Aún dentro de la sencillez de la experiencia, para un padre de familia no deja de ser una impresión reconfortante el ver tu familia en el acto brutal de engullirse las viandas que has procurado con el esfuerzo de tu trabajo. No hablo ya de las variadas formas espirituales que comienzan a darse en aquella situación, sino de simplemente “nutrirse” como nobles animales. El ruido de las mandíbulas triturando y los gorgoritos del beber. Ver sus cuerpos saludables creciendo al ritmo en que las vituallas van desapareciendo, en la confianza tranquila que mañana el viejo vuelve a llenar la mesa. Ver los machos con los brazos firmes desarmar de un manotazo una hogaza de pan y la hembras esplendentes rellenando sus cuerpos rebosantes de ternura y fertilidad, para luego ambos, recorrer su día. Así, en silencio, contemplar ese acto de vitalidad prehistórica que te otorga la primacía de aquel reino hecho de músculos tensados, de bocas engrasadas, de vientres satisfechos. Esa enorme satisfacción de faena cumplida al final de la jornada. La tarea del día.
Quienes vamos por el camino de la vejez con la merma de la fuerza y la llegada de los achaques, junto con la patrona que supo ser un día fruto maduro del verano de la vida, recibimos confortados la visión de nuestros cuerpos replicados por ese torrente de energía que continúa el camino recorrido en una resurrección lograda a fuerza de trabajos , de penas y de besos. Que justifica y explica nuestra muerte que se anuncia en cada diente que se cae, en cada articulación que cruje y en cada tripa que grita. Esperando sentir junto al lecho final de la existencia esa misma satisfacción de haber terminado el día con la tarea cumplida.
“He dado de comer”, puede ser el mejor epitafio de un padre sobre su tumba.
La imagen que nos viene a la mente es la de una larga mesa de madera, de veta gastada con cestas de mimbre, con panes blancos y carnes rojas, agua y vino. Nadie pondría en ella seis juegos de cubiertos con faisanes y peces exóticos, regada de distintas clases de vinos y postres adornados, pues ya la figura del padre se hace compleja frente a la enorme intermediación que la sofisticación supone. El ejemplo del cuadro, al ser traspuesto a esta mesa refinada estalla en mil circunstancias que desfiguran la función de los personajes; desde la incoherencia de la fatiga y el sacrificio del padre, pasando por la innecesaria tensión del músculo en la hartura, y terminando en la prescindible fertilidad en la abundancia.
Pertenecemos a una religión en la que Dios es nuestro Padre. Un Padre que da de comer; que pone sobre la mesa Su sacrificio y que espera verse replicado. Que nos da pan, carne roja, agua y vino. Para ver tensas las almas en busca de una nutrición para una vida simple, hecha de trabajos, de penas y de besos. Esa es nuestra cultura, no de seis cubiertos, de faisanes y de postres. Nuestra doctrina es el rudo pan que amasa la madre Iglesia para nutrirnos. Para nutrirnos vitales y fértiles, en la sencillez, lejos de la hartura. El pan que se hace cada día, renovando cada día el sacrificio, y que alcanza sólo para ese día, porque la tarea se cumple en el día y no importa si hay otro.
Cuando pensamos, pensamos como padres; para dar de comer. Para dar a nuestros hijos una vianda simple pero nutritiva. Con un pensamiento que cumple con su día. No somos chefs de algún caro restaurante para sibaritas, que expresan sus ideas entre eructos y rellenando bibliotecas como vomitorios. No somos tampoco los que mandan a los suyos a la cama con sus panzas vacías.
Nuestra sociedad es una sociedad de hijos, de hijos que se acercan a la mesa del Padre para simplemente nutrirse para enfrentar la tarea del día esperando la resurrección. Sin muchos planes ni retorcimientos; sin tantos proyectos; pues todo depende de que nuestro Padre tenga mañana la mesa servida, servida de ese pan, de esa carne, de esa agua y de ese vino que no hartan. Y nuestro Padre muere cada día por darnos alimento.
¿Qué sería de nuestros hijos si mañana no está la mesa dispuesta? ¿Dónde sus planes y sus sueños partirían? ¿A que laberintos la orfandad los llevaría? ¿Qué oscuros brebajes y ponzoñosas confituras recibirían?.
Sepan disculpar a un viejo padre que muere cada día sin mucho más que hacer que acercar un poco de comida. Que en su sencillez brutal no entiende de faisanes ni de variadas bebidas, que por todo alarde de cocina desconfía y, cuya peor traición es dejar la mesa vacía. Que gusta de mirar en el silencio el llantar de los suyos con sustancia, lo que la mesa frugal dispone para el día. Que entre todas sus cosas, lo apura la mesa como apura al Cura entre las suyas, el no dejar de decir su Misa.
Tengan conmiseración de este simplón que no acepta cursos de cocina, ni alimenta a los suyos con la literatura de gastronomía, y que a la hora de comer, gusta de sustancia nutritiva y no sabe apreciar los firuletes de la alta cocina. Que su mayor disgusto, sería no ver venir con hambre a sus hijos por haberse llenado de porquerías.
Vamos viejo Cura, yo pongo la mesa tu pones la Misa; y se hará andando el día con sus coces y sus tropelías.