Clericalismo y Anticlericalismo. (Un poco más sobre The Wanderer)

Enviado por Dardo J Calderon en Lun, 24/08/2015 - 4:59pm

En el artículo anterior habíamos ejemplificado como una postura acorde al moderno “estoicismo”, esteticista e intelectualista, al Blog The Wanderer. Un poco abruptamente le dábamos un carácter de pensamiento decadente, desinteresado, descomprometido y desilusionado, es decir, que en suma, lo hacíamos más tributario de Nietzche y su “hombre de buen temperamento” que goza de los contenidos “eternizantes de la religión y del arte”, que del viejo y tradicional cristianismo con su clara empresa salvífica.

Recibimos por ello ciertas críticas sobre la posibilidad de que estábamos exagerando las puestas; cosa que en parte aceptamos y explicamos cómo necesidad “metodológica” (hay tonalidades, pero esencialmente, son un claro ejemplo de lo que decimos y que tiñe a muchos cristianos de hoy). Y dos o tres temas son los que se resaltaron en los comentarios. La falta de “coloratura” de nuestra parte, frente a una mayor “amplitud” de la de ellos (terma que trataremos más adelante, no en cuanto a dicho Blog, sino en general). Y el tema “anticlericalismo”; que ha sido suficientemente tratado por nosotros pero que necesita otra vuelta de tuerca, toda vez que en dicho Blog, me encuentro con un artículo del 22 del corriente, que insiste sobre el tema.

El artículo es un breve comentario, sobre un comentario de Benson, acerca de la formación de los Sacerdotes; al que dan por bueno y modélico, siendo que es erróneo y funesto. El artículo es breve y les ruego lo lean para seguir con esto. Verán que es simpático y mantiene un olor de tradición católica que en principio nos convence, producto de mezclar verdades a medias y errores a medias. Lo doy por leído.

Benson fue un cura anglicano (hijo de un Obispo famoso), formado en la crema de las universidades inglesas de fines del siglo XIX, muy dado a la literatura (escribió el Señor del Mundo como obra principal) y que produjo un enorme escándalo entre la inteligencia inglesa al convertirse al catolicismo. Pero su conversión no borró lo andado; sus reflexiones hacia la conversión son jugosas, pero nunca pudo romper el “tono” que le dio a esa conversión en el medio inglés, tono que podemos expresar con la palabra “extravagancia”. Para ser católico en aquella Inglaterra y no quedar rápidamente tildado de “irlandés bruto”, había que rodearlo de cierta extravagancia, pues era algo raro, algo innecesario, algo inexplicable en un hombre de la alta “cultura”, pero podía ser aceptado como una “extravagancia” de un intelecto privilegiado. Chesterton tuvo algo de ello. (Cabe agregar que es una de las lecturas del Papa Francisco, quien lo citó en su discurso de Manila; lo que no dice que sea mala de por sí, pero sí lo suficiente confuso).

Claro, en pagos tradicionalmente católicos, ser católico era lo común y nada tenía de extravagante. Todos lo eran, y es más, lo eran los brutos, los analfabetos, los sirvientes. Lugares desde donde salían numerosas vocaciones sacerdotales que eran hijos de estos brutos, de estos analfabetos y de estos sirvientes. En Inglaterra no era así. El cura era el producto de una familia encumbrada en la política y con buen nivel cultural. Y esta era una de las razones de burla que tenían los ingleses con respecto a la curia “romana”; estaba lleno de “sonsos”, de básicos, de rudos, de cortos. (Nosotros profesamos un cariño especial por los curas de Ars, o los Don Bosco, o un José de Cupertino; pero esto para un inglés es intragable. Un cura debe ser producto de sus universidades.)

El texto de Benson resuma en gran medida esta actitud “vergonzante” del inglés converso con respecto al clero romano de a pie, y se les repite a estos pitucos porteños a los que la rubia Albión los ha dejado mareados para siempre. Benson propone una forma de hacer “curas intelectuales”, no curas a secas, y más allá de que la fórmula hubiera servido para algunos en aquellos tiempos (lo que de buena fe dudo), hoy es simplemente ridícula. No quiero imaginarme lo que sería de una vocación sacerdotal con esos magníficos años pasados en una universidad de hoy, aprendiendo la maravillosa “cultura” que estas imparten, y ni que decir con compartir algunas tertulias con las muchachas, muchachos e híbridos que las pueblan. Esta fórmula la vimos en pagos mendocinos con curas como el Padre Sepich, que de bueno pasó a hegeliano y otras linduras. Es descabellado.

Pero lo que ahora nos importa es analizar si este “desprecio” del curita de poco seso, que funda una parte del “anticlericalismo” que tiñe a estos tilingos (y que los aleja con desdeño del consejo sacerdotal), tiene algún fundamento. Porque parecería que quien tiene que enseñar, educar y aconsejar, es bueno y hasta imprescindible que posea una adecuada “cultura general”, además de su fe de carbonero. Parecería que es imprescindible para estos menesteres tener “conocimientos” amplios, en psicología, antropología, filosofía y en lo posible, en un espectro variado de todas las ciencias. Y es verdad. Deben tenerlos. Para una mente simple, pues estos conocimientos se adquieren con el estudio, y punto. Por tanto, el mismo Cristo, cuando estableció el sacerdocio, debió prever establecer “casas de estudio” y no largar así crudito a un viejo pescador a decir sonseras llenas de fe.

Hay una remanida anécdota de cierto ministro norteamericano que fue impugnado en su nombramiento por falto de “conocimientos” e interpelado ante una comisión parlamentaria que iba a medir sus conocimientos en el área. Como condición, este hombre, que aceptó el reto, puso la de tener un teléfono a mano; y ante cada pregunta, consultó con los mejores especialistas y contestó con brillantez, aplicando sentido común a las respuestas. Es decir, que establecía que aunque los conocimientos eran de otros, su capital estaba en estas “relaciones” con los sabidos, su humildad para escucharlos y su sentido común para ponerlos en práctica. Y esto, guste o no, es un tipo de “conocimiento”.

    Hay otro tipo de conocimiento que no se aprende en ninguna escuela o universidad; por ejemplo, el conocimiento que tenemos de un “medio humano” por experiencia (uno sabe qué se piensa y cómo se decide en el medio que trabaja) y por asiduidad en el trato. El conocimiento que tiene el domador del caballo que está montando; que sabe qué esperar y que lo lee en ocultas señas de su cuerpo o de su temperamento. Uno “conoce” al amigo que trata durante años, de una manera que nadie lo conoce.

Cuando uno “conoce” en el trato diario a una persona “sabia”, y tiene la humildad y la sabiduría de reconocerla sabia, muchas veces acierta por el sólo hecho de preguntarse ¿qué hubiera hecho o dicho fulano en este caso? Si la compenetración con dicha persona es muy grande, pues cada vez se acierta más y uno se hace sabio con él.

Hay lo que se llama el “conocimiento anagógico”, es decir el conocimiento que se tiene de las cosas de Dios por las prácticas piadosas, por la oración, por la contemplación, por la meditación. Y especialmente forma parte de este conocimiento “anagógico” el que se obtiene por “cultivar una amistad con Cristo”. El tener esta “relación”, el tenerlo como “asesor” permanente, el compenetrarse con su criterio y su vida; al igual que con la de su Madre y la de los Santos. Conocimiento que se agiganta con la fuerza de los sacramentos y las gracias especiales que de ellos vienen. Que hacen que un padre devoto, con más el sacramento del matrimonio, sea un educador magnífico, aunque sea un bruto. Ni que hablar del sacramento del orden, que pone al hombre en una relación con Cristo que es de altísima intimidad.

En suma, hacer un sacerdote es hacer un “amigo íntimo” de Cristo, un hombre que se pone en comunicación con Él y que recibe de Él el consejo,  de quien tiene toda la sabiduría. Sabiduría que se expresará con mejores o peores medios conceptuales o lingüísticos, pero que siempre será lo que Cristo hubiera dicho en aquella ocasión. Hacer un sacerdote no es hacer un intelectual (si es su don, pues usarlo para bien, pero si no, no importa), es hacer un hombre que frecuenta a diario la compañía de Cristo y que se ha amoldado con enorme humildad a Su manera de ver las cosas y que de alguna manera misteriosa, por canales sacramentales, tiene la sabiduría divina a su disposición con un solo llamado telefónico. Que como la Madre, tiene la sabiduría que envidian los sabios.

Hacer curas es hacer santos, no hacer intelectuales.

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El artículo comentado fue la respuesta más clara para dar razón de mi crítica. El tradicionalismo católico no es una empresa intelectual, aunque parte de ella lo es. Pero lo más importante es esa frecuentación con Cristo, que da el conocimiento que nos falta y que da un conocimiento sobre cosas que jamás el intelecto humano podrá conocer.

No ver esto v admirarse, no ver ese ejército de “simples” que forjaron la cristiandad y que hoy, ocultamente la sostienen, es no ver nada, es no haber entendido nada, es ser un inglés bruto y snob. Que me perdone Benson, pero lo dicho es una palanganeada y es de palanganas repetirlo.