Es sabido que Roger de Flor con sus valientes almogávares, catalanes y aragoneses, había conquistado anchas tierras y ciudades en Oriente, llegando a ser duque y señor de aquellos territorios.
Asesinado traidoramente Roger de Flor, algunos almogávares volvieron a Nápoles, donde los puso presos el rey Carlos.
Eran los almogávares gente ruda y valiente. Cubrían su cabeza con una red de hierro que bajaba en forma de sayo; calzaban abarcas (especie de mocasín con tiras de cuero) y se envolvían las piernas con pieles de fieras. No llevaban escudo ni defensa de ninguna clase, de ahí las grandes cicatrices que adornaban sus rostros, y todas sus armas eran una espada sujeta a la cintura y dos o tres dardos arrojadizos (a lo ninja). Cuando corrían a la batalla gritaban: "¡Desperta ferro!", y nadie era capaz de contenerlos.
Un día quiso el rey Carlos conocerlos, y mandó que los sacasen de la prisión: en total, ocho o diez.
Salieron y comenzó a contemplarlos con toda curiosidad, sin comprender cómo con un ejército de hombres así, se había hecho Roger de Flor dueño de Grecia y de una parte del Asia menor.
Uno de los almogávares, que había notado en el rey un gesto de desprecio, se atrevió a decirle:
- Señor: si tan viles te parecemos y en tan poco estimas nuestro poder, escoge un caballero de los mas señalados de tu ejército, con las armas ofensivas y defensivas que quisiere; que yo te aseguro que con sola esta espada y estos dardos, daré buena cuenta de él.
El rey francés miró al lamogávar fijamente y volviendo el rostro exclamó con desdén:
- Mis caballeros solo luchan a caballo.
- Y yo a pie, y aun le doy esa ventaja, -repuso el almogávar.
El rey volviose hacia un caballero francés que armado de todas armas estaba sobre su caballo, y le ordenó:
- ¡Castígale!
Al ver el almogávar que el caballero armado de lanza se le venía encima, empuñó un buen dardo de hierro, lo levantó por encima de su cabeza y echando un pie atrás lo lanzó con tal brío sobre el caballo, que atravesó al animal de parte a parte.
El caballero pudo caer de pie mientras la bestia rodaba por los suelos. El almogávar empuñó un segundo dardo, lo levantó de nuevo, prorrumpió en un rugido feroz y cuando se disponía a arrojarlo sobre su rival, el rey interpuso su espada entre los dos luchadores y gritó:
- ¡Basta!
El almogávar bajó su dardo y sonriendo le dijo al caballero:
- Ese "basta" te ha salvado la vida.
Admirado el monarca de la valentía de los terribles almogávares, los dejó en libertad.