Todos los ritos litúrgicos, tanto en Oriente cuanto
en Occidente, se han servido siempre de una lengua sagrada. En ciertos casos
(en mayor o menor medida) si se ha empleado una lengua de relativa comprensión
para la asamblea lo ha sido, siempre, en sus manifestaciones semánticas y
gramaticales más prístinas y precisas.
Esta regla es incontrastable y no se registran
excepciones.
La gloria y el servicio de Dios y, subordinadamente,
las implicancias catequísticas, han sido los reguladores (la brújula de
orientación) de todos los más variados textos litúrgicos: versiones de los
salmos y otras perícopas de las Sagradas Escrituras,
himnos y moniciones.
De ello resultó un riquísimo tesoro acumulado a lo
largo de los siglos y que produjo una pléyade de santos, poetas, músicos y
artistas que llenan de esplendor el patrimonio cultual (y, consiguientemente, cultural)
de todas las synaxis y oficios griegos y latinos.
El mismo documento sobre sagrada liturgia del
Concilio Vaticano II manda imperativamente: "Consérvese la lengua
latina" y, en concordancia con los antecedentes ya iniciados en época de
Pío XII, permite introducir, particularmente en la denominada "liturgia de
la palabra", una mayor participación de las lenguas vivas.
Sabido es que dicho mandato ha devenido en letra
muerta y que, de hecho, el común de los clérigos (de toda condición) lo ignora
o menosprecia.
Pero no es éste (ahora) el quid de la cuestión.
Aceptadas las lenguas vulgares en todo el desarrollo
de la plegaria, éstas se han convertido en insoportablemente
"vulgares", es decir, se han escogido (adrede o por ignorancia) las
más mediocres y degradadas de la variaciones lingüísticas, en la (falsa)
suposición de que el sufrido pueblo que asiste a misa es inepto, aplebeyado y
ruin (en términos gramaticales) y que, por ende, para una mejor cretinización
pastoral era menester privarlo de la fuente principal de educación: la palabra.
Que la Academia Argentina de Letras declare lícito
(y hasta culto) el voseo (y otras variantes de usos propios de formas
coloquiales) acostumbrado en el Río de la Plata, no habilita sin más a la
Conferencia Episcopal Argentina a introducir, según parece, un nuevo misal que
uniformiza por lo más bajo y hasta excluye otras variables regionales tan (o
más, por lo arcaicas) aceptables como las que se registran en el litoral,
máxime cuando ya los leccionarios en uso están plagados de textos reñidos con
la sintaxis (por lo demás de pésimo gusto) y de inexactísimas transcripciones y
equivalencias que no responden ni lejanamente a las pretendidas versiones del
original.
Las horripilantes construcciones de tales libros se
proyectaría ahora al "nuevo" misal que, amén de traicionar uno de los
fines específicos de la liturgia, cual es la sobreelevación doctrinal del
pueblo (sometido por todos lados a un bombardeo escolar y mediático
degradante), pone en crisis la tan decantada unidad de los "pueblos
latinoamericanos" ya que, de ahora en más, no podríamos tener una plegaria
española en común. Sería cuestión, entonces, de volver a la plegaria latina
(que se detesta).
Los obispos argentinos, una vez más, han rechazado
la belleza en nombre de la ordinariez más chabacana. ¿Hasta dónde querrán
llegar?
¿También para las traducciones
"castellanas" (en rigor "españolas" y aquí crasamente
"argentinas") les rige el doctorado magisterial y canónico?
Ya el misal todavía en uso trae traducciones
francamente infieles tal como, en la presentación de las ofrendas (ex
ofertorio): "el pan y el vino que serán comida y bebida de salvación", cuando el
básico latino claramente afirma "se
hará" ("fiet") cosa
que, dogmáticamente hablando, es lo que por cierto sucede después de la
consagración, toda vez que no comemos pan o bebemos vino, sino el "Cuerpo
y la Sangre de Cristo" (recuérdase que una de las reglas de la
"suppositio" es: una proposición cuyo sujeto no suple es falsa, si es
afirmativa, extremo que aquí se verifica).
Nuestros niños y jóvenes son incapaces ahora de
expresarse sin el manoseado "voseo" (ni hablar del universalizado
apelativo "bolu...") y sin las formas de segunda persona de plural
acopladas en sus conjugaciones y declinaciones a la tercera del mismo número,
situación que, no obstante su uso constante y generalizado, no tiene por qué
eludir a la forma original y legítima, de manera especial en textos profundos
destinados básicamente a la alabanza, la instrucción y la meditación.
De seguir por este sendero terminaremos modificando
también el himno nacional a fin de adaptarlo a los usos comunes: "¡oigan,
mortales el grito sagrado!...¡oigan el ruido de rotas cadenas!" (¡por
Dios!).
De lo contrario, y avanzando como se hace cada vez
más en una suerte de extraño involucionismo progresistoide, en un futuro
próximo tendremos que incorporar el "che", el "chau" y toda
suerte de dislates que, útiles y singulares en la vida común, resultarían
extraños (cuando no viles) en el inconmensurable seno de una anáfora.
Los ingleses (aún en su cisma) contaron con la “King Version” de
la Sagrada Biblia que, amén de su oxígeno espiritual, los formó en una
destacada lengua literaria. Dígase lo mismo, en su medida, de la traducción
alemana ofrecida por Lutero.
En el ámbito de vigencia de la lengua española los
grandes autores de los siglos XVI y XVII fijaron los moldes sintácticos y semánticos
sobre los cuales se estructuró el habla culta y coloquial de enteras
generaciones.
No dudo que la lengua está siempre, por su misma
condición comunicadora, sujeta al cambio y a la adopción de sucesivas
modificaciones, pero esto así en el ámbito y según el estilo de su propia
significación idiomática (de aquí que se hable, precisamente, de “idioma” o
cosa propia).
Bienvenida toda mutación o integración que la
enriquezca. En mala hora todas aquellas que la perturben y denigren.
Va de suyo que no corresponde tampoco confundir la
decadencia del habla (como aspecto diacrónico de ella) con el verdadero
lenguaje popular, bien gauchesco, bien (incluso) lunfardo, que ha dado lugar a
destacadas versiones de tópicos escriturísticos como lo son, sin duda, vg. “Las
parábolas cimarronas” del P. Leonardo Castellani o los “Sonetos lunfardos” del
P. José Daniel Tomás (ojalá toda esta bella literatura genuinamente argentina
se difundiera). Mas, una cosa es un estilo literario para reflejo de modismos
locales y coloquiales y otra muy distinta la pretensión de que los moldes
litúrgicos que, por su misma significación soteriológica y sacramental deben en
gran medida permanecer fijos, sean cíclicamente sometidos a modificaciones
arbitrarias, fruto del capricho ocasional de “asesores” y “comisiones” de cuya
formación teológica y gramatical nadie nos garantiza nada (tengo para mí que la
Santa Sede no pueda avanzar más allá de los enunciados latinos que, en general,
no han sido discutidos nunca).
No creo que la autoridad de la Iglesia “argentina”
pueda alcanzar también a las debatibles cuestiones idiomáticas.
Con todo, a mí me parece que la función de un
lenguaje litúrgico no tiene por qué mimetizarse con los modos pasajeros de un
tiempo fugaz, máxime cuando los tales no son siquiera universalmente admitidos
en la comunidad parlante.
Por el contrario, la historia enseña que los pueblos
bárbaros se civilizaron al conjuro de las fuentes cultuales latinas y, después,
con sus diversas correspondencias romances. Así en la Europa Occidental. En el
mundo bizantino se instaló el predominante griego culto y cuando tales
liturgias alcanzaron a Moscú se fijó también un ruso mayestático.
En América, los frailes evangelizadores rescataron
para el futuro las más diversas lenguas indígenas y las fijaron en abecedarios
y lexicografías análogas a la preponderante castellana y (respetando los usos
latinos) unificaron las Américas en el gran principio comunicacional que
todavía las rige: la lengua española.
Es imprescindible defender la trascendencia y
sacralidad de la liturgia. Va en ello la misma vida de la Iglesia. Si nuestros
obispos argentinos no lo comprenden serán, algún día, conscientes o
inconscientemente instrumentos de la apostasía.
Ricardo Fraga