Los últimos católicos cuerdos y coherentes de los que tengo memoria, datan del pontificado de Pio XII. Ya la época que lo vio Pontífice era incapaz de resistir estas tres condiciones en un solo hombre y por tanto su figura permanece en el recuerdo como algo de lo que hay que hacerse disculpar.
A partir de él, el catolicismo tomó conciencia de que debía presentar un “perfil” diferente para hacerse perdonar lo católico, ya fuera en abandono de la coherencia o de la cordura.
En aquel momento los peores decidieron abandonar la coherencia y los mejores, la cordura.
Por supuesto que esta nueva actitud se tomaba desde la más lógica prudencia. Un exceso de coherencia frente a los triunfantes aliados y la incipiente religión de los derechos del hombre, podían terminar con uno en una jaula psiquiátrica. Los dos polos vencedores de Yalta no dejaron muchas opciones: o la incoherencia o el psiquiátrico; o loco furioso o imbécil bondadoso. Con este último aspecto entramos al Concilio, y dentro de la opción de la imbecilidad se presentaba un amplio espectro que iba desde los carismáticos hasta los conservadores.
La Jerusalén derivó en una Babel “sui generis”, ya que aunque todos hablaban distintos idiomas nadie se daba por confundido. En medio de esta pintoresca maraña vaticana sólo debía evitarse que algún desaforado profiriera un improperio en una lengua muerta que las anestesiadas memorias de los mitrados aun recordaran de su paso por los seminarios y que rompiera el concierto con alusión a las diferentes formas de filiación del imprecado y de las que los latinos dieron tan sabias y exactas categorizaciones.
La posibilidad de salvaguardar la coherencia en un medio tan adverso para la Fe como el reinado del americanismo (del lado ruso los buenos católicos ya habían sido asesinados y si alguno lograba escapar, resultaba más incómodo de este lado de la cortina que del otro) fue hacerse lisa y llanamente el loco, ganar de mano al mote que ya no tendría la tenebrosidad de una condena judicial, sino que podría tomar el simpático tono de una excentricidad tolerable. Esto trae ingentes beneficios para quienes no tenemos la obligación de ser pilares de alguna institución, evita el mal trago de pasar por imbécil o de recibir un golpe en la cabeza y a la vez habilita para decir un montón de cosas ciertas y coherentes.
Aprendimos esta salida del genial Chesterton, que a través de un montón de simpáticos personajes salidos o por entrar a un loquero dijo a los ingleses un cúmulo de verdades católicas que no se hubieran permitido escuchar desde la cordura. En esa fenomenal posibilidad entramos los católicos coherentes a la arena del siglo que se fue, sacando del ropero algún largo impermeable de un abuelo y unas grandes botas de un tío; con un matasuegras en la mano y a bordo de una motocicleta modelo cincuenta y ocho, saludábamos con la castelánica boina sacándole la lengua a algún Monseñor de provincia, que en su balbuceo hacía aparecer nuestras respuestas como verdaderas genialidades chestertonianas.
Esto se convirtió casi en una moda, y surgió así una gran cantidad de padres Brown y otros personajes llenos de humor y estilo. Personajes que se hacían a un lado de las instituciones sin salir de ellas y desde esta perspectiva lograban una observación inteligente y veraz aunque excéntrica. Eran publicados y mimados, respetados en una semi-comprensión admirada.
Todo termina alguna vez, y la posmoderna estolidez se apoderó del ambiente. Las democracias dieron por tierra con las semi-culturas existentes en las que un Borges aún admitía a Chesterton o la revista Sur peregrinaba a la Jaula de Pound. La cuestión es que sólo se empezaron a admitir los hombres serios, activos y productivos y el humor se desterró para recalar en los inmundos bolsones de la zurda reventada. Nuestros viejos chestertonianos comenzaron a hacer sapo ante los impecables y correctísimos engominados, el viejo truco de hacer “pernachia” cuando pasaba el Obispo producía el cabeceo desaprobador de algún católico sanamente pluralista y bien acomodado y el desmayo de alguna pulcrísima muchacha, que caía suavemente, previo ajustarse las faldas tableadas hasta abajo de las rodillas, precavida de no producir ningún mal pensamiento en la aún más engominada imaginación de su prójimo, que de soslayo esperaba ver el último modelo de calzón que la revista Telva recomendaba a las socias con garantía de un año de virginidad.
Los locos lindos de la resistencia católica fueron puestos contra la pared: o se vestían como es debido y abandonaban la boina, o se les daba un delicado puntapié en sus chestertónicos culos. Y así fue. Muchos corrieron al sastre y guardaron en un baúl sus humores para sacarlos a escondidas al encontrarse con un ex camarada o para cantar Cara al Sol en la ducha. Los duros fueron limpiamente apartados de las cátedras; de las magistraturas, de las parroquias decentes; prudentemente aislados bajo la aprobación de las nuevas generaciones que aprendieron humor en las epístolas de Cabodeville o Escrivá de Balaguer. Los corregidos, ya puestos en línea por el ordinario del lugar bajo amenazas de excomuniones e infiernos decretados, fueron mantenidos en sus puestos siempre sometidos a la tutela vigilante de sus mujeres, las que, antes de que partieran a sus trabajos les ponían bajo el brazo un texto compilado del Vaticano II, concientes de que posiblemente entre sus hojas fuera de contrabando algún panfleto de un obispo francés y reaccionario. Pero comprensivas, fruncían el seño haciendo prometer a sus pupilos que serían buenos niños y no se distraerían por el camino con viejas amistades si no que procurarían traer a casa el ecuménico dólar de cada día.
Qué fue de los locos?. Luego de la defenestración general tomaron diferentes caminos. Algunos, como aquellos globos de las plazas, cuando se les sueltan los piolines, partieron etéreos en irregular travesía, encallando en cada nube, para explotar sin ruido ya fuera de la vista de todos. Otros se dejaron morir en la absoluta perplejidad, destinados en algún inhóspito lugarcito para ser una voz que calla en el desierto. Por último, los menos, se propusieron recuperar la cordura, ya dispuestos a no ser más simpáticos ni dejarse patear el trasero, dejando en olímpica ignorancia al Monseñor de turno inmerecedor de una graciosa “pernachia”, preparados para revolearle un manotazo en la engominada cabeza en cuanto el correcto y apostólico laico se descuide y agazapados al acecho para robar de un mordisco el calzón con "Imprimatur” de la muchacha (matrimonio de por medio, se entiende), se arremangaron a laburar sin temor ni temblor.
Y aquí estamos, sin mucha vocación para ser tan duros, sin la posibilidad de salir como el globo o de estallarse los sesos con un esmitandweson del treinta y ocho, cuerdos y coherentes, casi católicos, vedados de aquella bella posibilidad de ser extravagantes y geniales. Absolutamente incomprensibles. Nosotros, los excomulgados.
Dardo Juan Calderón