Cuando los pueblos desaparecieron para conformar eso que llamamos “masa”, es decir ese conjunto de hombres sin historia, sin familia, sin lazos ni intereses concretos y a los que mueve un aparato publicitario azuzando sus peores tendencias; es decir, cuando los pueblos dejaron de ser Iglesia y ya no fueron convocados a un esfuerzo elevador, sino que fueron lanzados en una pendiente de manipulación de los vicios… el católico dejó de ser pueblo y trató de no ser masa. La Iglesia ya no fue “un pueblo”, pasando a ser un aparto administrativo de la religión que se agota en la curia y, que compite con los poderes políticos y económicos en la tarea de arriar esa marejada de sensaciones que es el hombre moderno. Tarea en la que va quedando evidentemente rezagada frente a las quimeras irresponsables y dañinas que sin ningún tapujo se van vendiendo desde las empresas políticas y las empresas comerciales, hasta que con el Concilio Vaticano II se despoja de la vergüenza y sale a la competencia comercial de sueños de consumo, con el problema de que sus ofertas se ven siempre como los escaparates de esas tiendas de pueblo, pasadas de moda y con los vidrios sucios, que muestran las ropas que se usaban el año pasado en la citi.
El católico de a pié, ya no era parte de nada, ni del pueblo que feneció, ni de la masa que se entrega con gusto a los vientos de la seducción, ni de la Iglesia que se agota en el aparato administrativo de la curia. Necesitaba un lugar donde recalar y necesitaba además un argumento de justificación, y lo encontró en aquel lugar que la revolución inventó para amortiguar el vértigo continuo de los cambios: la burocracia. Y el argumento fue: El Orden.
No hace falta ser un especialista para saber que la burocracia es un fenómeno que el bonapartismo creó para amortiguar el efecto anárquico de la etapa del terror. Con Luis XVI había quince policías en París, y a los pocos años ya pasaban de cuatro mil. La legislación se transformó en un monstruo farragoso para uso exclusivo de los especialistas con sus códigos y regulaciones infinitas. Fouché fue el ejemplo del burócrata y por supuesto, fue el factor principal que luego, prohijó la caída de Napoleón. Un nuevo poder se establecía con el burócrata, que en sus intrincados manejos se convertía en el “mal necesario” del político que ya había perdido todo contacto espiritual con su pueblo, pero que a la vez lo amenazaba con volvérsele en contra. Un aparato más o menos anónimo, lleno de monjes negros, que digería con tiempos de víbora los reclamos que se hacían hacia arriba, y debilitaba las políticas que se hacían hacia abajo. Desde el tradicional concepto de que era Dios y su Iglesia quienes ponían coto al poder cuando se desmadraba y coto al pueblo cuando se desaforaba, basados en un orden divino; vinimos a este engendro que con el único título de ser el traductor e intermediario infiel de los reclamos de ambos bandos, que ya no eran un “pueblo” sino dos compartimientos estancos, donde el gobierno era un iluminado que llevaba al mundo hacia destinos futuros inconcebibles por el vulgo, y el vulgo tenía como único termómetro su panza y su bragueta para ser llevados. La burocracia fungía como estamento moderador a base de un “orden” sin proyectos ni fines, sino confeccionado a fuerzas de escollos “razonables y científicos” que amortiguaban con morosidad los ímpetus de ambos bandos, conformando una especie de síntesis política, que en muchos casos y durante mucho tiempo, fueron el verdadero poder.
El católico, impedido por formación de carácter para ser el empresario económico, e impedido por las ideas reinantes de ser la cabeza gobernante, se ubicó en este estamento de la burocracia profesional y gerencial, para ser el moderador y el Katejon de una debacle que se cernía sin remedio sobre los pueblos. Para ello, esa burocracia debía conformar una idea de “orden” que no fuera la vieja y tradicional idea religiosa del ancién regime, sino un concepto que pudiera prescindir de la mención a Dios y que se fundara en argumentos puramente racionales y científicos, aunque, debo admitir, con la propiedad de ser permeable a fundamentos religiosos, en forma inadvertida por los urgido gobernantes reformistas y los alelados hombres de la masa.
En la Iglesia pasó algo muy parecido. Frente a la demanda de quimeras del mundo, sus jefes debían tomar un tono “progresista” y se confiaba en la burocracia curial para poner coto y equilibrio a este nuevo juego de seducción y proselitismo hacia los fieles. Esa burocracia curial era la continuidad, y las jefaturas el progreso. Los fieles ya no eran personas concretas, sino una especie de electorado anónimo y nómade que daban sustento a la existencia de la organización, sin formar ya parte de ella.
La relación del católico de religión era entre estas dos burocracias, dejando a las jefaturas en lo anecdótico. Es el funcionario el que permanece y los jefes cambian. La burocracia era la nueva Iglesia y el nuevo Dios, ya que estas eran las moderadoras de las concupiscencias de ambos bandos, no ya bajo razones teológicas, sino por razones de un orden sostenible, razonable y científico, que era impuesto necesariamente para que la fiesta pueda seguir. Su religión era un orden, que más consistía en mantener un estado de cosas que en buscar un fin.
A partir de esto, el catolicismo construyó la idea de un “orden natural” que pudiera prescindir de la mención a Dios y sobre bases razonables y científicas, fundar la razón de una burocracia de base laica, pero permeable a las ideas teológicas. Para Nietzsche, “Dios muere en la medida en que el saber ya no tiene necesidad de llegar a las causas últimas, en que el hombre ya no necesita creerse un alma inmortal. Dios muere porque se lo debe negar en nombre del mismo imperativo de verdad que siempre se presentó como su ley y con esto pierde también sentido el imperativo de la verdad y, en última instancia, esto ocurre porque las condiciones de existencia son ahora menos violentas, y por lo tanto, menos patéticas. Aquí, en esta acentuación del carácter superfluo de los valores últimos, está la raíz del nihilismo consumado.” (Vattimo Gianni, "El fin de la modernidad”). El catolicismo, con la pirueta del orden natural, transcurría el mismo camino que la filosofía moderna al hacer posible un orden sin la mención de su causa fin última, y basado o fundado en “valores” intermedios que pretendían preñados de valores cristianos y que en algún momento harían permeable para el hombre los valores trascendentales. Estos valores intermedios que fueron y son el eje de una “gobernabilidad humana”, como aquellos principios de política social que un manejo de la doctrina social de la Iglesia convirtió en fundamentos únicos “mostrables” ( subsidiariedad, etc) y que luego fueron virando hacia el planteo de los derechos humanos, los derechos de la mujer, los derechos del consumidor, la ecología y muchos otros, que pretendieron y pretenden ser bautizados como posibles “conductores ocultos” de un cristianismo silenciado, si no son expresamente la misma muerte de Dios que Nietzsche declaraba, son por lo menos una mordaza puesta a la Palabra que lleva más años de los que la estrategia católica pensaba, y que finalmente han culminado en una “ausencia de Dios”, que tiene los mismos efectos.
Al católico de hoy no se le ocurre ninguna otra actividad que no sea la burocracia. Esta es la nueva Iglesia y los valores defendibles son los valores intermedios de esta nueva Iglesia. Valores que tienen un particular efecto más apropiado que los viejos valores cristianos, aquellos no eran negociables y producían este efecto violento y patético que señala el autor citado. Los nuevos valores, por ser intermedios y desasidos, son valores de cambio, son valores negociables. El término no es mío, lo de “valores de cambio” no recuerdo por quién fue acuñado, pero da la clave del economicismo que de fondo tiñe las nuevas posturas. Al hombre actual no se le da un tesoro que debe proteger contra viento y marea y aún a pesar de su propia vida o de su confort. Se le dan valores de cambio, se le da una fortuna dineraria, fungible, para negociar, para intercambiar, para comerciar. No tiene una obligación fija y perenne, tiene derechos para hacer valer en un trueque. Al hombre moderno se le dan una serie de elementos de cambio con los que tiene que construir un destino, cualquiera, y la burocracia defiende que dichos valores de cambio no se deprecien, como cuida la moneda de un país. El derecho a la vida es el esencial. El nuevo estado y la nueva Iglesia, entregan sus destinos a los aventureros, pero confía en que una férrea burocracia defienda aquellos valores de cambio, que bien administrados, suponen la posibilidad de reencontrar el rumbo.
Miren a su alrededor, sus amigos y parientes católicos, y verán que todos ellos bregan con denuedo por pertenecer a la burocracia para poder ejercer un apostolado, para poder obstaculizar el mal, en fin, para lograr la salvación. Esta es la nueva Iglesia. Vean los curitas católicos, luchando por mantenerse o acceder a la burocracia vaticana, por los mismos objetivos. ¿Qué tienen en sus manos? ¿La Verdad Cristiana? No, ella es patética y violenta. Tienen “valores” de orden, de un orden natural que suponen “acabado en si mismo” sin necesidad de referencia a un orden sobrenatural, aunque -esta es la excusa- permeable a ese orden sobrenatural por su intrínseca razonabilidad. Tomarán los derechos humanos y otros elementos de cambio que la sociedad moderna les entrega, y negociarán. Ya no son pueblo, ni son Iglesia, ni quieren ser masa, son vocacionalmente burócratas.
Ahora bien, ¿porqué histéricos?. Porque toda felicidad tiene un fin. Ser abogado hace cien años era un pasaje para la fortuna. Ahora hay cien millones. Y muchos eficientes. La clase profesional y gerencial tiene una enorme competencia y ya el poder, produciendo estos bichos a montones, aunque en cierta medida sigue preso del efecto conservador que esta calaña produce, ha ido doblegando su fiereza de sobrevivientes para hacer una corte de alcahuetes mal pagos, cuya mayor actividad es la de mantenerse en el salario y cuya única posibilidad de una “vida mejor” es el robo y el soborno que los hace débiles ante el embate. Porque ya no se defienden entre ellos, si no que, en la medida que pueden se denuncian y defenestran para hacer lugar en aquel dulce infierno. Sus mejores logros son la obtención de algunos pequeños triunfos en valores cada vez más banales, que se cuenten en el haber de un patrimonio para el cambio.
En fin, estos posmodernos me están convenciendo del tan remanido argumento lacaniano que se consagrara para el vulgo burgués y semiculto en la novela de Kazantzakis y su posterior llevada al cine -La última tentación de Cristo- sobre el hecho de que no hay un mejor camino hacia al ateísmo que el cristianismo. Para ellos el símbolo cristiano es el de un Dios que se hace matar para hacernos el don de que su muerte se haga evidente a nuestros ojos y sepamos que estamos solos. De un Cristo que cuando toma conciencia de que es el Hijo de Dios, se hace matar para liberarnos, no del pecado, sino de sí mismo, de su tutela. De igual manera el catolicismo actual (me refiero al “mejor”) ha preferido un Dios silenciado, que ya escamoteado nos evite la violencia y el patetismo de las posiciones irreductibles. El cristianismo de Carl Schmidt: el katejon burocrático. Pero a la vez, como la mujer a la que su hombre no conforma ni posee, caemos en el histerismo de la inseguridad. Vean que el camino obligado de una feminista, es hacia el histerismo (Las cincuenta sombras de Grey), en el fondo, y luego del acto de liberación, quiero que mi macho me pegue. Y el católico actual quiere librarse de Dios, por un rato, hasta terminar la negociación, pero en el fondo se sabe culpable y quiere que le pegue, y atrae su desgracia.
Burócratas histéricos. Defendiendo un orden que se hace cada vez más banal. Esgrimiendo valores negociables. Pero reclamando un castigo que nos amarga. Todo el secreto era el de una amistad valiente, el de un amor valiente que se nutre cada día en la relación y se siente capaz de enfrentar tanto lo cotidiano como la encrucijada de hierro, y que espera el premio. Hoy para esta catolicidad, la gran esperanza son los burócratas. En la Iglesia se espera de los viejos cardenales y obispos de la burocracia vaticana que dejaron la Verdad pero que defiende “valores” tradicionales desgajados. En lo social, el “honesto funcionario”, que se permite que Dios haya sido olvidado en lo político, pero que logra que para Navidad se canten villancicos en el teatro municipal. Todos ellos amargados, esperando que una desgracia mandada del cielo les redima, porque no sé ser amigo hasta que las cosas se ponen muy feas, pero ¿y si a pesar de eso sigo sin responder?. ¿Y sólo soy un desgraciado?.