Algunas vueltas sobre el concepto de nobleza

Enviado por Dardo J Calderon en Mar, 06/10/2015 - 11:14am

Dos cosas me llevan a dar estas vueltas sobre el concepto de nobleza. La primera es la insistencia que hace el Padre Calmel sobre la necesidad de hacernos “santos y nobles”, de hacer cosas “santas y nobles” y de ser “santos y nobles”, uniendo en todos los casos estas dos cosas que en un primer momento no aparecen como necesariamente unidas. Son tiempos en que ha dejado de ser evidente que para ser santo hay que ser noble y nos encontramos con que hoy hay tanto santurrón plebeyo que parece cumplir todos los requisitos para los altares; ¿de donde este hombre de Dios cree necesario insistir en esta cualidad? Y por otra parte, se hace necesario ver esa cualidad ya desprovista de la enorme tilinguería de la que se ha rodeado la “nobleza” que resultó ser una clase social que se jacta de cierta cultura y cierta comodidad de vida - lo que se suele llamar la “gente bien”, o gente “como uno”, y que puede demostrar una menor o mayor antigüedad familiar en ese estado de cosas, viniendo a ser una de las más plebeyas forma de corrupción de la nobleza

Para arriesgar una definición, podríamos decir que algo es noble por su “capacidad de regir y de ser regido en el bien”, y no caprichosamente hemos elegido la palabra en momentos en que desde los púlpitos del plebeyismo democrático se insta a terminar con toda alusión a lo noble. Trataremos de desarrollar la definición.
Partamos desde lo más básico que son los materiales. Una Iglesia sólo puede consagrarse si está construida con materiales nobles. ¿Qué quiere decir esto? Un material de construcción es noble cuando él nos exige un especial esfuerzo para moldearlo; cuando implica el dominio de una técnica esforzada y depurada, una gran disciplina, y de esta manera “nos rige”, nos obliga a realizar un esfuerzo de conocimiento y de práctica; pero también es noble porque se deja regir por el hombre que adquiere esa disciplina y le permite darle una forma adecuada a su fin, podríamos decir perfecta; y es capaz de ello por sus propiedades intrínsecas, en primer lugar por su plasticidad para tomar la forma requerida, pero en segundo lugar y más importante, por la propiedad de conservar esa forma por tiempos prolongados. Es decir que hay un doble sentido; por un lado impone una conducta a quien lo trata, y por el otro, responde con una conducta apropiada al esfuerzo exigido. Si uno quiere construir un Templo que dé testimonio material y simbolice las verdades que se quieren expresar con él, pues elige un material noble como la piedra, y no cualquier piedra. Es dura y exigente para con el albañil que la enfrenta, lo obliga a enormes esfuerzos para adquirir el arte, pero le asegura que su obra será perdurable y lucirá sólida y bella durante siglos. Deberá ser una “piedra noble”, ya sea un mármol o un granito, porque si es una piedra blanda o quebradiza, el trabajo es desaprovechado y se corromperá; de igual manera si es demasiado dura, no se podrá conformar. El mismo Miguel Ángel entendía que ciertos bloques de mármol lo buscaban a él, más que lo que él los buscaba a ellos, su nobleza buscaba la “forma” y se predisponía para perpetuarla. Una madera: el buen carpintero exige una buena madera que exprese su esfuerzo en la debida forma, ya que la mala es para los malos carpinteros. Aunque la forma fuera la misma y de igual belleza, la mala madera se descompondrá rápidamente y no vale el esfuerzo. Se deja para formas rápidas de consumo descartable. Los buenos carpinteros no la quieren, se deja para los chastrines y para las chastrinadas.
O pongamos por ejemplo un animal. Se dice del caballo que es el “noble bruto”, ¿por qué? Porque para ser bien cabalgado exige del jinete grandes condiciones, es decir, que el corcel rige de esta manera al jinete. Le pide cierto coraje, cierta prestancia, cierta elegancia y por sobre todo, le pide un mando claro, firme y dulce a la vez; y ante esto, es capaz de responder de una manera total, hasta dar la vida. Es noble porque exige y es noble porque da; pero es más noble porque siempre da más de lo exige. Y esto le pasaba al mármol o al granito, que daban al artista por siglos lo que recibieron en años.
Ahora bien, el hombre, para ser noble debe regir. Debe ser capaz de regir sobre algo, de dar a ese algo una forma de ser, capaz de imponerse con todo poder a algo y transmitirle la forma deseada. La “nobleza” era la clase que dirigía una sociedad, dándole la forma debida. Pero claro, esa forma y esa materia, que eran los hombres regidos, por ser hijos de Dios y buscar el fin que Dios les proponía, regían sobre la nobleza como rige el mármol o el granito, como rige el caballo. Exigían de la nobleza un esfuerzo, un conocimiento y una disciplina especial. Tanto el regidor como el regido eran juzgados en su nobleza por la bondad de la forma dada y la adquirida, y por la duración de esta forma en el tiempo. Es decir por la capacidad de dar forma y por la capacidad de adquirir y conservar esta forma.
¿En qué reside la “nobleza” del hombre considerado individualmente o en soledad? Por la capacidad de regir sobre sí mismo, sobre sus pasiones y sobre su cuerpo. Y su cuerpo y su psiquis adquieren nobleza en este esfuerzo, y son más o menos nobles según la capacidad de retener sin mayores esfuerzos las formas plasmadas. Un cuerpo que vuelve a las pasiones a cada minuto, sin dudas es un material innoble, como una madera que se corrompe y no guarda el grabado del ebanista. Adelantándonos, podemos afirmar que el pecado original quitó la nobleza del cuerpo, que hasta ese momento requería formas egregias y las plasmaba de forma duradera. Y que la redención devolvió esta nobleza mediante el bautismo y la gracia. Un niño bautizado exige como materia noble un regimiento de su vida y tiende a conservarlo toda la vida. Vale la pena del esfuerzo.
Antes de que entremos a considerar la obviedad de que este regimiento es para el “bien”; detengámonos un minuto en la condición sine qua non de que para ser noble, hay que REGIR, es decir hay que mandar. Sin duda hay más nobleza en un dictador que en un demagogo, por más tiránico que el primero sea, y esto es una evidencia que de alguna manera nos sorprende porque deja a Stalin mejor parado que a Obama, a Julio II que a Francisco. Dios hizo la creación para ser regida por nosotros, el regir es nuestra tarea obligatoria y es lo que nos vuelve el ser más noble de la creación, siendo este mandato de regir vigente hasta el final de los tiempos. Aunque parezca evidente, si somos padres, o patrones, o gobernantes, lo somos para regir sobre los nuestros; para mandarlos y moldearlos, si es posible con dulzura e inteligencia si el material es noble, o con dureza y perseverancia cuando no lo es tanto; y es por ello que lo primordial es recurrir a la gracia de Dios y ahuyentar el pecado de sus almas, para que ese regimiento conforme y se haga duradero.
Pero resulta que esto tan evidente es lo que el liberalismo niega. Esta forma ultra plebeya de ser y de pensar, piensa que el hombre no debe regir ni ser regido, o por lo menos, lo menos posible. Como su mayor enemigo es la nobleza, no sólo debe impedir que haya hombres que rijan, sino que por sobre todo, no haya hombres que acepten ser regidos. Es decir, que no se exija a nadie nada y que la “materia” sea rebelde y reticente a guardar la forma requerida, y que si fuera obligada, por lo menos esa forma no sea persistente; se corrompa a gran velocidad, no tenga apertura ni docilidad a la forma.
El liberalismo ha hecho que los padres no quieran regir sobre sus familias, que se conviertan en demagogos que terminan rezongando de un material innoble al que no se puede conformar o se puede conformar por unos minutos a base de conceder caprichos. Lo mismo el patrón y el gobernante. El plebeyismo liberal cree en la seducción, en el engaño, en el mimo. Es como el Rey del Principito que sólo manda lo que quiere ser obedecido, y no sólo corrompe la regencia, sino que especialmente corrompe la materia sobre la que se ejerce la regencia. No impone la “forma”, esta desaparece para que el capricho mande y sea el rector de la conducta de ambos polos del compromiso, convirtiendo los pueblos en masas informes y a los hombres en hojas llevadas por los vientos de sus pasiones. El padre de hoy tiene que esperar que su hijo elija su vocación, su compañero, su forma de vida, su ideología, su creencia, y luego ver qué se hace con todo esto; o en el mejor de los casos, llevarlo sutilmente y con astucia, a base de sus más bajas tendencias hacia donde cree que conviene; sabido por supuesto, que esto no puede durar mucho.
Nietzsche entendía que la nobleza era una virtud del que manda, del superhombre mandado a conformar a los demás e imponerse a una materia innoble. Pero esto no puede ser así, la materia - como vimos - conforma a su medida al artista. La nobleza también es virtud del mandado, que tiene una “apertura” para la forma, que promete una permanencia de esta forma, y la nobleza del que manda está regida por la materia que ordena. La casta sacerdotal rige las partes más nobles del alma humana, y necesita que las menos nobles sean regidas por otra casta, bajo pena de rebajarse. Un Papa no rige sobre los homosexuales, esto corresponde a la justicia penal, sino, todo se hace bajo y plebeyo. Un Papa se dirige a la Iglesia, a todos quienes son Iglesia, el resto, debe ser sometido por el poder temporal en la medida que no demuestran ser materia noble para la evangelización. Un padre de familia no se desgasta con nimiedades, está para lo más grande, para lo otro está la madre. Uno no va a Cristo con una cuita de miedo por el yantar, para eso está la Virgen, Cristo está para pedirle fuerzas para el martirio.
Ya que tocamos el tema de la mujer y antes que nos griten, pues esta debe ser noble, y para ella la nobleza consiste en provocar un amor bueno, un amor verdadero. No encender las malas pasiones del hombre que duran poco y son deformes. La mujer noble conforma al marido en el buen amor, en el sexo dulce y adecuado, lo rige para sacarlo de su brutalidad, lo engrandece o lo emputece. “Puto es el hombre que de putas fía, y puto el que sus gustos apetece” decía Quevedo.
Las formas de “bien” que sirven de modelo al regimiento, son formas que no designa el capricho o el interés propio. Esto es la tiranía. Son formas que para ser transmitidas deben primero haber sido receptadas por el regidor. Este debe haber sido primero “materia regida”, y su aptitud para el regimiento se mide por la mayor apertura a receptar esas formas y conservarlas.
Como en todo, Cristo es modelo de nobleza. Él se modela a la voluntad del Padre y por ello se convierte en Rey, y es Rey para “regir”, no para sugerir. Ahora, cuando le pedimos que rija en todo y en todos, nos olvidamos de su nobleza. Debemos ser materia noble, apta en la apertura a sus formas y dispuestas a perseverar en ellas. Cristo es un buen carpintero que no hace chapucerías y por ello no elige mala materia, hace obras eternas y exige que estemos a la altura de ellas.
Apertura para las formas y capacidad de conservarlas. Esta es la condición noble. Capacidad de ser regido y de regir. Todos podemos ser nobles y no es la pertenencia a una clase la que nos da la virtud, aunque sí forma parte de ella esa capacidad de conservación de los valores por generaciones, fundamentalmente porque esta conservación de valores habla de antepasados que han sabido conformar y de descendientes que han sabido receptar.
Hay una cierta nobleza a la inglesa, o liberal, que se basa en el “buen gusto”; nuestras “aristocracias” liberales, las “viejas familias”, formadas en la falta de regimiento y en el convencimiento por la sensualidad, que junto con la revista Hola, son la más bastarda de las corrupciones. Hay gentes que sin saber que son liberales, se han hecho incapaces de mandar en lo más mínimo, salvo en el “buen gusto”, y entienden que este buen gusto salvará las generaciones venideras del desastre, como si lo que primara es un elán que se otorga, una especie de “personalidad” que no hace necesario el mando, la orden concreta y urgente.
La nobleza es esa disposición de mando, esa responsabilidad de hacerse cargo de los resultados comprometiendo nuestra acción. Cristo no nos sugiere los mandamientos, los ordena, y nos promete el castigo por la desobediencia. Nos ordena que nos conformemos a su vida contrariando a todas luces nuestros deseos, y aunque pensemos que nos deja libres de hacer lo que queramos, no es así. Adentrarnos en el misterio de gracia y libertad o gracia y naturaleza es demasiado para nosotros y para esta reflexión, pero algo atisbamos en este concepto de nobleza. Cristo rige sin duda alguna, manda y ordena, dirige nuestros pasos con un enorme compromiso en la medida que nos hacemos materia noble. Cuando esto hemos hecho, mediante su gracia, nos dice, “nos ordena”, hasta con quien nos debemos casar, o si debemos tomar estado religioso, y ese regimiento es como el del buen jinete con el noble caballo, parece que es el caballo el que quiere saltar, pero está ejecutando la orden imperiosa del jinete con tal virtud en la obediencia que no parece mandada. Esta es la nobleza del santo que hace lo que Dios le ordena conformándose a su voluntad. Cristo no es un demagogo ni un tirano, pero sí es un Rey, y rige sobre aquellos que viven en la gracia, gracia que es conformación a Su vida.
Asistimos a una época de un Papa especialmente plebeyo, lo que no quiere decir que desde el concilio todos lo son. Lo son porque no quieren regir, porque no quieren conformar al mundo a la voluntad de Cristo, sino que encantados por una libertad innoble, quieren conformar la Iglesia al mundo, como si este tuviera una forma que no fuera la instantánea forma del capricho, del bajo interés. Y es por esto que toman una concepción evolutiva y progresista, que no significan otra cosa que aceptar que la innoble materia del hombre es inapta para ser conformada de manera perdurable en nada.
Queda hoy por hoy una sola nobleza posible en el hombre. La nobleza de la religión verdadera. En todas partes se ha instalado un poder sin regimiento, un poder que se ejerce respaldado en el capricho de las masas, en la explotación de sus bajas tendencias, que ha bastardeado y hecho plebeya a la humanidad (cantamos los argentinos, y con nosotros casi todos los países, un himno nacional dedicado a la innobleza), siendo que el único reducto de nobleza, la única tendencia de persistencia en una forma, el único pensamiento que exige una actitud de nobleza, es la tradición católica. Ya ni siquiera las familias guardan su condición noble, donde los padres no mandan y los hijos se creen en la obligación de ejercer libremente sus elecciones esenciales.
Sin lugar a dudas la ecología se ha convertido en el ejemplo de una actitud plebeya, el hombre debe acomodarse a las sugerencias que augura un resultado incómodo, entendiendo la naturaleza como una condición humana exenta de una voluntad rectora. Un dios impersonal que establece una especie de elán, y no órdenes concretas.
Una última reflexión nos merece la desobediencia. Sin lugar a dudas, el elemento de materia noble se resiste al chapucero. Pero la piedra, el mármol, el bronce; conservan la nobleza de su materia aún frente al mal artista, su testimonio persiste a pesar de la fealdad de la forma en su mantenimiento como materia bruta, pasible de perfección. El hombre noble se resiste a la forma que quiere darle la tiranía o la deformación de la demagogia, pero se mantiene como materia pasible de legítima autoridad, sigue siendo mármol y piedra. Cuando la autoridad se pierde, cuando no se puede ser vasallo porque no hay buen señor, el hombre noble no se adueña del comando que no le corresponde, se mantiene como materia dispuesta. Sin lugar a dudas siempre está Cristo para conformarnos, pero la Iglesia está necesariamente dirigida por la autoridad designada y a esta compete el regir. La mala regencia y aún la ausencia no deben hacer de nosotros seres autónomos y solitarios. Los malos albañiles no harán bellos templos, pero si son piedras y mármoles las que las componen, el tiempo de conservación frente a las inclemencias, harán reaparecer una belleza en la fidelidad; como en esas viejas ruinas donde una columna se mantiene erguida dándonos un ejemplo de nobleza que nos deja atónitos de emoción y nos permite rearmar en nuestra cabeza la belleza de aquel todo al que los malos hombres y los malos tiempos han llevado a la ruina.
Sin lugar a dudas la nobleza forma parte de la virtud de fortaleza, virtud que el Aquinate hace consistir más primordialmente en la capacidad de resistir que en la de acometer. El hombre noble resiste la mala autoridad en la incorrupción de su materia dispuesta a conformarse al bien, aún a riesgo del “mal gusto” de formar parte de una chapucería, porque la chapucería se salvará de la burla en la resistencia de algunos materiales a las inclemencias del tiempo. No podemos comparar un eucaliptus a un roble, pero un eucaliptus de doscientos años es un paisaje noble. No creamos que esas viejas casonas que se ven a veces en las ciudades fueron bellas construcciones, pero sin embargo hoy son bellas por ser viejas, por demostrar la nobleza de su material resistente, aunque no es bella la construcción, es bello cada ladrillo y cada puerta.
No son tiempos de buenos albañiles, ni de ilustres maestros, no pensemos que existirán obras de arte de gran fuste ni, como se decía en un comentario, que existirá un seminario que sea la luz de occidente; pero esos humildes bloques de Iglesia, en su perseverancia, darán a su hora el testimonio de nobleza y resistirán al mal artista, hablando por sí solos a los hombres de la grandeza de Dios.
Uno de los síntomas más claros de la desobediencia innoble es la renuncia a la regencia. El considerar que ya no se puede mandar y ordenar a la creación, a los hombres; quedando en una posición expectante, prescindente, impotente, declarando que ya no se pueden formar discípulos ni hacer escuela, es falta de nobleza. Son como piedras demasiados duras para plasmar la forma, piedras que se hacen rígidas en su propia forma. El hombre noble construye su pequeño reino en la verdad y el amor y siempre será regidor en la medida que acepte ser regido por Cristo. No serán reinos de esplendor hoy; pero serán mañana testimonios en la perseverancia que harán llorar de emoción a los hombres de bien. Pero como bien enseña Cristo, no es a la materia innoble que se deben dedicar los esfuerzos, porque los resultados son efímeros y se pierde el sacrificio en la nada del tiempo. No es por todos, es por muchos. Quiero ser claro, todo esfuerzo por arriar a la masa democrática a base de sus bajas pasiones, es inútil y maligno, esa mala e innoble materia nos hace unos chapuceros. Dos piedras levantadas para los siglos valen más que un monoblock que delatará su corrupción en pocos años.
Cuando todas las humanas tradiciones han demostrado con el tiempo ser materia innoble en su perseverancia de las formas del bien, cuando las “viejas costumbres” plasman su impotencia para regir a los hombres demostrándose sólo humanas, cuando aún los mejores elementos se abisman de vanidad y se retuercen contra toda apertura a ser regidos para no ser parte de un “mal gusto” y se entregan a la impotencia; sólo queda la verdadera tradición católica como juicio de nobleza. La última aristocracia que queda en este mundo plebeyo, es la aristocracia de la Fe verdadera, y digo “aristocracia” en el claro convencimiento de que me refiero a una clase que “manda”, que todavía manda sobre sí mismos, que manda sobre los suyos y que se predispone a ser mandados por quien fuere el designado por la providencia, conscientes de mantenerse como “materia noble” a pesar de los desvaríos y dispuestos a dar un testimonio duradero que reclama al buen artista. La aristocracia de los elegidos en tiempos de apostasía. La única aristocracia que puede vanagloriarse de generaciones pasadas en la fidelidad y que sin desmedro, sólo queda la familia de la Iglesia para mostrar una genealogía de lustre. Una aristocracia que la más de las veces ha sido recogida en los caminos, en las encrucijadas, como piedras informes a las que la providencia ha preservado para ser los hitos del estrecho camino de los últimos tiempos.