He aquí que vengo como ladrón,
dichoso el que vela y guarda…
Apocalipsis de San Juan.
Pierden lo esencial
e ignoran lo que han perdido.
Antoine de Saint Exupéry, Citadelle.
No vaya a creer usted que el título que antecede tiene que ver con el famoso grito marcial, ni que estas humildes palabras tengan por objeto atentar contra la democracia.
Se me podrá reprochar que lo que sigue, de algún modo, atenta contra el pensamiento único impuesto a la masa, eminentemente desatenta; pero no, no van por ahí estos tiros.
Quiero ahora hacer hincapié en la necesidad que tenemos de estar atentos, aunque no, a pesar de ser siempre recomendable, para evitar de pasar por tontos delante de la gente, como le sucedió al buen hombre del que Ricardo Wagner nos cuenta en sus Fatalidades parisienses para alemanes, que: siguen contando que habían visto regresar del servicio de la Guardia Nacional a un tendero que halló a su mujer justamente cuando ésta quería esconder a su amante; el tendero había desenvainado el sable, para ensartar a su rival, pero la esposa se interpuso al grito de ¡Desgraciado! ¿quieres matar al padre de tus hijos?
Aunque nos vamos acercando al blanco, tampoco intentaremos aquí referirnos a la atención evidente sobre las cosas del mundo que hacen gritar:
De tantas tristezas, de dolores tantos,
de los superhombres de Nietzsche, de cantos
áfanos, recetas que firma un doctor,
de las epidemias, de horribles blasfemias
de las Academias,
¡líbranos señor!
Más bien nos referimos, también con Rubén Darío, a la atención en la inteligencia y tensión en el alma que reflejan versos como los que siguen, junto a la explicación que nos da el autor:
Y huya el tropel equino por la montaña vasta;
tu rostro de ultratumba bañe la luna casta
de compasiva y blanca luz;
y el Sátiro contemple sobre un lejano monte
una cruz que se eleva cubriendo el horizonte
¡y un resplandor sobre la cruz!
El cuerpo velloso sobre la tiranía de la sangre, -explica Darío- la voluntad misteriosa de los nervios, la llama de la primavera, la afrodisia de la libre y fecunda montaña; el espíritu se consagra a la alabanza del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo, y, sobre todo, de la maternal y casta Virgen; de modo que al dar la tentación su clarinada, el espíritu ciego, no mira, queda como un sopor, al son de la fanfarria carnal; pero también como el satiro vuelve del boscaje y el alma recobra su imperio y mira a la altura de Dios, la pena es profunda, el salmo brota”.
¡Acá está el nudo del asunto!, el salmo brota cuando el alma vuelve a su quicio, cuando nos volvemos para prestar atención a Lo que importa. Se trata de hacer un esfuerzo, de encontrar la forma, tal vez a través del silencio, como ya lo hemos comentado tiempo atrás..
¿Qué? ¿Qué Darío no sabía nada? ¿Qué no era teólogo? Mucho más que eso, era poeta.
Hagamos el esfuerzo, estemos atentos, que no es en vano que se llama a la atención religiosa la plenitud de la atención. Y la plenitud de la atención no es otra cosa que la oración, nos dijo Simone Weil.
Evitemos matar nuestra vocación sobrenatural. Dificilísimo, con tanto barullo; pero necesario, absolutamente imprescindible, porque la atención es la única facultad del alma que tiene acceso a Dios, la atención intuitiva, la filosofía que va verdaderamente hacia la sabiduría, la que orientada directamente hacia Dios constituye la verdadera oración.
¿Qué? ¿Qué la Weil tampoco sabía nada?
A fe mía que la refrenda Straubinger, que sí sabía, con sus notas sobre la oración: ella está hecha precisamente de atención a lo que Dios obra en nosotros con su actividad divina fecundante. Esa atención no acusa modificaciones sensibles, sino que es nuestro acto de fe vuelto hacia las realidades inefables de misericordia, de amor, de perdón, de redención y de gracia que el Esposo obra en nosotros apenas se lo permitamos…
Díganme si no es un problema de atención hacia lo Otro Absoluto, -si no es un problema de atención que no se vuelva hacia las realidades inefables, encapsulándose en la propia inmanencia-, lo que parece sobrevolar la religiosidad moderna.
Díganme si eso de ajustar la religión al propio sentimiento, a la propia construcción, al rito que aletarga con cantos sonsos, batiendo palmas, moviendo culo y caderas, con besuqueos y meneos de cabeza, no tiene algo de idolátrico y poco de oración; si no es más bien un culto a sí mismo. Esa no es la religión de Cristo, no puede ser su culto.
Se sale de allí entendiendo que es necesario mantenerse respecto de Dios en la condición de humildad absoluta que salvaguarda su trascendencia, ¡y hay una oposición evidente entre inmanencia y trascendencia!
Nada nos es posible sin la gracia. No lo ponemos en duda. No es que sea suficiente con la sola atención. Sólo machaco ahora en la necesidad de tensar el alma, atendiendo mejor. Simplemente propongo que el espíritu se revele contra el ruido siempre presente, ruido hoy tan laico como curial, situación ésta que nos obliga a estar más atentos que nunca, porque atento hasta el sátiro pega la vuelta, y alaba.
Germán Rocca