El 26 de mayo de 1862 San Juan Don Bosco había
prometido a sus jóvenes que les narraría algo muy agradable en los
últimos días del mes.
El 30 de mayo, pues, por la noche les
contó una parábola o semejanza según él quiso denominarla.
He aquí sus palabras:
Les quiero contar un sueño.
Es cierto que el que sueña no razona;
con todo, yo que les contaría a Vosotros hasta mis pecados si no temiera
que salieran huyendo asustados, o que se cayera la casa, les lo voy a
contar para su bien espiritual. Este sueño lo tuve hace algunos días:
Figúrense que están conmigo a la orilla
del mar, o mejor, sobre un escollo aislado, desde el cual no ven más
tierra que la que tienen debajo de los pies. En toda aquella superficie
líquida se ve una multitud incontable de naves dispuestas en orden de
batalla, cuyas proas terminan en un afilado espolón de hierro a modo
de lanza que hiere y traspasa todo aquello contra lo cual llega a
chocar.
Dichas naves están armadas de cañones,
cargadas de fusiles y de armas de diferentes clases; de material
incendiario y también de libros, y se dirigen contra otra embarcación
mucho más grande y más alta, intentando clavarle el espolón,
incendiarla o al menos hacerle el mayor daño posible.
A esta majestuosa nave, provista de
todo, hacen escolta numerosas navecillas que de ella reciben las
órdenes, realizando las oportunas maniobras para defenderse de la flota
enemiga. El viento le es adverso y la agitación del mar favorece a los
enemigos.
En medio de la inmensidad del mar se
levantan, sobre las olas, dos robustas columnas, muy altas, poco
distante la una de la otra. Sobre una de ellas campea la estatua de la
Virgen Inmaculada, a cuyos pies se ve un amplio cartel con esta
inscripción: Auxilium Christianorum.
Sobre la otra columna, que es mucho más
alta y más gruesa, hay una Hostia de tamaño proporcionado al pedestal y
debajo de ella otro cartel con estas palabras: Salus credentium.
El comandante supremo de la nave mayor,
que es el Romano Pontífice, al apreciar el furor de los enemigos y la
situación apurada en que se encuentran sus leales, piensa en convocar a
su alrededor a los pilotos de las naves subalternas para celebrar
consejo y decidir la conducta a seguir.
Todos los pilotos suben a la nave
capitaneada y se congregan alrededor del Papa. Celebran consejo; pero
al comprobar que el viento arrecia cada vez más y que la tempestad es
cada vez más violenta, son enviados a tomar nuevamente el mando de sus
naves respectivas.
Restablecida por un momento la calma, el
Papa reúne por segunda vez a los pilotos, mientras la nave capitana
continúa su curso; pero la borrasca se torna nuevamente espantosa.
El Pontífice empuña el timón y todos sus
esfuerzos van encaminados a dirigir la nave hacia el espacio
existente entre aquellas dos columnas, de cuya parte superior todo en
redondo penden numerosas áncoras y gruesas argollas unidas a robustas
cadenas.
Las naves enemigas dispónense todas a
asaltarla, haciendo lo posible por detener su marcha y por hundirla.
Unas con los escritos, otras con los libros, con materiales
incendiarios de los que cuentan gran abundancia, materiales que
intentan arrojar a bordo; otras con los cañones, con los fusiles, con
los espolones: el combate se torna cada vez más encarnizado. Las proas
enemigas chocan contra ella violentamente, pero sus esfuerzos y su
ímpetu resultan inútiles. En vano reanudan el ataque y gastan energías y
municiones: la gigantesca nave prosigue segura y serena su camino.
A veces sucede que por efecto de las
acometidas de que se le hace objeto, muestra en sus flancos una larga y
profunda hendidura; pero apenas producido el daño, sopla un viento
suave de las dos columnas y las vías de agua se cierran y las brechas
desaparecen.
Disparan entretanto los cañones de los
asaltantes, y al hacerlo revientan, se rompen los fusiles, lo mismo que
las demás armas y espolones. Muchas naves se abren y se hunden en el
mar.
Entonces, los enemigos, encendidos de furor comienzan a
luchar
empleando el arma corta, las manos, los puños, las injurias, las
blasfemias, maldiciones, y así continúa el combate.
Cuando he aquí que el Papa cae herido
gravemente. Inmediatamente los que le acompañan acuden a ayudarle y le
levantan. El Pontífice es herido una segunda vez, cae nuevamente y
muere. Un grito de victoria y de alegría resuena entre los enemigos;
sobre las cubiertas de sus naves reina un júbilo indecible.
Pero
apenas muerto el Pontífice, otro ocupa el puesto vacante. Los pilotos
reunidos lo han elegido inmediatamente; de suerte que la noticia de la
muerte del Papa llega con la de la elección de su sucesor. Los enemigos
comienzan a desanimarse.
El nuevo Pontífice, venciendo y
superando todos los obstáculos, guía la nave hacia las dos columnas, y
al llegar al espacio comprendido entre ambas, la amarra con una cadena
que pende de la proa a un áncora de la columna que ostenta la Hostia; y
con otra cadena que pende de la popa la sujeta de la parte opuesta a
otra áncora colgada de la columna que sirve de pedestal a la Virgen
Inmaculada. Entonces se produce una gran confusión.
Todas las naves que hasta aquel momento
habían luchado contra la embarcación capitaneada por el Papa, se dan a
la huida, se dispersan, chocan entre sí y se destruyen mutuamente.
Unas al hundirse procuran hundir a las demás. Otras navecillas que han
combatido valerosamente a las órdenes del Papa, son las primeras en
llegar a las columnas donde quedan amarradas.
Otras naves, que
por miedo al combate se
habían retirado y que se encuentran muy distantes, continúan
observando prudentemente los acontecimientos, hasta que, al desaparecer
en los abismos del mar los restos de las naves destruidas, bogan
aceleradamente hacia las dos columnas, llegando a las cuales se
aseguran a los garfios pendientes de las mismas y allí permanecen
tranquilas y seguras, en compañía de la nave capitana ocupada por el
Papa. En el mar reina una calma absoluta.
Al llegar a este punto del relato, San Juan Don Bosco
preguntó a Beato Miguel Don Rúa:
- ¿Qué piensas de esta narración?
Beato Miguel Don Rúa contestó:
- Me parece que la nave del Papa es la
Iglesia de la que es Cabeza: las otras naves representan a los hombres y
el mar al mundo. Los que defienden a la embarcación del Pontífice son
los leales a la Santa Sede; los otros, sus enemigos, que con toda
suerte de armas intentan aniquilarla. Las dos columnas salvadoras me
parece que son la devoción a María Santísima y al Santísimo Sacramento
de la Eucaristía.
Beato Miguel Don Rúa no hizo
referencia al Papa caído y muerto y San Juan Don Bosco nada dijo
tampoco sobre este particular. Solamente añadió:
- Has dicho bien.
Solamente habría que
corregir una expresión. Las naves de los enemigos son las
persecuciones. Se preparan días difíciles para la Iglesia. Lo que
hasta ahora ha sucedido es casi nada en comparación a lo que tiene que
suceder. Los enemigos de la Iglesia están representados por las naves
que intentan hundir la nave principal y aniquilarla si pudiesen.
¡Sólo quedan dos medios para salvarse
en medio de tanto desconcierto! Devoción a María. Frecuencia de
Sacramentos: Comunión frecuente, empleando todos los recursos para
practicarlos nosotros y para hacerlos practicar a los demás siempre y
en todo momento. ¡Buenas noches!.
Las conjeturas que hicieron los jóvenes
sobre este sueño fueron muchísimas, especialmente en lo referente al
Papa; pero San Juan Don Bosco no añadió ninguna otra explicación.
Cuarenta y ocho años después -en 1907-
el antiguo alumno, canónigo Don Juan Ma. Bourlot, recordaba
perfectamente las palabras de San Juan Don Bosco.
Hemos de
concluir diciendo que César
Chiala y sus compañeros, consideraron este sueño como una verdadera
visión o profecía, aunque San Juan Don Bosco al narrarlo parece que
no se propuso otra cosa que, inducir a los jóvenes a rezar por la
Iglesia y por el Sumo Pontífice inculcándoles al mismo tiempo la
devoción al Santísimo Sacramento y a María Santísima.
¡Gracias Félix!