres no podían saber si volverían a ver a sus hombres. Tanto Jasch como Peter, el hijo mayor, fueron llevados a trabajar en otros lugares por períodos prolongados. "¿Dónde están los hermosos tiempos dorados que disfrutamos alguna vez?", escribió Jasch en 1933, poco antes de su muerte, por desnutrición, a los 48 años. En otra carta pedía: "Recuérdennos como nosotros los recordamos a ustedes".
Las cartas se interrumpieron, sin explicación, en 1937. ¿Falló la red secreta? ¿Era demasiado arriesgado escribir? La ordalía continuaría hasta después de la muerte de Stalin en 1953: trabajando en minas de carbón, sacando troncos de árboles del suelo congelado. Pasaban hasta seis días sin pan y, mientras escarbaban en busca de restos de comida, los guardias se burlaban de ellos. A Peter se lo llevaron a los 24 años, y no se supo más de él. María fue arrestada con acusaciones inventadas de incendio intencional, fue golpeada y la tuvieron incomunicada por semanas. Al firmar una confesión forzada, se volvió a reunir con sus hijos 18 meses más tarde.
Los liberaron cuando estalló la Segunda Guerra Mundial. Los líderes soviéticos tenían otras prioridades en 1947 y la familia fue enviada a Kirguistán, que era entonces parte de la Unión Soviética. Siendo prisioneros del Estado hasta 1956, nunca se les permitió volver a casa. Exiliada y en condiciones de extrema pobreza, María murió en el Este en 1976. Luego de las reformas de Europa oriental en 1989, a Liese, Mariechen y Lena se les permitió emigrar de Kirguistán a Alemania. Liese murió tres días antes de la fecha en que debían partir. Lena y Mariechen se establecieron en Colonia. Tina, que se había casado con un ruso nativo, se quedó.
Al final de sus vidas, las hermanas sobrevivientes querían que el mundo conociera su historia. Pensaban que olvidar a sus seres queridos sería una especie de traición. Al saber que las cartas habían aparecido, Lena se sintió feliz. Tomó la lapicera para escribir nuevamente en 1989 a Peter Bargen, el primo que vivía en Canadá y al que había visto por última vez 60 años antes.
"Nos han pasado por encima tales olas de pena que hay momentos en que ni siquiera podemos recordarlo todo. Una se olvida con el tiempo".
Se reinició la correspondencia, pero los primos Bargen y Regehr nunca volvieron a verse; Peter Bargen murió en 2004, y Lena, la última de los seis hermanos, en 2008.
Sus días juntos, de risas y juegos, eran un recuerdo lejano, fijado para siempre en 1929.