nos toman por principistas
políticos, dándole a la afirmación un tono acusatorio que no debería
tener, suelen aducir que si aceptáramos, siquiera a regañadientes las
reglas del sistema, podríamos arribar hasta los escaños mismos del
parlamento y hacer pesar nuestra voz.
Aún sin llegar a tales
extremos sacrificiales, hay amigos de la más santa condición que, de
vez en vez, nos instan a ejercicios mortificatorios menores, como
impugnar con nuestra presencia alguna medida particularmente aborrecible
de las tantas que democráticamente deponen ciertos cuerpos colegiados
en sesiones abiertas a la polémica pública.
Los que así arguyen no
suelen ser enteramente crédulos del sistema, pero están convencidos de
resultar pragmáticos. Son en el fondo personajes candorosos que
apuestan a cierta forma de injerencia en la colegialidad, como si ésta
se rigiera por alguna norma que no fuera la inicua ley del número
amañado, de la cifra camandulera, del porcentaje tramposo, del guarismo
fraudulento. Ni hablemos de los beatos de la democracia, ante cuyos
ojos bovinos todo altar puede ser profanado, menos aquel en el que se
recuentan los sufragios.
A la vista de lo que está ocurriendo ahora en el
Congreso, no parece necesario tener las dotes envidiables de Lucas
Padilla, de quien dijera Jorge Vocos: “Tú
que las tienes, traes las razones: «Dijo Platón, Santo Tomás decía…»”.
Porque, en efecto, aquí ya no se precisa argüir con los clásicos sobre
la ingente ruindad de un régimen sostenido en la rebelión de la
cantidad sobre la calidad, como no se precisa tampoco filosofar en
exceso sobre la aporía malsana de un modelo institucional edificado
sobre lo más voluble y contingente que existe: la mitad más uno.
Aquí basta con algo
más empírico y más pedestre, aunque con los riesgos que supone toda
actividad en un laboratorio, cuando se escapan los tóxicos y se mezclan
las sustancias emponzoñadas. Aquí nos basta, decimos, con estar al
tanto de las jugarretas apátridas entre el oficialismo y la oposición,
presenciando esa partida tosca de tahúres que protagonizan radicales y
peronistas, con sus distintas subespecies zoológicas y taxonomías
simiescas. “¡Quítate tú que me pongo
yo porque soy más guapo, y la gran farsa de echar los votos”, decía
el cura Castellani. Esto es por naturaleza, no sólo per accidens
argentino, la corrupción del parlamentarismo. Su desquicio inherente,
su prostitución connatural, su insalvable villanía de no tener otra
pauta suprema que la de los porcentajes.
Ahora resulta que
amenazan a los legisladores que se ausenten de las augustas sesiones con
descontarles las dietas. ¡Como si alguno de estos timadores
profesionales viviera de su salario legiferante! Y hasta pretenden
asustarlos con la promesa pueril de conducirlos al magno recinto con la
fuerza pública. ¡Oh, el trascendente pleito jurisdiccional que se abre
entre la Federal y la Metropolitana! ¿Quíen encadenará a los titanes al
yugo congresil? Mientras la parodia se desenvuelve, ausentes y
presentes rotativos se ríen a carcajadas, escondidos tras los
cortinados, tramando la próxima felonía, la siguiente trufa, la
zancadilla mafiosa, el acuerdo emporcado. Sólo la patria llora.
¿Se necesita algo más
concreto y mas hediondo para aceptar de una vez por todas que el
Nacionalismo tiene empedernidas y fundadas razones cuando abjura de la
democracia y del parlamentarismo? ¿Se necesita presenciar todavía
alguna canallada más de los Rossi, los Pichetto, los Kunkel, los Cobos,
los Carrió, los Menem, o los cien nombres distintos de la misma traición
a Dios y a la Argentina?.
Parece que fue el liberalote Stuart Mill el que
decía que en los procesos sociales controvertidos se suceden tres fases:
el rídiculo, el debate y la aceptación.
El ridículo trágico de
estos pigmeos disputando un botín ante las ruinas de la patria, es
rutina de cada día. El debate participa de ese mismo ridículo y lo
alimenta, por orfandad de cacumen y exceso de prostititución mental.
La aceptación es la
larvada complicidad de todos los participantes de la sombría farsa, pues
al instante siguiente que dejen de aceptar el Régimen tendrán que hacer
lo que nunca han hecho en sus vidas: trabajar decentemente.
Queda una cuarta fase
que no previó el londinense. La reacción indignada y vigorosa de
quienes no están dispuestos a presenciar inertes el remate de la Nación
en el garito de un Congreso rufianesco y prostibulario, con perdón del
pleonasmo.
Están todos
invitados a participar activamente de esta cuarta
fase.
Antonio Caponnetto
Nota de Argentinidad: Se
trata del Editorial del N°: 86 de Cabildo.