“Si yo no fuera católico y quisiera encontrar cuál fuese hoy, en el mundo, la Iglesia verdadera, iría en busca de la única iglesia que no estuviese de acuerdo con éste; en otras palabras: iría en busca de la iglesia odiada por el mundo. En efecto, si Cristo está hoy en alguna iglesia en el mundo, debe de ser odiado todavía en ella como lo era cuando vivía sobre la tierra. Según esto, si quieres hallar a Cristo hoy, encuentra a la iglesia que no esté de acuerdo con el mundo; busca a esa iglesia a la que acusan de no estar a la altura de los tiempos, igual que acusaban a Nuestro Señor de ser un ignorante y de no haber estudiado jamás; busca a esa iglesia a la que los hombres escarnecen por su inferioridad social, así como escarnecían a Nuestro Señor porque venía de Nazaret; busca a esa iglesia a la que acusan de tener demonio, como se acusaba a Nuestro Señor de estar poseído por Belcebú, príncipe de los demonios; busca a esa Iglesia a la que los fanáticos quieren destruir en nombre de Dios, del mismo modo que crucificaron a Cristo pensando que así servían a Dios; busca a esa iglesia que el mundo rechaza porque se proclama infalible, como Pilato rechazó a Cristo porque decía que era la Verdad; busca a esa iglesia que el mundo se niega a recibir, igual que los hombres se negaron a acoger a Nuestro Señor”.
Esto lo escribió Mons. Fulton Sheen en el lejano 1957. Pero ya hacía tiempo que topos y termitas (modernistas y luego neomodernistas) estaban manos a la obra para “abrir” a la Iglesia al mundo, para ponerla de acuerdo con el mundo, ilusionados con la perspectiva de hacerse aceptar y amar por éste; pero Jesús Nuestro Señor nos advirtió de que el mundo “no puede recibir” al Espíritu de Verdad, “porque no lo ve ni lo conoce” (Jn 4, 17): el mundo, que vive bajo el dominio del demonio, sólo conoce al espíritu de la mentira. En efecto, ¿qué es el mundo? El mundo “es la masa de los hombres que viven apartados de Dios”: “masa concebida en el pecado”, “instalada” deliberadamente en el mal y, por ende, extraña o incluso hostil al Salvador y a su mensaje (...). Para el mundo no existe nada fuera de lo sensible. Lo invisible le es tan ajeno como la luz al ciego de nacimiento. No tiene noción alguna de lo que jamás pudo ver; de ahí la incomprensión, el rencor, incluso la aversión contra los que ven...” (Jean Deries, S. J., Les Evanqiles, vol. III).
En cambio, los modernistas primero y los neomodernistas después dieron oídos a las acusaciones del mundo, que decía que no podía aceptar a la Iglesia única y verdadera, la de Cristo, porque no marchaba con los tiempos, y dieron en reformar, según el “espíritu de los tiempos”, hasta su doctrina, esa doctrina de la que Jesús dijo: “no es mía, sino de Aquel que me envió”. Así, pues, la doctrina de Cristo no pertenece al tiempo, sino a la eternidad, y, como tal, no sabe de edad ni de envejecimiento; las ideas del mundo pasan de moda, pero la Verdad subsiste por siempre y es luz para todas las generaciones, desde la primera generación cristiana hasta la última, aunque con una sola condición: que el hombre consienta en aceptarla; al obrar así se abre a Cristo y se cierra al mundo.
Publicado en la "Revista SÍ SÍ NO NO", Marzo de 2006.