(Aportamos un breve párrafo de la obra del Padre Calmel “Los misterios del Reino de la Gracia”, para mejor expresar lo que hemos balbuceado en anterior artículo).
Una definición de San Juan de la Cruz: “La contemplación es ciencia de amor, la cual es noticia de Dios, amorosa”. Esta definición extraída de la “Noche Oscura” lo dice todo. La contemplación de la que habla San Juan de la Cruz difiere al infinito de la contemplación natural de los filósofos, y es tan de otra manera que este recogimiento en la fe teologal y en la oración, lo puede hacer por sí misma – con la ayuda de la gracia- una simple alma ferviente y mortificada.
Las obras de filosofía pueden bellamente exponer las verdades más altas, pero no evocan una ciencia de amor. Ellas manifiestan una ciencia de abstracción y de especulación. No es con esta ciencia que una madre conoce a su hijo, y un amigo a su amigo. La contemplación definida por San Juan de la Cruz sobrepasa infinitamente las verdades naturales más altas; ella apunta a las mismas verdades divinas, al Dios de la fe; y para lograrlo requiere la caridad como un medio indispensable. La amistad con Dios, la caridad inseparable de la fe y de los dones es el medio indispensable para contemplar según la contemplación infusa a ese Dios que nos es dado y que reside en nuestra alma.
Esta ciencia que es llamada ciencia de amor, porque depende absolutamente de la caridad, no es sin embargo un logro de la caridad sola; el amor, si está sólo, no procura una ciencia; el otorga una ciencia porque está junto a la virtud teologal de la fe. Cuando decimos “ciencia de amor la cual es noticia de Dios”, el doctor del Carmelo supone el ejercicio de la fe y no solamente del amor. Pero aún más, precisa: conocimiento infuso. Quiere decir que este conocimiento no es solamente fruto del acto de fe que puede cumplir, con la ayuda de la gracia, toda alma entregada a la caridad. Esta ciencia de amor sobrepasa el acto ordinario de fe: aquel que nosotros hacemos por ejemplo, al comenzar el rosario, al asistir a Misa, al leer algún pasaje del Evangelio. Es bien un conocimiento de fe, pero que Dios hace en nosotros como “sin” nosotros, por una inspiración del Espíritu Santo. Así se realizan las promesas del Señor transmitidas por San Juan y San Pablo: “La unción del espíritu de Dios nos instruye de todo” (Juan II,25-29) “Igualmente, el mismo Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad porque no sabemos orar como es debido; pero el Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rom VIII 26) “Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho” “Él os guiará hacia la verdad toda entera” .(Juan XIV 26- XV, 26).
No tenemos el derecho de minimizar esta doctrina de una intervención especial del Espíritu que se establece en el alma fiel y le hace conocer a Dios de un modo divino. En el marco de la dado por la fe, las promesas tocantes a la acción del Paráclito no deben ser atenuadas bajo pretexto de insistir, por ejemplo, sobre el “mandamiento nuevo” del discurso posterior a la Cena, o sobre las prescripciones morales del Sermón de la Montaña. En efecto esa misma novedad de las costumbres cristianas sería una imposibilidad si el Espíritu de Dios no nos diera una suerte de inteligencia del Corazón de Dios. Tomemos el caso de la limosna en “el secreto del padre”, enseñada por nuestro Señor en el capítulo seis de San Mateo. ¿Cómo sería practicable si el Espíritu no nos elevara para conocer un tal secreto? no siendo inspirada por el Espíritu, jamás ella llegaría a “olvidarse enteramente”, ya sea en la limosna o en el servicio al prójimo, ya en la oración y en su “comercio” con Dios.
El Doctor del Carmelo define la contemplación como un conocimiento de fe de un carácter particular: noticia infusa. No un conocimiento que va más lejos que la fe; pero un conocimiento que, dado por el Espíritu, procedente de la fe junto a los dones que la entornan y suponen un necesario socorro, es un conocimiento infuso de tal medida que no está en nuestro poder, porque es sólo el Espíritu de Dios que confiere esta forma. La fe no por ello es menos oscura, pero es una oscuridad que toca de cierta suerte y que “sabe” por experiencia; y es a este título que se habla de una fe luminosa y sabrosa.
Aquello que da a la fe esclarecida por la acción del Espíritu Santo - por los dones de la inteligencia, ciencia y sabiduría - el ser un conocimiento de experiencia, es el conocimiento “amoroso”. “Noticia infusa de Dios, amorosa”. La acción del Espíritu Santo para permitir a la fe el ser un conocimiento según un modo adaptado a la verdad de Dios, comienza por inflamar el amor de caridad. En el principio de este conocimiento hay un acto de caridad en el cual el alma ya no se sostiene por sí misma, sino que es infuso y dado.