Cuarto en discordia

Enviado por El Carlista en Lun, 29/09/2014 - 4:17pm

Reproduzco seguidamente las líneas que acabo de recibir:

No puedo menos que manifestarla en la ocasión. Por lo menos mi disentimiento, que es cosa menor mas si osada por las calidades del terceto opinante.
Fácil es disentir con Dardo y difícil salir ileso de la andanada de saetas con que sacude a sus contrincantes, prevenidos o no. Pero, su actitud me recuerda a la del genial Chesterton, quien cierta vez estaba enfrascado en una discusión con un desconocido sin horizonte de conclusión alguna, recibiendo de su cónyuge la exhortación amable de cesarla, atento que el tiempo pasaba como los trenes -uno tras otro en la estación londinense, imagen ésta incomprensible para los maltratados pasajeros locales- y no iba a lograr convencer a su interlocutor, recibiendo la paciente dama como respuesta que su propósito no era ése sino el hecho mismo de debatir.
Distinto es el caso de Marcelo, con quien concuerdo en términos casi absolutos. Casi. Efectivamente, porque aparte del que nos ocupa, sólo en un par de oportunidades no me sometí a su ponderado juicio y esto, supongo, que para que no me caiga la sentencia de Freud que, dicen, aseguraba que cuando dos individuos están siempre de acuerdo, uno de ellos piensa por ambos (Tribuna de Doctrina, 28/9/14). Una, cuando los yankis atacaron Libia, expresando que el hecho no lo conmovía por carecer Kaddafi (¿?) de simpatía alguna de su parte, siendo que para mí, caída la URSS, en el plano internacional los EEUU son el enemigo mayor; nunca más hablamos del tema, aunque presumo, visto el resultado, que su opinión habrá variado, aunque más no sea por el desastre que produjo tan torpe acción. Otra, al sostener él, que está reflejado de mejor manera el aspecto sobrenatural de las apariciones de la Santísima Virgen en Lourdes en la obra de Werfel (El cántico de Bernadette) que en la del abbé Laurentin, quien, para mí, no manifestó en ella su veta modernista por plasmar adecuadamente dicha perspectiva, a la que añadió una rigurosa precisión en el relato de los hechos, haciéndola tal circunstancia superior a la del novelista felizmente converso; la cuestión se suscitó nuevamente un par de veces, que aun en términos jocosos, fueron suficientes para acreditar que las posiciones permanecen en situación de irreductibibilidad. Sirva tan latosa explicación para que se entienda que con dicho amigo las diferencias no existen y que en lo que incumbe a la crisis actual de la Iglesia (señalo lo de actual, porque su historia es una sucesión de crisis), esta es la primera vez en que, sin plantearlo en términos tajantes, disentimos, pareciendo que ha tomado la posición del lefebvrismo duro frente a la del moderado que ahora me toca sostener en incómoda y peligrosa soledad, más en esta página que no hace de la mesura su signo distintivo. Dicen en casa que con mi franqueza, rayana en la ingenuidad, vivo pidiendo a gritos los cascotazos: al fin y al cabo, soy como el alacrán del cuento, con una naturaleza resistente a la gracia.
En el caso del Carlista la cosa es más sencilla: la única que la tiene difícil es la sufrida irlandesa. Con Clarita lo tenemos como a un hijo, por cordial y familiar amistad y por reiterados bautismos que así nos ligan. Por eso sé, que aun discutiendo acaloradamente, va ser con un vaso de vino o de whisky de por medio, real o virtual -mejor aquél-, sin la amenaza de una réplica feroz o del suministro de pollos envenenados y, más últimamente, de vinos perreados.
Fijo mi posición y lo hago desde una elemental coincidencia: ya no cabe un acuerdo sobre la base del Concilio Vaticano II. Ello era posible treinta años atrás, cuando Mons. Lefebvre, en los tiempos primeros del pontificado de Juan Pablo II, reuniéndose con las autoridades romanas ofrecía, para hacer posible la regularización de la FSSPX, interpretar el concilio a la luz de la Tradición, lo que era un esfuerzo grande de su parte, puesto que en cierto modo significaba poner los bueyes detrás de la carreta. Simultáneamente demandaba que se permitiese la "experiencia de la Tradición". La Tradición hizo su experiencia y el concilio dio, cada vez más, sus frutos malos. La FSSPX ha permanecido incólume sosteniendo la Fe de siempre, siendo ello reconocido por quienes hasta hace no mucho la objetaban, incluso por curas si no modernistas modernos y por allegados a organizaciones que siempre le fueron hostiles.
En esa tarea, la congregación aludida ha sido en los hechos la presencia de la Iglesia, cuando ésta se ausentó con la plenitud de sus caracteres de la generalidad del mundo cristiano. No sólo proporcionó la administración de los verdaderos sacramentos sino que también las obras que multisecularmente vincularon a los fieles con el Cuerpo Místico, con esa organización que es propia de un grupo social. Así dio lugar a la constitución de múltiples asociaciones de familias que bien pueden ser el germen de un futuro régimen político erigido sobre los principios evangélicos.
Contrariamente, el modernismo como matriz ideológica se encuentra agotado, perdurando como mera empresa de destrucción sin otro norte que el caos, incapaz por ello de convocar voluntades para una acción prolongada. Cualquier hombre de buena fe -sobre todo si es joven-, no puede sentirse largamente atraído por ideales efímeros, carentes de aquellas certezas que dan sentido a la vida.
Años atrás, planteándole a uno de los obispos de la FSSPX la conjetura de que las actas labradas a propósito de las conversaciones doctrinales entabladas con los delegados de la sede romana podrían constituir los esquemas de trabajo de un futuro concilio que dejara sin efecto el Vaticano II, la desechó de plano, manifestando que sólo cabe esperar un acto de autoridad en tal sentido de un papa esclarecido.
Mientras tanto ¿qué cabe hacer? Lo que se hizo siempre y que está, a mayor abundamiento, establecido. Los estatutos de la FSSPX fueron promulgados con posterioridad al CVII, como que dicha sociedad fue fundada después del nefasto sínodo, para reparar los daños que produjera al orden sacerdotal. Era una época en que las autoridades eclesiásticas, aun las más encumbradas, habían proferido o insinuado todas las pestilencias que están en boga: basta releer para ilustrarse sobre el particular, las denuncias efectuadas por el abbé Georges de Nantes en su boletín "La Contrarreforma Católica del S. XX".
En la norma mencionada, está impuesta la función del superior general de la congregación de mantener relaciones con la sede romana, no habiéndose suprimido dicha obligación con posterioridad al momento de mayor tensión existente entre ambas potencias (una, que ostenta la autoridad y la otra, sostén de la Verdad): las consagraciones episcopales que acarrearon la excomunión después levantada sin que mediara retractación alguna, dicho sea de paso y como para resaltar su crasa arbitrariedad.
Tal marco objetivo es el que dispone la actuación de Mons. Fellay o de quien ocupe su lugar y no caben consideraciones acerca de intenciones ocultas y malevolencia de sus interlocutores para limitarla. Debe proceder con atención y ejercitando la prudencia, la que conlleva el auxilio de sus partes potenciales, no existiendo elementos idóneos para acusarlo de no haberla observado hasta el momento, por lo que cabe suponer que mantendrá dicha línea de conducta.
Indudablemente existe una acción persistente y concertada dirigida a la destrucción de la Iglesia, pero en ella no están necesariamente involucrados todos sus jerarcas, aunque aquellos a los que podamos substraer de someterse a la empresa diabólica no hayan superado el modernismo, tacha que no descalifica a todos sus actos de gobierno. Por eso no son lo mismo todos los papas elegidos de mitad del siglo pasado a esta parte.
Personalmente, excluyo de un juicio preponderantemente negativo a S.S Benito XVI, no sólo por la buena disposición que a pesar de todo demostró a la FSSPX (valga a modo de anécdota, lo expresado en una ocasión por Mons. Williamson a mi mujer, de considerarlo en ese sentido como un hombre que actuaba de buena fe), sino, principalmente, por la promulgación del motu proprio que devolvió a la Iglesia su antigua liturgia, significando ese hecho un punto de inflexión en el marcado proceso de decadencia y un hito en procura de su anhelada restauración; tan fue tomado de esa manera, que al día siguiente de publicarse la medida, tras la misa solemne en La Reja, el celebrante -sacerdote de cuya firmeza y sabiduría nadie puede dudar- ofició un tedeum, habiendo dicho, previamente, en el sermón, que estaban en el seminario "un poco orgullositos", manifestando, por su parte, el prelado aludido en la sobremisa la alegría que lo embargaba y para remarcar la bondad de la disposición, destacaba el enojo de aquellos que, sin palabras, pero que con un claro gesto identificaba, posando sobre su respingona nariz el dedo índice en forma de gancho. Y ahí está el punto: en la retahíla de papas conciliares, aplaudidos en su generalidad por el mundo, sólo uno mereció la reprobación unánime de los poderosos y, creo que, en gran medida, por el acto señalado.
Rechazo que explique mi posición una suerte de "señoragordismo", porque creo que en materias política o religiosa a tan bajo no he caído. Sí, según la patrona, soy un señor gordito, no como su suegro -modelo de apostura en la comparación- que se conservó fuerte y enjuto hasta el final, afirmación efectuada con la sola intención de zaherirme pero que me produce envidia hasta de mi viejo.
Reconozco que soy un tanto tilingo, pero ello me es connatural: el siglo y medio que tengo de argentino lo es de porteño y aunque trato de disimularlo, hay cosas que marcan; supongo que un primer paso para intentar redimirme de este pecado original impreso por la geografía, sería aplicar el gentilicio usado por Marechal, trinitario, recuperando gloriosamente el buen sentido que seguramente tenían mis ancestros bearneses, inmemorialmente campesinos.
Quizás para suplir el defecto de origen acusado, providencialmente encontré algunos maestros -provincianos, por supuesto- que emprendieron la tarea de enderezar mis juicios, instándome a dejar de lado trivialidades y superficialidades, esfuerzo que aunque no correspondido por notoria incapacidad del recipiente, sirvió para que en alguna medida aguzara mi entendimiento.
Una de las cosas aprendidas es que no hay que aceptar sin más los lugares comunes, porque de tanto repetirlos quedan erigidos como verdades reveladas, pero que, sin embargo, su alcance queda limitado para resolver todas las cosas humanas por la vastedad de ellas.
Así, se sostiene sin que sea admitida prueba en contrario, que la Iglesia a partir del CVII es un bloque compacto e impermeable a cualquier acción tendiente a sacarla de la encrucijada en que se encuentra y que solamente se podrá restablecer el diálogo cuando solemnemente haya abjurado de sus errores, estando, por lo demás, gobernada por una banda de traidores. Que de esto último algo hay, es indudable, pero no todos los obispos lo son ni la situación se explica por una conjura en la que participa el conjunto.
Más allá de los testimonios calificados del ilustre fundador de la congregación como de tantos que se dan en la actualidad, sobre los no pocos Nicodemos que con la "prudencia" que les imponen las circunstancias se acercan para expresar la oculta aprobación, tenemos la convicción expresada por Michael Davies en "El Concilio del papa Juan", de que no todos los obispos que acompañaron las reformas integraban una conspiración ni aun la totalidad de los que las promovían; la realidad no puede entenderse en términos tan absolutos y a veces hay que acudir más que a los desarreglos morales a las imperfecciones congénitas, que ni con la gracia se reparan.
Me sea permitida una digresión. Quien no la permita que concluya con la lectura, que resultará menos perjudicado que de proseguirla: se lo aseguro.
Como hice referencia al libro de Davies, cuento que unas pocas noches atrás volví a encontrarme con un viejo amigo, patriota ejemplar, católico cabal y hombre de jugárselas sin alarde alguno en situaciones muy riesgosas, extremo que podría desmentirse por su temperamento algo apocado -quizás sea ésta en realidad la modesta presentación de su humildad no fingida-, pero los hechos están. El caso es que hablando de esto y de lo otro y de lo devaluadas que están las canonizaciones de los tiempos postconciliares, refiriéndome al estigmatizado de San Giovanni Rotondo le expresé que prefiero mencionarlo simplemente como el padre Pío para no asociarlo con unas cuantas dudosas santidades, entre las que sobresalen las de los Juanes últimos, encontrando como respuesta -sorprendiéndome por no tratarse estrictamente de un correligionario- su entusiasta aprobación y apoyándose para descalificar al papa "bueno" la lectura que está (o estaba) haciendo del maestro de escuela inglés, afirmando que la convocatoria conciliar había sido un acto de suma imprudencia, que de mayor provecho, o menor perjuicio, hubiese sido continuar las líneas del pontificado de su predecesor. Ya eran demasiadas mieles como para no refutarlo, citándole parte de un sermón de ordenaciones pronunciado por Mons. Williamson aproximadamente hace diez años, en el que hablando de la Iglesia preconciliar, sostuvo que no aplicó el mandato evangélico, porque si bien oraba no velaba, quedando impresionado mi interlocutor por dicho juicio, al que dio entusiasta aprobación. Y avancé más, poniendo como ejemplos de dicha flaqueza la elevación al cardenalato de Angelo Roncalli, a pesar de haber manifestado oposición a la proclamación del dogma de la Asunción -seguramente por no ir en línea con la tarea de los ecumenistas- y la designación, después de haberse descubierto su connivencia con el enemigo soviético, de Mons. Montini al frente de una sede cardenalicia, allanándosele así el camino al papado.
Para colmo de mi dicha, aquel viejo amigo me manifestó su profundo disgusto con el arzobispo platense, a quien en consorcio matrimonial defendía tenazmente, conmovido ahora por el reciente contubernio de Mons. Aguer con el rabino Sporka: las vendas están cayendo de los ojos de los hombres de buena voluntad.
Otro de los tópicos habituales en nuestro ambiente es el del antiacuerdismo, poniéndolo como única posibilidad frente a esta Roma. Ello me parece equivocado en cuanto implica una indebida simplificación del problema.
En primer lugar, porque acordar no significa necesariamente entregarse ni defeccionar, en la medida en que quede resguardada la libertad de la Fraternidad para sostener íntegramente la Verdad, tanto intelectual como prácticamente.
En segundo lugar, porque esta Roma y quienes actúan en su delegación mantienen su autoridad, a la que los católicos debemos someternos en todo aquello en que no contradiga la Fe y sea un obstáculo para la salvación de las almas. Pongo como ejemplo el de la conmemoración de la Asunción de la Santísima Virgen: suprimido el feriado por el último gobierno militar, la Conferencia Episcopal Argentina dispuso en el 1991 que el 15 de agosto recuperaba su condición de fiesta de precepto, a partir de lo cual las autoridades locales de la FSSPX hicieron la advertencia correspondiente a los feligreses, que se renueva año a año.
Debemos admitir que la congregación aludida está "floja de papeles", pero vale aquí la imagen de la habilitación para conducir. Un pasajero prudente quiere llegar a destino y para ello prefiere un conductor idóneo sin licencia al torpe pero licenciado, aunque a fin de evitar inconvenientes lo óptimo es la reunión de ambas calidades, situación que puede asegurar el concurso de mayor cantidad de clientes.
Por lo demás, el reconocimiento tendría el valor de acreditar visible y públicamente la pertenencia entrañable de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X a la Santa Iglesia romana.
Y que ello sea cuando el buen Dios lo disponga.
JAL