letras y de la mitología, el símbolo del laberinto ha sido utilizado en
diversidad de ocasiones para designar aquella geografía o aquella
condición espiritual de la que ya no es posible salir. El laberinto
confunde, enreda, atrapa y enloquece. Sólo los héroes como Teseo
volvían ilesos de aquél, tras cumplir su cometido. Sólo los poetas
sabían que su salida segura estaba hacia lo Alto, quebrando
verticalmente la tortuosa horizontalidad de los recovecos infintos.
Vacía de toda heroicidad, y maldecida por un prosaísmo atroz que
la insta a volar como los pollos, Cristina Kirchner está atrapada en un
laberinto mortal. Quiere ser feminista, y es la fregona cansina de un
marido déspota. Quiere ser culta, y no cesa de pronunciar sandeces,
entremezcladas con el ridículo y últimamente con lo procaz. Quiere
enrolarse en la defensa de los excluidos, y es la primera devota del
culto a Mammón. Quiere posar de progresista, y el servilismo a la banca
mundial le signa cada uno de sus galliformes pasos. Quiere ser
recordada por su elocuencia, y un imitador verista deja al desnudo que
donde ella dice oratoria no hay sino histeria e ignorancia abisal.
Quiere ser la esposa de un militante épico, y se exhibe degradada con el
nombre del personaje frívolo de una historieta ramplona, que bien
podría llamarse -según aguda sugerencia de un amigo cordobés- Kirchner, el DeshoNéstor.
Quiere
presentarse dominante y segura, pero los hechos dejan
ver los hilos trágicos que mueven la marioneta a discreción. Quiere ser
la responsable de un país en serio, pero la traiciona su delirio,
expuesto en cada soflama gritona, en cada mueca rencorosa, en cada
exabrupto hostil. Quiere ser simpática o popular, y la sobrepasa la
acrimonia sumada a una vulgaridad asfixiante. Quiere ser didáctica y
académica, pero sus furcios delatan su pavorosa insolvencia intelectual y
lingüística. Y al fin, quiere ser joven y hermosa, pero apenas si es
decorativa, acaso como una naturaleza muerta pintada por mano
sulpiciana. Imposible ocultar por más tiempo que la sociedad entera da
por sentado que quien la conduce delira, envuelta en un torbellino de
soberbias, amenazas y venganzas sin fin.
Del mismo laberinto participan sus seguidores incondicionales,
ora procedan del hurto sindical, de las bandas terroristas o del
universo delictivo de los negocios turbios.
¿Qué otra cosa sino un alucinante laberinto habitan aquellos que
braman contra la oligarquía blanca y se enrolan tras el proyecto de dos
cazafortunas insaciables? ¿O aquellos otros que señalan las
corrupciones del orbe político entero, y sus referentes se llaman
Ricardo Jaime, Guillermo Moreno, Felisa Miceli, Aníbal Fernández o Julio
De Vido? ¿En qué otra sentina sino en la del laberinto oficial están
presas las Madres y Abuelas, que han negociado “la sangre derramada” por el
suculento plato de lentejas de las indemnizaciones y subsidios
kirchneristas? ¿O acaso la Revolución consistía -ahora lo sabemos- en
millones de dólares para el bolsillo del amo, apareamiento de maricas,
deshauciados juntando cartones en la calle, inseguridad a toda hora y en
todo sitio, y la náusea contracultural enseñoreándose sobre el país
entero? Laberinto de odio, de enconamiento y malquerencia: allí están
definitivamente atrapados. Se ha cumplido con creces la sentencia
soñada: Seremos como el Che.
Por cierto que lo son. Ateos, apátridas, amorales, asesinos y
angurrientos. Las cinco “a” para quienes se quejaron de la triple y
escalofriante vocal.
El finado Borges -imposible no mentarlo si de laberintos hablamos- supo
marcar a fuego la
catástrofe de los enterrados vivos en laberintos sin esperanza. “No habrá una puerta. Estás adentro… No
esperes que el rigor de tu camino, que tercamente se bifurca en otro,
tendrá fin… Es de hierro tu destino como tu juez… Nada esperes. Ni
siquiera en el negro crepúsculo, la fiera”.
Tal el destino ineluctable de Cristina y de su séquito de
hampones. Han construido su propia cárcel de codicia, de mugre, de
torpor, de vanidades. Ni el Minotauro les dará el consuelo de una
embestida final y fatal. Vagarán perdidos, despreciados y odiados por
los hombres genuinamente libres de esta tierra, que si no tienen pan
tienen honor. Un honor que no se subasta en la timba perdularia de
Balcarce 50.
Nosotros, que no tenemos poder
alguno -ni el de la usura, ni el de la fuerza, ni el de los mandos
políticos- tenemos algo más valioso que, a la postre, nos vuelve
victoriosos aún en la derrota. Nosotros somos espiritualmente libres y
no hemos traicionado la suprema coherencia. Le preguntamos al Señor de
la Historia cómo salir de la noche doliente. “Y respondió: «en su noche toda mañana estriba: de todo
laberinto se sale por arriba»”.