Un mito moderno es el de la autoestima y el de tener fe que algo va a ser, para que se haga realidad. Busca tus sueños, haz tu vocación y toda esa serie de frases hechas, que esconden una serie de imbecilidades que llevan a que los jóvenes se estrellen contra las paredes en el convencimiento de que pueden atravesarlas.
Pero también sabemos que algo de verdad esconden. El menosprecio de uno mismo contagia a los demás y la falta de confianza nos hace pusilánimes. Recuerdo en este momento un sermón-fábula de mi hermano cura, en el que tres árboles que crecían vigorosos en la cima de una colina, soñaban con su futuro. Uno quería ser la cumbrera principal de una catedral, el otro, la quilla de un gran barco de guerra y el tercero quería permanecer en esa cima, para siempre frondoso ser el rey del paisaje y faro guía de todos los peregrinos. El hecho es que al tiempo vinieron los leñadores, los hacharon, los tablearon, y los tiraron en una barraca para llenarse de polvo por años.
Ya olvidados, alguien tomó las arruinadas tablas del primero y construyó un resguardo para sus animales, más tarde otro eligió las tablas del segundo, ya asentadas, para construir una barcaza de pesca y el último, fue elegido por un soldado para llevarlo a las barracas militares previendo algún uso.
Resumiendo, el primero al que hicieron un corral, resultó ser el pesebre de Belén. El segundo aquella barca de la pesca milagrosa y el tercero terminó sirviendo para construir el patíbulo que sería la cruz del Cristo, faro y guía de la humanidad. Estaba mejor contado por mi hermano y las enseñanzas eran más profundas que la que extraje. Pero en suma, una disposición y un anhelo de grandeza es un componente necesario para un destino decente.
No suele resultar como nosotros queremos y hacia lo que nos orienta nuestra ambición un tanto pueril, pero suele ser premiado por un destino mucho más duro y moroso de lo que queríamos, pero más grande y profundo de lo que esperábamos o imaginábamos. Una visión realista de lo que somos y de lo que nos entorna, con todas las deficiencias, no priva de un deseo de ser magnánimos dentro de ellas.
Entendemos que la resignación al destino o a la providencia es un componente necesario para pisar en terreno firme y que la cabeza no se nos vuele.
Pero muchas veces sentimos que nuestra vida, que supo concebir sueños más grandes, se muere de tedio en esta barraca de polvo y quietud en las que nos han arrinconado. Somos uno más en un hormiguero que se agita en la monotonía de la repetición, que al final no es otra cosa que agitación para la quietud.
Una olla que bulle sin sustancia. No hemos escrito una página de gloria, ni de honor, ni de heroísmo, ni de dramático amor. Hasta que renunciamos de los sueños y nos ajustamos a este modo de ser de las cosas, para evitar el dolor del fracaso o del rechazo. Ya el mundo y su historia no es más una aventura que nos espera para dar la nota especial que creímos poder dar y que tuerce el curso, sino que terminamos siendo cultores de la situación de hecho, del “fait accomplié”, al que sólo agregamos nuestra partecita de abeja.
Renunciar a la grandeza acarrea la maldición de la chatura. Y a pesar de toda la publicidad vertida, el hombre moderno muere de tedio y sinsentido, viendo fracasados todos sus intentos y pulsiones. Toda empresa grande pierde su posibilidad ante un hombre que ha perdido la confianza y la fe.
Hollywood nos vende soldados heroicos de una semana y luego la vuelta a casa.
Nada de las penurias de un Alvar Nuñez atravesando sólo la América durante diez años. Así como ya no hay amores eternos, ni vocaciones religiosas.
Nada amerita un esfuerzo muy largo. Todas las batallas, los odios y los amores son por un rato. Ese corto espacio que dura nuestra fuerza y que no dilata el gozo y alarga el sacrificio.
Aún los mejores no resisten, ni creen que puede exigirse el resistir un esfuerzo de largo aliento. Mucho menos un esfuerzo generacional o aún más, histórico. De toda la historia. Y es por esto que la lucha esencial de nuestras vidas, la lucha del bien contra el mal, no puede ser comprendida ni aceptada. Se le exigen “tramos”, tramos acotados de lucha y tiempos de festejo, tiempos de tregua, tiempos de acuerdos. Trabajo y vacaciones. Aún más, resultados terminados y luego vacaciones. Al hombre moderno le resulta impensable e inaceptable no ver los resultados, para alegrarse o suicidarse.
El tradicionalismo exige este tipo de espíritu de grandeza porque implica tomar partido en una batalla que dura toda la historia, que excede con mucho nuestro momento y que espera un destino final de grandeza que no alcanzamos ni a imaginar porque supera todos los sueños, pero que sólo puede enfrentarse desafiando la chatura. La historia no es una carrera de obstáculos que hay que sortear y de cuyo esfuerzo podemos descansar en cada rellano. Es una batalla permanente contra un mismo obstáculo que no da tregua ni vacaciones, que no hace acuerdos ni permite festejos. Que se disfraza de situaciones nuevas pero que es siempre el mismo. Que se solapa o se descubre. Que se hace público o privado. Y ese mal que permanece siempre el mismo, resulta que no es porque el tenga esa consistencia y esa tenacidad, sino que lo es porque su Enemigo la tiene.
El tradicionalismo no se ancla en peleas históricas del momento, no se hace ni francés, ni inglés ni español; no se hace fascista, ni carlista, ni nacionalista, aunque en algunas de ellas coincida por momento. Sus derrotas no son su derrota y sus victorias no son su victoria.
A ver si nos explicamos. La historia no es un desarrollo lineal de momentos superados, como nos dice la filosofía moderna, y en eso están más acertados los pensamientos cíclicos orientales; la historia se vive frente a Dios que es siempre el mismo, siempre la misma verdad a la que, el Demonio, que inspira a los hombres, quiere ocultarnos y confundirnos. La historia tiene un Elemento permanente y quieto, y el atacante, siempre ensaya un nuevo flanco. Pero el fuerte defendido es siempre el mismo. La única victoria inefable es de Cristo. Nuestras victorias son pasajeras y ya traen en si misma su contradicción. El éxito de la Edad Media ya trae la Ilustración. El demonio aprende de cada intento y renueva su astucia. Intenta nuevas debilidades, y hoy más que nunca es esa pusilanimidad de los buenos frente a la victoria aplastante del mal. Esa chatura de partir desde un mediocre resultado para una victoria intermedia.
Hoy existe un pretendido tradicionalismo que ya ha caído en la maldición. Un tradicionalismo que pretende un desenlace, una tregua, un acuerdo. Que piensa que ya no se puede aguantar más, que este asunto no puede ser tan largo, que es necesario cerrar un ciclo y comenzar otro, que es necesario receptar una situación de hecho para renovar una nueva tarea. Que quiere vacaciones. Que ya son muchos los caídos. Que no podemos eternizar la misma postura. Que esto nos aísla y nos deja solos. Pero nada puede cambiar la persistencia de Dios ni la obstinación del demonio. Lo que puede cambiar en el demonio es la estrategia, y la estrategia es siempre darnos un bando en la historia que parezca el bueno. Lo que puede hacer es hacernos creer que nos da tregua. Lo que puede es hacernos creer que estamos pidiendo mucho, que necesitamos alianzas; o como me dijeron hace poco, que tenemos que dar buena “imagen” a los hombres.
Lo que puede es embobarnos o acobardarnos. Embobarnos no dejándonos ver la profundidad del mal que se ha instalado, y aún más, en el que comenzamos a ver las “flores del mal”; o acobardándonos pensando que todo está perdido, cuando todo está ganado. Cristo ya ganó y a nosotros nos toca compartir su victoria, pero también, y primero, su calvario.
El tradicionalismo es una batalla sin cuartel desde los primeros apóstoles hasta el último de los elegidos. Su sueño y su anhelo es librar esa batalla, transitar el calvario. Su autoestima es saberse capaz de darla. Su fe es saber segura la gloria. Su honor es continuar el esfuerzo de los siglos. Ser camarada de todas las campañas heroicas.
El Papa actual ha producido en sus maneras un doble efecto que nos deja perplejos a los que creyeron mal, una vez más, que el mal puede servir para bien. Algunos creímos que nos iba a confirmar en nuestra postura de defensa de la tradición, evidenciando los males del Concilio, y así fue en algunos. Pero para otros pareció que su maldad, superadora de esos males, obligaba a muchos de los anteriores a tornar por buen camino.
Es tan evidente su contradicción y tan profunda su negación, que nos promueve a quedarnos más o menos tranquilos con los anteriores conciliares. Son sus formas tan repugnantes que nos hace camaradas hoy, de nuestros enemigos de ayer que no alcanzan este grado de corrupción. Movimiento que en la historia nos hace parecer un “ascenso” de aquellos, nos hace creer que el no ir para más mal, es volver hacia el bien; caprichos de la relatividad del mal que nos produce el espejismo de los movimientos. (Como aquel motociclista que fue rebasado por una Ferrari a 300 km por hora, y creyendo que estaba quieto se bajó a 50 km por hora). Y el problema no está en la forma que toma el mal, ni la solución, en el juicio que hacemos de él. Sino en la eternidad inmóvil del bien. En el punto fijo. Es el bien la medida de nuestra acción. Y esta reacción de los anteriores contradictores es sólo un bando histórico, del que no debemos tomar parte, porque ni su victoria ni su derrota es nuestra. Su cálculo es efímero. Ni tampoco Francisco es la medida del horror, ni lo que él cause es el colmo de la aberración. Ni el próximo Sínodo es la batalla, sino una maniobra de distracción. Sólo es un nuevo intento, tan malo como los otros, tan tonto como los otros, tan ineficaz frente a Cristo como los otros. Un golpe más al Cristo de la Pasión. ¿Cuál peor o más doloroso? No lo sabremos; si fue el látigo o la desidia. El escupitajo o la burla.
No se trata de escapar de Francisco como de la peste, buscando algún mal menor. Este es el consuelo de la chatura, la propuesta de la falta de ánimo. Quien niega un ápice de Dios, lo niega todo. No debe el próximo Sínodo asustarnos y obligarnos a ser camaradas de los que enterraron la liturgia romana, de los que ocultaron nuestras glorias, de los que dilapidaron los tesoros. Que callen, y que hagan penitencia, pública, como públicas fueron sus defecciones. Eso es reparar, y no esta batalla de medias verdades.
No quiero como dicen que nos vaya peor para que nos vaya mejor. Quiero que entiendan que las batallas por los males menores son falsas. Principalmente porque en las cosas de Dios no tenemos la medida del mal, porque no alcanzamos a concebir la medida del bien. Quienes en este plano definen males menores no saben de lo que hablan. El norte cristiano es la perfección, y si ya nos suena esto una exageración o una presunción, una especie de “discriminación” soberbia de los pobres mediocres, hemos elegido la chatura.