Aniversario de la muerte de Gardel

Enviado por Esteban Falcionelli en Mié, 25/06/2008 - 10:31am

“Bien está que bebamos el vino dulce de la gaita, pero sin entregarle nuestros secretos… No plantemos nuestros amores esenciales en el césped que ha visto marchitar tantas primaveras; tendámoslos, como líneas sin peso y sin volumen, hacia el ámbito eterno donde cantan los números su canción exacta… Los números de los imperios-geometría y arquitectura… Es la canción que mide la lira, rica en empresas porque es sabia en números…”.
José Antonio

Cuando ya casi habíamos traspasado airosamente el fatídico 24 de junio sin sentirnos minusválidos por no habernos ocupado de Carlitos Gardel; cuando ya casi habíamos resistido con éxito a la tentación de hacer del aniversario de su muerte un objeto de análisis o tema de nota, fuimos conminados a ello por la Dirección que -sentido común en ristre- nos recordaba el disparate de tanta gardelofilia exacerbada.
No era para menos. A esa altura de los sucesos ya se había impuesto en las escuelas la semana dedicada al prócer del tango y los homenajes se sucedían y multiplicaban en una proporción verdaderamente descabellada. Solamente en “La Nación” de aquel día se daba cuenta de más de diez actos en la Capital Federal, sin contar los del interior y los del extranjero a los que adhería nuestro país como buen alineado. Una misa en la Catedral Metropolitana, otra en la iglesia de San Carlos (¡qué menos!), conmemoraciones en el Teatro Nacional Cervantes, en el Colegio Las Heras, en el Centro Cultural San Martín y, por supuesto, en el mismísimo Congreso Nacional en el que por fin actuaron artistas de primer nivel.
Las evocaciones contaban con el auspicio, el aval o la participación de altos funcionarios, y no resultaron pocas las figuras consulares o los organismos oficiales que en uno u otro país europeo o americano apoyaron las iniciativas laudatorias, las cuales fueron desde los tradicionales monumentos hasta la imposición del nombre del ídolo a calles, paseos y estaciones de subte. El Cementerio de la Chacarita se convirtió por momentos en un music hall y los medios de comunicación no se dieron tregua en la tarea de recordar al difunto. En Puerto Rico se habló seriamente de canonizarlo; aquí se dijeron cosas parecidas y se vendieron estampitas con la figura del cantante. En Chile, el Orfeón de Carabineros interpretó Cuartito azul y El día que me quieras, y en México, durante un recital en el Auditorio Nacional, el argentino Jorge Falcón sentenció: “El tango es religión y Gardel su único dios”. Tan sincera profesión monoteísta y tanta sacralidad explícita tuvo su correlato en Buenos Aires, en cuyo Teatro Colón se ofreció, como se sabe, un Oratorio Carlos Gardel al que concurrió formalmente el mismísimo Dr. Alfonsín, quien más de una vez -aunque las crónicas no nos informan debidamente- habrá tarareado durante la velada el célebre Cuesta abajo.
Dicho oratorio constaba de un Miserere inicial vocalizado por el coro, y constantes referencias a los “Cantares de Santa Guitarra”, al “Milagro en el Abasto”, a la “capilla de Medellín” y -ya en el campo de las substancias separadas- a “los angelitos del Abasto”. Una verdadera teología laica en un sínodo de malevos, cuya asistencia costó al Presidente las furias de la paica Bonafini, la cual, viéndose “sola, fané y descangayada“ le espetó al periodismo: “El Presidente tiene tiempo para ir a un homenaje a Carlos Gardel en el Colón pero no para recibirnos” (cfr. “La Nación”, 25 de junio de 1985, pág. 11). O con letra de José de la Vega y música de Agustín Bardi: “…Madre hay una sola / las tentaciones son vanas / para burlar mi cariño…”.
Pero por entonces, tanta gardelofilia desenfrenada se había convertido en un boomerang contra la fama del Zorzal. Compelidos a ocuparse de él, pues viven dependientes de la transitoriedad y la noticia, los figurones de la intelligentzia y toda la nueva recua de escribas descastados, acometieron la tarea de explicárnoslo, de analizarlo psicológica y sociológicamente, de historiarlo y “valorizarlo”, como gustan decir. Hubo de todo y para todas las variedades. Un Gardel edípico y otro sobreprotegido; uno reprimido y otro sospechoso de homosexualidad; uno marginal y otro regiminoso; uno apolíneo y otro dionisíaco. Un Gardel fáustico y otro dramático; y, en fin, en el infaltable plano de las inclinaciones políticas, un Gardel de izquierda y otro de derecha. Los primeros recordaron tal vez, las estrofas de Pan y de la milonga El obrero, y blandieron como testimonio las notas de “Gramma” o de “Juventud Rebelde” de La Habana. Los segundos en cambio -y también los primeros aunque en tono crítico- recuperaron la olvidada letra del ¡Viva la Patria! que El Mudo grabó en homenaje a la Revolución del '30 (cada día suena mejor). Un Gardel fascista y machista, bramó la zurda, horrorizada porque en el tango el varón dirige a la mujer, y algún exégeta trasnochado de la escuela de Sebrelli habrá canturreado con preocupación aquello de: “uso funyi a lo Massera / calzo bota militar…”.
Pero ninguno de estos gardeles psicológicos y psicoanalíticos con categorías lacanianas o reicheanas, ninguno de estos gardeles canta. Y el canto era lo único que sabía hacer el hombre y a lo que se dedicaba públicamente. En ese tránsito impropio del mythos al logos al que fue sometido -consecuencia de ese otro tránsito impropio del mito a la deificación- perdió la voz y la risa; y la voz y la risa –cantada- es todo lo que sabía hacer el personaje. O al menos, todo por lo cual cabría juzgarlo.
Lo de las letras de lo cantado es harina de otro costal. Algunos entendidos como el Padre Calori -admirable maestro en la pastoral de los reos- insisten en reivindicarlas, pues más allá de la cursilería y del plebeyismo, por lo menos no violentan el Orden Natural. La verdad es que miradas retrospectivamente, y en comparación con lo que le siguió, le sigue y hoy tenemos a la vista, aquellas canciones conforman un universo ordenado, en donde con seguridad, el cantor se jacta de ser un morocho de arrabal que habla del barrio, de la Patria, de la familia y aún de Dios.
Las viudas se quedaban con cinco medallas de otros tantos hijos caídos en la guerra, “la casita blanca y el lindo rosal” esperaban a las esposas, el hogar se ensombrecía ante la muerte de la madre, más “las viejas se postran y elevan plegarias a Nuestro Señor”, los varones se quejaban de las perdularias que pasaban “del cabaret al hospital”, así como del protodestape, del unisex y de la pederastía: “Antes femenina era la mujer / pero con la moda se ha echado a perder. / Antes no mostraba más que rostro y pie / pero hoy muestra todo lo que quieran ver. / Hoy todas las chicas parecen varón… / mas lo que me causa más indignación / son esas melenas que usan los garçones…” Eran otros tiempos, sin duda, y también existía, como siempre, “el carnaval del mundo y su loca algarabía”. Pero cuando vemos a tanto guiñapo amorfo en los escenarios, blasfemando e injuriando entre contoneos, ruidos y vahos inmundos, no podemos sino añorar hasta al fiero Tigre Millán, aquel que “una noche, mostró su coraje venciendo a un malón”. La verdad es que el elemento diabólico -ahora corriente y obligatorio en las mayorías de las músicas populares- no está presente ni en el espíritu ni en las letras del tango. Por cierto que esto sólo no basta para darle categoría de arte, pero ya es algo.
Otros entendidos, en cambio, como el Padre Castellani, han ridiculizado genialmente la mentalidad del tanguista, como en aquel capítulo homónimo de “El nuevo gobierno de Sancho”. Pero la ironía de Castellani -el mismo que admitió, no sin razón, que había más historia en Chorra que en los tomazos mentirosos de la Academia Nacional- apunta más hondo. A medir la decadencia que supone para un pueblo renegar del “hecho patente de que antes, cuando las gentes no eran todavía alfabetas, no escuchaban tangos por radio, sino que cantaban ellas mismas coplas, relaciones, glosas, décimas y romances… Eran coplas religiosas llenas de alta teología; o canciones psicológicas y morales llenas de humilde sabiduría, o cantares amorosos, llenos de fineza tan por lo alto, que hasta un cura podía cantarlos, aplicándolos al amor de Dios; y había también, no hay duda, coplas picarescas, pero hasta las mismas coplas lascivas eran espirituales”.
Lo que queremos decir, en suma, es lo que enseñaba con mejores palabras San Agustín: “Ut videatur qualis quisque populus sit, illa sunt intuenda quæ diligit”, y aquello, más conocido, de “bis orat qui bene cantat”. O lo que es lo mismo -latín más o menos- que sostener: Para ver cómo es cada pueblo hay que examinar lo que ama; y sólo el que bien canta reza dos veces.
Un pueblo que ama a Carlitos Gardel hasta el procerato y la santidad y que lo eleva al podio de Arquetipo supremo, es porque perdió -o le hicieron perder en el camino- la fidelidad de los Orígenes. Ya puede ser gobernado por un patán de cualquier parte.
Un pueblo que sepa bien cantar -como supo y ha de saber el nuestro el día que alguien le temple el instrumento indicándole la diferencia entre la gaita y la lira- sabrá también -o por lo mismo- encontrar el sentido de la proporción y del rango, de la medida y de las jerarquías, del ritmo y del silencio. Y entonces sí, como quería Fierro, cantando ha de llegar al pie del Eterno Padre.
Nota: las palabras marcadas en “negritas” las agregamos nosotros.