Angeliquita Soaje: A su memoria

Enviado por Dardo J Calderon en Mié, 03/12/2014 - 4:30pm

El paseo obligado para el turista, cuando pasa por Alta Gracia, es la capilla jesuítica y la casa del Che, y luego un rato en el arroyo respirando el aire serrano. Lo cierto es que la capilla la malversaron, la casa del Che es un fraude, el arroyo es bastante pobre y el aire está contaminado.

Hace unos meses me tocó por carambola ir para esos pagos con la memoria cargada de un pueblito cordobés y me encontré con un suburbio lleno de micros y motos chinas; rodeado de jóvenes ( a los que odio) y de curas ( a los que mucho no entiendo), y decidí ir a visitar al único monumento histórico que permanecía verídicamente intacto en aquel lugar falsificado, y justo en el momento en que se celebraba su misterio.

 

Doña Angeliquita Soaje en el almuerzo del domingo.  Paqueta y peinadita -por mérito de alguna hija-  sentada como un  centinela junto a esa biblioteca de títulos abrumadores que denotaban la clausura de un oficio de gigantes, como esas viejas forjas en desuso, donde uno ve enormes martillos y pesados fuelles concebidos para brazos de un temple ya impensable y, que sin embargo en su silente quietud, mantienen  sentido con su guardia de amazona y, ¡oh, pena!  hasta la medida  su guardia; hasta que rendida, el polvo en finas capas vaya cubriendo con olvido lo que sólo su presencia y su entrega prodigiosa resaltaba. Allí lentamente agonizaba la mujer del titán que, como los demás instrumentos, respondía a un tiempo de esforzada grandeza que nos hacía ver a todos los comensales como a un juego de herramientas livianas para pasatiempos de fin de semana.

Me reconoció al instante y tomándome la mano buscó en mis ojos los ojos de mi madre y simplemente lloramos callados por Blanca durante unos minutos de la eterna mañana. La radio de fondo daba los primeros tonos de una marcha militar y, alertada, como disculpándose del emotivo descuido,  comenzó a tararearla “… sordos ruidos,  oír se deja  de corceles y de aceros…”. Resistía y estaba en batalla.

Yo me hubiera entregado a un llanto interminable en su regazo buscando el consuelo de mi orfandad de viejo, al sentir en la anciana todo aquel vigor que emanaba de un cuerpo exangüe pero con un alma luminosa que resplandecía entre el leñoso espino de noble madera que se secaba, como aquellos espinos de la vieja sierra olvidada que guardan toscos claveles del aire con fragancias ocultadas . Devolvió unos retos para dejar sentada su autoridad, se tomó unos vinos, bendijo la mesa, recuperamos algunos recuerdos y ya cuando el alcohol me sumía en una tristeza abismal que combatí con salidas chuscas; me fui al cuarto de un viejo convento marista donde me hospedaba y, soltando una estampida de lágrimas preparé una confesión. No de las de trámite; sino de esas que parten el alma.

Y Angeliquita tenía que ver con esto. Cuando yo era joven, ella solía llegar a la casa paterna por unos días y mamá, que era mi roble, se convertía en una niña. Y me daba un poco de rabia. De pronto esta tromba lo trastocaba todo. Mamá se acurrucaba a ella  -“mi flaquita”- le decía; y le otorgaba el puesto de la hermana mayor que le faltaba. Y Angeliquita venía no para descansar, sino para que mamá descanse, y de rabiar con los suyos, seguía rabiando a los ajenos. Y yo recién ese domingo comprendía en carne propia el misterio que encerraba; esa capacidad interminable de consuelo y de perdón que emanaba de esa “madre”… de esa áspera ternura de matrona cristiana que reñía y que curaba. Y aquel mediodía de domingo fui un niño, y aunque un poco rabioso como siempre, y avergonzado por no haber podido ser un hombre ante la vieja dama que me desarmaba, dejé mis culpas en su mano huesuda y supe porqué aquel lugar todavía se llamaba Alta Gracia.

Ha muerto una brava forjadora de almas, es hora de que sea ella la consolada. Es hora de que la Madre del Cielo la acune como a una niña, es hora de que sea ella la perdonada. De que aquel leño rugoso retome la savia y como el laurel rosa se brote de infantiles pimpollos rojos y gualda. Es hora de librar su alma. De que el canto de marciales marchas se haga dulce canción de cuna, susurrada en la calma, de una habitación celeste decorada de estrellas serranas. Es hora de terminar su guardia.