Querido maestro, me ha llegado vuestra voz de ultratumba requiriéndome por un poco de tranquilidad en mis juicios en este valle de lágrimas, y aún a pesar de mi buena voluntad, ha servido la misma para ahondar mis inquietudes. Condición de peregrinos que tememos a la muerte y jugamos nuestra suerte en pequeñas rencillas, siendo que ¡qué maravilla estar muerto como vos hace tantos años! Aún el mismo Cristo nos habló y no ha sido suficiente para calmar este recelo de campo de trigo atacado de malezas, en el cual somos hora uno o las otras.
No creo necesario poneros al tanto de lo sucedido desde vuestra partida y más aún, temo al pensar que esta versión desde abajo os impaciente, siendo que me es imposible vuestra perspectiva eterna y mis infantiles reyertas consumen mis dìas. Pero es esto lo primero que pretendo resaltar, por estos tiempos, la Iglesia se ha agotado. Se ha agotado a extremos indecibles y al punto de mostrarse ya cadáver; siendo que sé que ello es imposible y que ocurre un misterio que me anuncia la fe y que apenas si veo en la tiniebla de una esperanza (espérance) a la que me aferro desde las dulces esperanzas (espoir) en las entrañables realidades de la vida hogareña hechas sacramento, en la Solitude de la pitié.
Los hombres nos hemos minimizado a gran velocidad en estos últimos años. Las almas enormes como la vuestra han dejado de producirse como nos dejaron los donosaurios, por efecto de este silencio del cielo que tan bien pintó Don Rafael Gambra, por una falta de gracia, que parece como exhausta y hoy nos encontramos desalmados, desanimados, temerosos de expresar la verdad que nos queda grande en una boca y en unos oídos repletos y aturdidos de vanidades propias de pequeñas alimañas que se pavonean con sus irizados cuerpecitos.
Los hombres de Iglesia – clérigos y laicos - defeccionaron en masa; abrumados por sostener una civilización que se les escapaba irremediablemente de las manos y a la cual se sienten llamados a defender por sobre las realidades sobrenaturales que las trascienden y que constituyen su fundamento, excusados en ardides filosóficos que cada día se expresan con más acentuada superficialidad haciendo de la aventura del pensamiento una colección de banalidades de tal grado de estulticia, que nos llama al refugio en la simpleza de las cosas más naturales. Al punto que todos los días me tienta el reclamo del enemigo de abandonar todo y retirarme a plantar bellotas, rodeado de mi piño, como aquel Elzéard Bouffier, con la simple espera en el corazón del retoñar de los árboles y el renacer de las fuentes claras, mientras la guerra sin sentido continúa ajena a mi trajinar. Y es a esta manera – al estilo de Giono – que recibí el catecismo de mi madre, sobre las verdades del sudor, del fuego, de la casa ordenada, de los remiendos cumplidos, del fusil aceitado, del amor a las plantas, del valor del semen, de la sangre, del lecho conyugal, de las puertas abiertas al amanecer, del aroma de la sopa, del amor con los míos, de la amistad sincera, de la risa franca, del pensamiento concreto, de la Misa dominical, del repique de campanas, de los grandes Sacramentos y de los pequeños sacramentales. Desde ese catecismo llegué al otro, al de las noventa y nueve preguntas metidas a varillazos y besos.
Y por ello entiendo que toda restauración comienza de esa forma, bellota por bellota, buscando en el suelo yermo los restos de una humedad que sólo ven los que sudan, aman, beben y ríen, para que por fin los jóvenes árboles que crecen en aquel desierto, vayan en su vitalidad acogiendo con sus primorosos hojas las lluvias y nieves del cielo haciendo renacer las vertientes. Se trata de renovar las fuentes de la gracia que laten subterráneas en la tierra abandonada de la Iglesia por un hombre que ha hecho su vida en torres de tierra quemada, a las que adora y con las que pretende llegar al cielo, sin saber que el cielo se prodiga todos los días sobre el suelo rechazado, a la espera de esa acogida amorosa de las ramas levantadas y los brotes vueltos a la Luz.
Es esta mi primera rencilla. Esa doctrina requemada, intelectualizada, que brega sin alma por la posesión de las torres de una civilización que perdió su rumbo y que no sabe cómo volver a encontrar la trascendencia en una epopeya virgiliana y fundadora, que no encuentra como en vos, maestro, una voz grave y apasionada que nos hable del misterio haciendo vibrar las almas, y por el contrario, lucubra débiles estrategias racionalizadas, para, como los perros, tironear los restos del banquete sucio. Una voz Joseantoniana.
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Pero vamos al asunto de si es válida mi pugna que se levanta contra aquel des-animado proyecto que se expresa en el librito en el que Bernard Dumont, Miguel Ayuso y Danilo Castellano, enfrentan la vieja cuestión de Iglesia y Política (Ed Itinerarios) proponiendo a la Iglesia – supongo - “Cambiar de Paradigma”; lo que ya es todo un proyecto llamativo, un equívoco aceptado, siendo que no hay otro paradigma que el cristiano, es decir, el Cristo mismo que fue crucificado.
Podríamos decir, como primer agravio, que estos hombres no definen como es clásico, así que partimos desnudos sin saber a qué se refieren con ambos vocablos. Y se me contestará con justificación que las definiciones se remiten a los sabios. Pero no están, y eso constato.
¿Qué es la Iglesia? Para ellos.. me pregunto. Lo sé bien con Juana de Arco. Cristo mismo, contestaba la doncella al Cauchón indignado. ¿Qué es la Iglesia mi querido maestro Bossuet? y ya me habéis contestado: “Jesucristo difundido y comunicado”.
Pues bien, y solicito me sean claros, si de lo que hablan es de ello, es decir la relación de nuestra sociedad política con Cristo, su Redentor, o si por el contrario, es de Política y Política el asunto, y Nuestro Señor está de lado.
Ya parte de la tormenta transcurrida, Jean Ousset escribió su mamotreto, y el asunto, (ralliement, modernismo liberal) aunque aburrido, estaba claro y vencido. Sobre estas estrategias dio su sentencia “ el debilitamiento o la falsificación de las doctrinas al actuar necesariamente sobre todo el resto, han hecho vacilante a la generación moderna, en sus pensamientos, en sus obras, en su carácter en su vida, la han hecho dubitativa, pusilánime, mediocre, más tolerante para el mal que para los malos, despreocupada ante el error y algunas veces llenas de benevolencia para él, y por encima de todo, impotente e inhábil para el bien, incapaz de proveer a su propia estabilidad y de conjurar su ruina incluso material. (Cardenal Pie, Obras Completas, T. VII, p. 198.)
Habrás cristianos, hacia el fin de los tiempos que obedeciendo a una falsa política, serían tímidos y cobardes en la defensa de la verdad, y por una culpable tolerancia, se callarán ante las violaciones de la leyes divinas y humanas. Predicarán la prudencia y la política mundanas, y pervertirán con sus sofismas y su facundia, el espíritu de los simples. (San Gregorio Magno, Comentarios del Libro de Job.)
Pero vinieron más cosas y nuevos agregados. Y hasta el mismo Ousset se quedó anclado cuando la liturgia se hubo reformado y la blasfemia se hizo cuerpo doctrinario. Que hasta allí no había ocurrido y, para definir estaban los sabios. Padres de la Iglesia y Papas preclaros. ¿Pero ahora? ¿De qué hablo? Si de un nuevo magisterio se ha hecho cargo el Diablo, y quedamos a descampo. Que ya no sabemos con certeza de qué hablo, si a cada paso no defino con esmero y referencia y en ello el error descarto. Descarto con coraje.
No definen por encargo. No definen con esmero. No definen con descaro. No definen por cálculo.
Veamos ya en la obra mencionada. Se proponen analizar el Concilio Vaticano, y lo hacen. Bastante acertados, no con propia sapiencia pero bien ayudados. No es lo dicho lo que ofende, sino lo que es olvidado. Aquello que resulta silenciado.
¿Llegan a concluir? En eso marchan despacio. Para comenzar por el primer capítulo y que consta de un resumen (bastante claro) de lo escrito por un teólogo paisano de estos pagos - a la sazón pariente y por eso no lo llamo - mi coprovinciano Segovia, en un análisis que excede lo semántico - que nos provee de innumerables citas a germanos, que a qué cuento vienen no los hallo – nos entrega su legado de sociológico trazo:
“La experiencia posconciliar (son mías las bastardillas), como Roma ha reconocido(¿cuándo lo hizo?, ¿en qué medida?, ¿referida a qué puntos?) en diferentes momentos, es desoladora (¿en qué plano?). El posconcilio nos ha acostumbrado a un cristianismo minoritario, como dijera Ratzinger; minoritario y a la defensiva (…y a mí que cuernos me importa cuantos vienen a la cena, sino hay nada sustancioso para darles; pero sigue). Pocos aceptan hoy que este resultado es en buena medida fruto de las reformas conciliares (en qué quedamos?; lo reconocen o no lo reconocen) y las nuevas doctrinas de la Iglesia Católica (la Iglesia Católica, así con mayúsculas, no tiene nuevas doctrinas). (…) La historia y el fin de la historia, dirán si los aciertos conciliares son tales.”
Yo pretendía que me lo diga él. Y casi que lo dice. Pero parece que no hay que decirlo, y para colmo a mí la historia no me habla desde hace años.
Sigue Ayuso en el capítulo 3. Estoy de acuerdo con casi todo lo que dice. No estoy de acuerdo con lo que no dice, con lo que calla. Pero concluye parecido: “Así pues, no salimos de la ambigüedad en este terreno, con graves consecuencias. Pues la Iglesia no acierta a reafirmar el derecho público cristiano.” En esto estoy de acuerdo: él no sale de la ambigüedad y con graves consecuencias. La iglesia – sin mayúsculas – es decir “estas gentes de iglesia” si aciertan, han diluido la doctrina – no sólo ni principalmente en el campo del derecho público cristiano, sino en sus fundamentos dogmáticos- con precisa intención, y es el deber de los católicos pensantes denunciar esa ambigüedad, aclararla y no restar en ella balbuceante. La Iglesia no tiene ambigüedad alguna y enfrentando estas puestas, hay que concluir. Si tuviera más tiempo, analizaría “La cabeza de la Gorgona” donde encontraría más razones de disenso, por ejemplo en el concepto de Revolución, donde se sigue a Madirán, y donde:
“se afirma que la secreta y verdadera línea de demarcación trazada por la revolución no concierne a la fe cristiana en sí misma, sino a la principal obra temporal de la fe, a la cual algunos incrédulos han podido contribuir y que otros creyentes han podido desconocer; La Cristiandad. De modo que el designio constituyente de la revolución es aniquilar la Cristiandad o la civilización cristiana, es decir: la moral social del cristianismo enseñada por la tradición católica e inscrita en las instituciones políticas.”
Es decir, que la Revolución es un problema de choque contra la civilización y no contra Cristo mismo. Sin dudas, y partiendo de este concepto no se llegará a comprender la hondura de la ruptura que supone el Concilio Vaticano II, y fundamentalmente se plantan las líneas de defensa sobre las añadiduras de la fe de la Iglesia, pero se deja a la Iglesia indefensa contra el ataque demoníaco que trae la revolución en su interior. Madirán defeccionará de la lucha tradicionalista esencial. A esto se sigue un concepto de tradición acorde con la línea trazada. La Tradición es esta civilización que se hereda y no el núcleo del Traditum Sagrado, defecto bastante común en el tradicionalismo español. El Padre Lira en su Nostalgia de Vazquez de Mella (prologada justamente por Ayuso) nos dice:
“La Iglesia no ha sido fundada por Nuestro Señor Jesucristo para fomentar culturas o civilizaciones… ciertamente ha realizado todo esto con vigor... su defensa, que más debemos considerar como de nosotros que como de ella, porque en sí misma no necesita defensa… deberá apoyarse única y exclusivamente sobre su trascendencia divina, o si se prefiere, sobre la circunstancia de que no es otra cosa que Jesucristo difundido y comunicado, para ajustarnos a la hermosísima definición de Bossuet”. (¡Ya ves maestro tus buenos discípulos!)
La revolución es un ataque directo a la amistad del hombre con Dios en la gracia, en la participación de su naturaleza; un ataque al traditum esencial y dogmático, que podemos considerar declarado en toda la línea con el Concilio, después que demolió el frente de la civilización cristiana.
En el capítulo 5, Ignacio Barreiro (parece que es cura) nos habla de la fiesta de Cristo Rey, y después de reducir la Liturgia a la “didascalia de la Iglesia” (docencia: en pedante) , concluye parecido: “(…) esta proclamación (la de cristo Rey) aparece como inestable, en oposición lógica tanto con la letra de algunos textos del concilio, como con el nuevo sentido …” y bla bla. Lo cierto es que más que inestable, la hicieron polvo, le dieron un sentido extrahistórico y la tiraron al basurero de los cuentos para párvulos.
En el Capítulo 9 Danilo Castellano no da muchas vueltas. El Concilio es otra vuelta de tuerca del ralliement, otro equívoco político, pero aún hoy:
“El magisterio en medio de dificultades y no siempre con la claridad y el rigor con los que sería deseable se propusiese, (incluso para tener eficacia en el plano pastoral), se mantuvo sustancialmente fiel a la doctrina de siempre de la Iglesia Católica, aun cuando usó (poco oportunamente) un lenguaje que parecía marcar un cambio, cuando no una cesión, a la modernidad…”
Querido maestro, puedo suponer en los otros un silencio por razones de oportunidad política, que no justifico, pero este tipo asevera lo inaceptable, lo infundable y lo irrisorio. La continuidad ya no la sostiene nadie. Menos aún el enemigo que ha cortado con todas las letras y de manera pública y notoria. Sólo se conserva para asirse a una contradicción injustificable.
En el Capítulo 10, Gilles Dumont hace un análisis sociológico del “fenómeno” Teológico-político, (¡puaj! ¿Fenómeno?). (Esos análisis sociológicos me hicieron abandonar la suscripción de la revista Cathólica después de tres años y una vez que se fue el Padre Barthe). En suma, los sociólogos cuando ven un miembro del cuerpo que tirita, como no ven el resto de la persona, entienden que está dando signos de vitalidad, cuando en realidad está “estirando la pata”. Dice sin más:
“Sin embargo (a pesar de todo) el interés relativo que ha vuelto a adquirir lo teológico-político puede ser también la ocasión de volver a pensar la cuestión de la finalidad de lo político, es decir, in fine, la del sentido de la vida colectiva y, por tanto, de la definición del bien que puede ser perseguido.”
¡Oh, Dios! Qué lenguaje! ¿Así que el fenómeno teológico-político ha vuelto a adquirir un interés relativo? ¡Qué esperanzador!
Y por fin Bernard (con ese nombre magnífico, “oso fuerte”). Da qué pensar. O perdió la fe o la tiene muy oculta. Coincide en las líneas de una situación de ralliement parecido al del siglo XIX y principios del XX, sin grave perjuicio para la doctrina (no tan exagerado como Castellano). Le dice a estos buenos hombres de Iglesia que han errado nuevamente en el rumbo político, que tienen que enderezar ese “proceso fallido” producto de dejarse llevar por las “vanguardias modernizadoras” que han producido un daño que hay que revertir; cuando nosotros entendemos que está hablando con las mismas vanguardias que ya constituyen el grueso de la tropa y están llegando muy orondas las retaguardias.
El Daño Teológico, que consiste en “no un abandono de la doctrina (del concepto de soberanía de Cristo) como de su reducción, que provoca una disminución de su significado…”. Una simple reducción en un punto concreto de la doctrina política. Lo que hicieron con el resto de la doctrina católica que es fundamento de ese concepto político, no existe como problema para Dumont. No ve el daño teológico que secó las fuentes sacramentales, no ve que le corrieron todo el piso y sigue muy tranquilo en el aire agarrado de la brocha, eso si, pintando un cielo nublado pero sin darse cuenta del abismo que se lo está tragando.
Un daño jurídico (que ante lo otro y como buen abogado, me importa un pito).
Un daño político; parece que estos buenos hombres no se han dado cuenta que esta política ha llevado a una “mayor descristianización” (apostasía general solemos llamarle) ; no es el vaciamiento del dogma ni la anulación de las fuentes de la gracia… es un erróneo cálculo político (¡!).
Un daño moral; parece que hay un desorden, pero justamente es el desorden el que lo alienta.
El asunto es que el mundo se ha ido bastante a la deriva, y la Iglesia debe mover el timón. Rápido, que no hay mucho más tiempo. ¿Cómo? Veremos: Mantener la doctrina del Reinado de Cristo, “con insistencia machacona o de manera más discreta, depende de una elección pastoral” (del otro lado contestan, “mejor discreta, muy discreta, tan discreta que no se note”). Ahora sí, nada de ralliement y concesiones, pero si hace falta… discreción. Y desarrolla una serie de medidas conocidas y buenas, que sabe que nadie va a aplicar por el momento (no es tonto, no hay programa político). Y concluye con lo que tenemos que hacer:
Primero Filosofía tomista en las universidades, “los instrumentos para un nuevo comienzo están al alcance de la mano”. (¡Salute!).
Segundo: realismo y a no asustarse, los otros están en confusión, son una Babel y nos podemos colar. No existe el plan masónico que detalla Mons Delassus, ese desorden es nuestra oportunidad, podemos ordenarlos. (De fondo suenan unas carcajadas demoníacas.)
Pero eso sí, ojo y reojo, lo más peligroso es la respuesta comunitarista que habla de un “final de la política” y termina privatizando la religión:
“…el colmo del comunitarismo se alcanza cuando el refugiarse en la sociedad civil y la pérdida del sentimiento de pertenencia nacional, vuelven en los hechos a un encierro en formas de sociabilidad religiosa (reuniones, peregrinaciones, grupos de oración) sin dudas buenas en sí mismas (son bobos pero no tan malos, nos quiere decir) pero muy alejadas de las implicaciones de los laicos en la primacía que hay que conceder al bien común, comenzando por el servicio de su patria y de las cristiandades amenazadas de extinción …”
En suma. El peligro dentro de la Iglesia no es muy grave. Son políticamente zonzos pero en doctrina salvables. Nos necesitan como asesores y para lograrlo, hay que hacer buena facha de filósofos, pero rajar de esas comunidades que les gritan ¡herejes! y andan rezando para que no se vayan al infierno. No embromen con los asuntos litúrgicos ni con la validez o no de los sacramentos reformados. Ese asunto de la gracia no debe aparecer, como no aparece en ninguno de los comentaristas, salvo, José Miguel Gambra, que mantiene en alto su ascendencia. Las patrias y el bien común siguen existiendo a pesar de que Cristo ha muerto para ellas. ¿En qué grado de naturalismo se da esta existencia? ¿no era esto El Mundo?
Querido Bossuet, yo entiendo que en busca de la coincidencia y las buenas migas, nos traiga un autor que murió en el veintiuno y con el cual podemos llegar a coincidir. Pero ha pasado mucha agua bajo el puente desde allí. Ya el tema de conquistar “élites” lo había fumado bien Ousset, porque desaparecido el concepto de nobleza, estas élites no son otra cosa que la parte más sólida de la sentina revolucionaria que se mantiene a flote. Traigamos a Calmel y chocaremos de frente, aún con el mismo Ousset. Traigamos a Lefebvre y chocaremos aún con Madirán.
Como verá, disentimos, y repito. Veo en ellos una acción diluyente del espíritu que se impone en la hora y que consiste en la defensa del traditum esencial, que está sufriendo un ataque de la revolución que ya pasadas las defensas de la civilización, bombardea el Sancta Sanctorum que fue su propuesta expresa desde el inicio y, como decía Mons Delassus, ha llegado la hora de la oración, del recurso a la fuentes de la Gracia, del cultivo de una teología y una filosofía esclarecedora de esa ambigüedad forzada por el enemigo y sostenida por estos “amigos” que creen que manteniendo el río revuelto, podrán obtener ganancias de pescadores. Es el momento de las peregrinaciones, de los rosarios, de rogar a Dios por un milagro.
Es la postura de estos autores un problema de haber perdido las verdades esenciales en un toma y daca de un discurso político? En algunos casos sí. O simplemente es una especie de pantalla que ponen para cegarse y no mirar el asunto esencial de la apostasía que nos deja a expensas del misterio y nuestros dones personales sólo sirven como ofrenda de impotencia?. Con Calmel, santo de la impotencia humana y de la Gracia divina, creo que los auditorios han burlado a los oradores y, al abandonar el lenguaje tradicional por no abandonar el público ( como hizo el dominico que terminó hablando a unos pequeños grupos y a unas monjitas aisladas) poco a poco el Verbo los abandona. Calmel moría sin poder ver ningún fruto; hoy sin embargo esas comunidades que soñó existen, como el bosque de Elzéard.
Al fin, me voy a plantar bellotas como quiere mi declarado archienemigo y a sentarme en la única cátedra que he ambicionado en mi vida, la de mi mesa, que están poniendo en este mismo momento las mujeres para festejar este Domingo de San Pedro y San Pablo. El relato de Giono cuenta que una vez que las fuentes se recuperaron, viejas semillas que moraban de antiguo, germinaron especies que “El Hombre que plantaba Árboles” no había puesto: sauces y mimbres, como nosotros; Olivos y Genistas ya vendrán… de olivos algo veo… o será El Reino?