El Marx del que nadie habla

Enviado por Esteban Falcionelli en Sáb, 01/05/2010 - 8:43pm
DERROCHON Y MAL PAGADOR
 
Por Fernando Díaz Villanueva



Aclaraciónes al final del mismo.

El padre del socialismo, el
hombre que dedicó su vida a liberar a la
clase trabajadora de sus cadenas, el abnegado filósofo y economista,
autor del ensayo que más ha influido en la historia de la humanidad, nunca

tuvo un empleo. Nunca.

Karl Marx, rebautizado
Carlos en España por no se sabe bien qué razones, se pasó la
vida pidiendo dinero prestado para no devolverlo jamás. Fue el
arquetipo elevado al cubo de lo que él denunciaba: un vago, un
caradura, un ser irascible, egoísta y desalmado que vivió,
literalmente, a costa de los que le rodearon durante sus 64 años de
vida.

Tras el célebre retrato que John Mayall
le hizo en Londres allá por 1875, algo se atisba: muestra un hombre
con barba muy poblada pero anárquica, medio negra medio cana, que sube
por los lados de la cara, tapando las orejas, hasta llegar al pelo,
con el que se funde en un amasijo greñoso y descuidado. Aunque lleva
una levita limpia bajo la que esconde la mano, el retratado no parece
un sabio, sino un mendigo al que algún alma caritativa, por alguna
razón difícil de explicar, ha decidido inmortalizar.

Y
no, la suya no fue una pose contestataria precursora del
perroflautismo contemporáneo: eso de ir hecho un guarro para hacer
méritos revolucionarios no se puso de moda hasta 1968; Marx era tal
cual: tenía auténtica fobia al aseo personal. Tanta, que terminaron
por salirle purulentos forúnculos por todo el cuerpo: en la cara, en
la espalda, en el trasero y hasta en el pene. Se quejaba amargamente
de ello en sus cartas, y esperaba –escribió por las mismas fechas en
que andaba componiendo la primera parte de El Capital... con el
trasero hecho cisco– que la burguesía, mientras existiera, tuviera
"motivos" para recordar sus forúnculos.

Su
escaso apego por el aseo se juntaba con su desmesurada afición a la
bebida, el tabaco y la vida nocturna. Pasaba las noches en
vela discutiendo con unos y con otros para luego, ya de amanecida,
recostarse sobre un sofá y dormitar todo el día. Luego, si estaba de
buenas se metía en la biblioteca, donde consultaba libros y periódicos
para ir apuntalando las tesis... que ya traía fabricadas de casa. Con
un estilo de vida semejante, lo último que podía hacer era ganarse el
pan honradamente.

La pregunta que asalta al curioso es
cómo él, un simple filósofo alemán exiliado en Londres sin más
patrimonio que su pluma y con una familia que mantener, pudo vivir así
tantos años. Simple: pidiendo prestado y procurando, a la vez, no
atender los vencimientos de pago. Gracias al inmenso archivo epistolar
que se conserva, y que ha sido estudiado en infinidad de ocasiones, se

calcula que Marx disfrutó de una renta media de unas 200 libras
anuales, es decir, tres o cuatro veces lo que ganaban los obreros
ingleses, a la sazón los mejor pagados del mundo. Traducido a las
circunstancias de nuestro tiempo y lugar, estaríamos hablando de 80 ó
90.000 euros brutos al año. Y todo por no hacer casi nada. Jamás hubo
de enfrentarse al mercado y satisfacer las necesidades de otros
mediante el trabajo, que es lo que exige el sistema capitalista.
¿Explotación?

Nada: esa es una vaina que aireó Marx tras birlar la idea a
Jean-Pierre Proudhon y a Johann Rodbertus. Este último le acusó de
plagio, y Engels hubo de acudir en socorro de su amo. Con éxito: de
Marx se sabe mucho y del infeliz de Rodbertus, nada.

Su
primera fuente de ingresos fue su propia familia, que vivía
holgadamente en la ciudad alemana de Tréveris. El padre, Herschel, un
competente abogado judío,
se había convertido al protestantismo para prosperar en la vida e
integrarse en la sociedad prusiana. La madre, Henrietta Pressburg, era
holandesa, hija de un
rabino
y buena paridora de 8 vástagos, a los que no
les faltó de nada. Por esa razón el joven Karl pudo estudiar en la
universidad y convertirse luego en el perfecto ejemplar de
revolucionario de salón. Nunca visitó una fábrica, un taller, ni
siquiera una imprenta. En una ocasión su amigo Engels, magnate del
textil con intereses mercantiles en Inglaterra, le invitó a visitar un
telar de algodón, pero él, hecho a las comodidades de la ciudad y a
pasar la tarde en la taberna, declinó la invitación. Parece mentira,
pero es así: el emancipador del proletariado muy pocas veces vio a un
proletario con sus propios ojos.

Durante años,
hasta bien entrado en la edad adulta, vivió de sus padres. Recibía un
estipendio periódico, que reclamaba ofuscado por carta si no le
llegaba a tiempo. Al morir su padre, en 1838, tomó su parte de
la herencia –la respetable cantidad de 6.000 francos de oro– y se la
gastó íntegra. Lo mismo haría al fallecer Henrietta, aunque ahí tuvo
que conformarse con menos, ya que había ido pidiendo anticipos a la
parentela holandesa.

Finiquitada la ubre
paterna, y ya de romería política por Europa, se especializó en
desvalijar a los amigos y a los militantes con que iba topando por los
clubes de exiliados alemanes, de donde procuraba no salir sino lo
imprescindible, no fuese a ser que tuviera que aprender un nuevo idioma o
integrarse en un país distinto al suyo. Por lo general, lo que pedía
no lo devolvía. Buscaba las excusas más insospechadas para
escaquearse; algunas de ellas ciertas, como el argumento de la
numerosa prole que trajo al mundo junto a su esposa, Jenny von
Westphalen.

Económicamente hablando, Jenny
tampoco era manca. Hija de un barón prusiano -de ahí el von del
apellido-, recibió una generosa dote al casarse y, luego, continuos
préstamos de su familia. Pero los Westphalen se iban muriendo, y la
fuente, consecuentemente, secándose...

Cuando en
casa no había ni para comer ni forma de recurrir a los prestamistas
de confianza, los Marx recurrían al mercado crediticio ordinario, es
decir, al usurero de la esquina, que siempre han existido porque
siempre ha habido manirrotos como el autor de El Capital. Pero
incluso los auténticos profesionales del riesgo evitaban al
matrimonio en los peores momentos de éste. En 1850, el casero les puso
en la calle con cuatro niños y todos los muebles, que tuvieron que
empeñar para liquidar las cuentas de la carnicería y la panadería.
Entonces se acogieron a la beneficencia. Su pequeño hijo Guido
murió aquel invierno de frío siendo un bebé.

A
pesar de los contratiempos, Marx no tenía intención de
cambiar. "Lleva una vida de intelectual bohemio –se lee en un informe
redactado por aquellos días por la policía prusiana, que le seguía los
pasos–. Pocas veces se lava, se acicala o se cambia de ropa, y a
menudo está borracho. No tiene una hora estipulada para irse a la cama
o levantarse por la mañana. A menudo se pasa la noche en vela y al
mediodía se tumba en el sofá con la ropa puesta, donde duerme hasta la
tarde. Cuando entras en la habitación de Marx, el humo y las
emanaciones del tabaco hacen llorar los ojos... Todo está sucio y
cubierto de polvo, y sentarse se convierte en una tarea peligrosa".
Una joya de hombre.

A Marx le salvó su
amistad con el ricacho Engels, al que sangró a modo. Durante cuarenta
años, el multimillonario del textil estuvo dando dinero a Marx, al
principio como apoyo para que se dedicase a escribir libros y luego, a
partir de 1869, ya de modo formal: le hizo beneficiario de una
asignación vitalicia.

Teniendo en
cuenta que, por aquellas mismas fechas, Engels se había retirado del
negocio, asegurándose antes una buena pensión de jubilación, su amigo
Marx se convirtió en el rentista de un rentista. Las dos
mentes más preclaras del socialismo, los padres de El Capital, fueron
unos rematados rentistas, figura que sólo fue posible en el siglo XIX
gracias a la extraordinaria prosperidad que había forjado el
capitalismo. Una paradoja y una verdad ligeramente incómoda... que no
todos están dispuestos a reconocer.

*Algunos
datos más: Marx fue
bautizado a los 6 años y se casó por iglesia (Hablamos de luteranismo). Tuvo un hijo con una criada, vástago
al que nunca reconoció, abandonando luego a ambos a su suerte. Criada
que había sido anteriormente del barón Johann Ludwig von Westphalen, el
padre de Jenny. Así que no se eligieron una criada cualquiera... El
hijo de Lenchen, como la llamaban, fue luego legitimado por Engels como
si fuese suyo, pero era un secreto a voces que Frederick Lewis Demuth
era hijo de Marx.

Nota de Argentinidad: Este artículo lo
tomé de La Santa Alianza: Leer mas pulsando ACA; que a su vez, Fray
Trabucaire
-de La Santa Alianza- lo tomó del Foro Santo Tomás Moro. Leer
más pulsando ACA. O sea que lo tomé de los dos amigos sin pedirles
permiso, pero creo -y espero- que no les va a molestar. Aclaro, también,
que mi padre Alberto Falcionelli (+) tuvo que leer en su momento "El
Capital"
, para poder hacer todo lo que hizo durante casi toda su vida:
Sovietología -como Historiador que era-; y que cuando pudo terminarlo,
me dijo que le causó muchas náuseas y algunos vómitos....Con el correr
de los años lo entendí perfectamente...Por ùtimo: ¡Un aplauzo para el
autor!
.

Otrosì: El mismo se puede descargar e imprimir, o se puede
enviar por mail a quien lo deseen, tal como figura al final, a la
izquierda. Del monitor, se entiende...