Ante la fealdad del resentimiento y la vocinglería plebeya del revolucionario, se alzó la voz prístina de un hombre bien nacido que supo amar profundamente a su patria, y quien también supo “pagar con el cuero lo que escribía con la pluma”.
Este hombre fue Charles Maurras, quien nace en Francia el 20 de Abril de 1868 y muere el 16 de Noviembre de 1952. Fue jefe de la Acción Francesa. A diferencia de su padre, Charles no cayó en las redes del liberalismo. Tampoco sus hermanos lograron escaparse de la abyecta proclividad del tiempo que les tocó transitar.
A pesar de ello, como tantas otras veces ha sucedido a lo largo de la historia, existió sobre este gran contrarrevolucionario el influjo de su madre, quién provenía de la línea monárquica y guardó su fe tradicional a pesar de las ideas de la época.
Tuvo una buena educación católica olvidada durante muchos años, pero recobrada antes de su muerte.
Sólido defensor del realismo social afirmó que “el hombre es un heredero” beneficiado por la obra de los siglos anteriores y con la severa obligación de trasmitir enriquecido lo recibido de sus mayores.
Si bien “la charlatanería de un siglo de retórica democrática había terminado con el buen sentido en materia de acción política”, -señala Calderón Bouchet- Maurras no estaba dispuesto a ser un mero observador disconforme, a pesar que había llegado el “momento en que los imbéciles tomaran la pluma y se pusieran a escribir” y que “cualquier plumífero con un mensaje psicopático en el fondo de sus instintos turbados, se sintió llamado a enseñar”, pudriendo así, generalmente, con dosis de democratismo suficiente, las inocentes cabezas que pararon la oreja.
Sintió por “el miserable Rousseau” una ira que nunca dejó de evocar.
Calderón Bouchet nos cuenta sobre este sentimiento de Maurras para con el ginebrino con estas palabras que en su aristocrática pluma son el justo latigazo del gran apologista: “Vagabundo desdichado, traía de sus andanzas de muchacho perdido todas las taras acumuladas en encuentros deshonestos. Formado en la calle y en la práctica de oficios viles, incluidos los de lacayo, parásito y mantenido, su turbia sensibilidad era incapaz de aceptar la verdad y sus razonamientos” que “concuerdan con la cadencia de sus quejas y encontramos en él, en dosis parejas, el criminal, el salvaje y el simple chiflado” (Maurras).
Maurras había visto con claridad que del liberalismo se pasaba necesariamente al estado policial, única forma de poner coto a la sociedad que, a la búsqueda de los mitos adheridos dogmáticamente, se desbandaba de forma inevitable.
Su realismo aristotélico veía clara la separación entre inteligencia y realidad. El olvido absoluto que esto supone de las leyes naturales y espirituales del orden tradicional lo llevó a combatir, con capacidad extraordinaria, a la legalidad revolucionaria, a la igualdad, al centralismo y a la masificación, viendo que los franceses “retrocedían hasta convertirse en miembros de un tropel”; situación de difícil solución, pero siempre de imprescindible búsqueda para reencontrarse con la salud social y espiritual.
Vio en la propia historia de Occidente que “la desigualdad de los valores, la diversidad de los talentos, son complementos que permiten y favorecen el ejercicio de funciones siempre más ricas y poderosas”, por lo que era imprescindible salirse de la “uniforme grosería” que había hecho posible la “alta tónica de cultura y urbanidad”. “Nivelamos y todo desaparece. Se deshonra la justicia y se traiciona sus intereses cubriendo con su nombre la humareda que surge de las ruinas” y nos recuerda que “el cuarto mandamiento, al reconocer la necesidad de una veneración, establece una jerarquía inevitable”, que no logramos discernir en la gran mayoría de los que en nuestros días se tienen por católicos.
Luchó contra el poder del dinero y vio, a pesar de encontrarse todavía distanciado de la Iglesia, en el debilitamiento del catolicismo el debilitamiento de la inteligencia. Diagnóstico exacto si se medita en que el orden tradicional fue el orden de la Cristiandad tanto en lo familiar y hereditario, como en los gremios, en la disciplina, etc., que “tres o cuatro ideas bajas, sistematizadas por bufones desde hace un siglo –hoy diríamos dos – logran convertir en inútiles mil años de historia francesa”.
Su espíritu clásico fue profundamente jerárquico, pues “ninguna civilización, ninguna sociedad hubiera nacido de la igualdad”, como tampoco, ninguna sociedad podría transitar con buena salud en un régimen semejante, extremo que hoy verificamos a diario.
Su mente luminosa y realista, digna de su “raza solar”, era impermeable a “reclamos histéricos en nombre de una justicia ideal” y pacifista, que no debía dejar impune “al trabajo del hermano encadenado”.
El mismo San Pío X nunca disimuló su simpatía sobre su acción política, y ha dicho que se trataba de “una bella testa latina” y de un “gran defensor de la fe”, lo que no es poco, en especial, si consideramos de quién vienen los elogios.
Existió una ruptura entre la Acción Francesa y el papado en tiempos de Pío XI, desaparecida con la justa reivindicación posterior de Pío XII.
Al amor que sintió por su patria se le sumaba un espíritu generoso que le llevó a decir de su heroína, Santa Juana de Arco: “Como en ese momento no hay Rey, ella hará uno, pero no de una nueva dinastía, ni de la dictadura feudal, ni de los carniceros de París. Juana tomó al pretendiente allí donde se encontraba y no paró hasta que su Delfín se convirtió en Rey”.
Como ya anticipamos, Maurras, poco antes de su muerte, había vuelto a la religión de sus padres, pero como lo ha notado Jean Maridan, aun “privado de fe católica, supo cuidar con eficacia aquello que la impiedad moderna atacaba con ardor”.
Escribe Germán Rocca