De mitos y maldiciones (Parte V)

Enviado por Dardo J Calderon en Vie, 08/05/2015 - 2:33pm

Narciso  era un muchacho muy guapo, tan guapo que se enamoró de sí mismo y no le daba bolilla a nadie.

     La hermosa Eco (que por linda y esquiva había sufrido la maldición de no poder hablar y sólo repetir las últimas palabras de quien le hablara) se enamoró de él, pero fue malamente rechazada. Némesis, vengadora de amores, le lanzó al muchacho una maldición de que no bien se viera al rostro, no podría sacar de si su atención. El hecho es que se vio reflejado en un arroyo donde quería beber y, enamorado de sí mismo, se quiso besar y se ahogó.

    Son cientos los autores que entienden que el hombre moderno está enfermo de narcicismo, es decir, que su gran preocupación es él (sus derechos, su realización, su autoayuda, su cuerpo, su belleza, su salud, su, su, su), y que esto lo ha perdido en la nada de su individualidad.

   Sin duda alguna, el origen del mal es cuando el liberalismo lo convenció de que toda sociedad nace de un contrato que se firma para sortear algunas dificultades, pero que finalmente es para “su” beneficio que las mismas existen. Lo convenció también de que un día, todas estas sociedades dejarán de tener razón de ser; cuando él logre su realización, su evolución, su autoconciencia, el paraíso capitalista,  el proletario o el del modernismo. Por supuesto que se logrará una vez ejercida la violencia necesaria sobre los que retrasan esta hermosa utopía, ya sea con la violencia de mercado, de los fusiles o de las excomuniones, y este enemigo siempre será el que diga: “ya no busques nada, todo te ha sido dado”; el retrógrado conformista.

     El modernismo entiende a la Iglesia de igual manera; es por un rato, para una toma de conciencia del individuo, para ayudarlo en su realización, para su toma de conciencia ascendente en la historia, y una vez operada – en la historia o en el borde de la historia frente al cielo- desaparecer, para llegar a un destino individual, ya por fin desaparecida la Iglesia, sus jerarquías y poderes innecesarios.

   Lo que queremos destacar ahora es que esas sociedades o asociaciones temporales que se convienen para sortear un mal rato, deben necesariamente incluir dentro de ellas un dispositivo que asegure que se van a desarmar. Y esto porque los hombres que las encabezan, tienen la mala tendencia de  querer perpetuarse y por eso se concluye que fueron  buenas las revoluciones (aunque a veces un poco crueles; daños colaterales aceptables).

   Es decir, que toda organización moderna, que nace para un objetivo de satisfacción al individuo, debe tener como primera ley – aún por encima de los objetivos que le dieron razón (defensa, economía, educación, etc.)  - el objetivo primario y principal de autodestruirse, para que lo plural no fagocite lo singular y no nos pasemos la vida haciendo la voluntad de un Padre y dilatando para siempre nuestro momento. Corresponde asesinarlo. Guillotinarlo. Crucificarlo. De hecho o simbólicamente.

    Esto es el significado de “revolución permanente”, que se da por excelencia en este sistema que hemos dado en llamar “democracia”. La democracia es un sistema que asegura la periódica destrucción del “régimen”. La imposibilidad de perpetuarse. La imposibilidad de perdurar. Pero fundamentalmente la imposibilidad de que se perpetúe una razón de cohesión. (Pensamos a veces si todo es caos o si sobre ese caos una organización mundial, permanece estable con objetivos claros. Finalmente, lo sabemos, esa organización es Satán, y Satán es caos y mentira. No creo en una estabilidad del mal, creo que sólo medran en el desorden provocado por unos mandingas con “odio vinculante” - como decía Lewis- .)

   La democratización de todas las instituciones sociales, no es otra cosa que hacer que todas esas instituciones, adquieran un sistema de autodestrucción, que no puedan perpetuarse, para salvar al “individuo” de la tiranía del conjunto y lograr su realización individual. La democratización consiste en la institucionalización de la autodestrucción de lo social.

    Cuando se habla de “democratizar la familia”, se habla precisamente de dotarla de un reglamento que, permitiendo ciertos resultados a corto plazo, asegure su autodestrucción en el mediano (es para que los niños pasen su etapa desvalida, y punto). La democracia logra este efecto con la periodicidad y competencia por el poder. Se establece un sistema en el que cada tanto hay que terminar y comenzar otro. Logra una gran adhesión porque los objetivos del régimen que rige, siempre fracasan – y fracasarán- en lograr este estado de satisfacción individual, y hay que probar otros nuevos.

   Pues hay que hacer lo mismo con la familia, ya que los “viejos” en este punto de lograr tu total independencia y felicidad, siempre fracasan y fracasarán.

   Comenzaron por entender que el patrimonio familiar era para, en un punto, repartirlo entre los hijos y que ellos hicieran la suya (ley de herencia) y la fundieron (igualito que los gobiernos), luego el divorcio como periodicidad y recambio  de autoridad y de objetivos, (¿Quién puede acusarlos del fracaso, o de mala voluntad? Sólo quieren mejorar, reiniciar un intento que no daba resultado. Lo que es normal porque  el objetivo es imposible, es un sueño irrealizable), y también mantener la competencia que es una “fuerza positiva” innegable; nuevos hombres y nuevas mujeres aportan nuevas posibilidades. Pero sin embargo quedaba ese rezago “instintivo” del sexo, que mal que mal la vuelve a armar. Y trajeron el feminismo.

   Escuchemos a un posmoderno sobre el feminismo, que luego de avisarnos que no vayamos a creer que es una exaltación de lo femenino, sino que es una asociación democrática pensada para autodestruirse como mujeres y,  poder prescindir de la asociación misma en breve, siendo su objetivo inmediato, la desnaturalización de todos los hombres. Dice Lipovetski:   “No a la guerra de sexos, sino el fin del mundo del sexo y de sus opciones codificadas. Cuanto más el feminismo cuestiona el ser de lo femenino, más se borra y se pierde en la incertidumbre; y cuanto más se derrumban los pilares de su estatuto tradicional, mayor es la pérdida de identidad de la propia virilidad… si consigue seguir movilizando el combate de las mujeres a través de un discurso militar y unitario, ¿quién no se da cuenta de que no es esto lo que está en juego? En todas partes las mujeres se reúnen, hablan, escriben, liquidando por este trabajo de autoconciencia, su identidad de grupo….La seducción femenina, misteriosa o histérica, deja paso a una autoseducción narcisista que hombres y mujeres comparten por una igual seducción fundamentalmente transexual, apartada de las distribuciones y atribuciones respectivas del sexo. La guerra de los sexos no tendrá lugar; el feminismo, lejos de ser una máquina de guerra, es una máquina de desestandarización del sexo, una máquina dedicada a la reproducción ampliada del narcicismo.”

    Ahora bien, la solución del problema, por poner una paradoja, es que uno no se junta para un objetivo (porque sino esta dinámica liberal es correcta: yo quiero mi parte del objetivo, y debo necesariamente descartar a los menos aptos, a los que retrasan su consecución), sino que el objetivo es juntarse.

   Y sé que suena medio loco, ya que ustedes me dirán ¿para qué?, debe existir una finalidad. Y aquí llegamos a lo que es el Tradicionalismo.

   Para la concepción Tradicional la sociedad se produce para compartir un objetivo ya logrado. Y lo social se produce naturalmente y sobrenaturalmente, porque ese objetivo logrado, es para “compartirlo”. Es común. No es individual.  Pero lo más importante ahora es dejar sentado no tanto el carácter de común o individual, sino el problema de que no hay objetivos hacia delante. El objetivo ha sido logrado perfectamente, y sólo se trata de ver cómo nos ordenamos para aprovecharlo.

   Los tratados de “buena” política cristiana, tratan de darnos el concepto de lo “común” – repiten y bien, que el patrimonio familiar y social es para la familia y no para cada uno de nosotros, o siempre hay que comenzar de nuevo y no hay familia ni sociedad, pero no terminan de decir que la familia o la sociedad, no son para formar o construir un patrimonio ( ni económico, ni espiritual, ni cultural) ni nada que sea “construible” -  lo que suelen olvidarse o dejar de ver, es este otro aspecto importantísimo y esencial, de que la sociedad tradicional no “busca” nada, sino que se reúne alrededor de algo que ya encontró y de lo que quiere hacer partícipes a todos los que pueda. Y puede, porque esto que encontró – y no construyó- es un bien espiritual y no material, y compartirlo es mejor que comérselo sólo. Hago una familia no para adquirir bienes, sino para disfrutar juntos de un Bien ya adquirido por Otro y que nos ha sido regalado, y entremedio, me las rebusco para ir tirando ( pero no tirando la gente). Los grandes emprendedores (¡oh Marta!) suelen ser – sin quererlo-  grandes destructores de familias y de sociedades.

    Claro que una visión influida por el modernismo nos dirá: la Iglesia brega porque el hombre se dirija hacia el objetivo de la Tierra Prometida, del Cielo. Que marche hacia ese Dios de “En Adelante” al que se refería Teilhard de Chardín, pero no es así. No hay objetivos para nuestras Instituciones, en la medida que los entendemos como algo que hay que conquistar construyendo. No hay “fines” sociales. La realización del hombre ya se produjo, pero no la vemos porque estamos viendo nuestro reflejo en el arroyo. El Cielo ya vino a la tierra, ya vino a nosotros, se llama Redención y la hizo Cristo, ese “Dios de Atrás”. Se acabó la aventura de la búsqueda y de la angustia, de la perplejidad y de la duda. Nos la dieron servida. Las Instituciones cristianas no son para que obtengamos un beneficio futuro y repartible. Es para que gocemos de un beneficio actual y común, participable, que hoy se hace de manera incompleta, imperfecta y que se gozará de manera perfecta allende la historia y que de manera misteriosa se gozará en un conjunto de una armonía perfecta; el coro de los elegidos.

   Por eso cuando vemos a alguien afanado y turbado, buscando hacia adelante un objetivo, tratando de convencer a otros para sumarse en la jornada constructiva, y sobre todo si ese “objetivo” es la “tradición”,  pues nos quedamos perplejos frente al oxímoron. Ser tradicionalista significa tener todo lo que se ansiaba, lo que quisieron ver los profetas y los sabios, y juntarse en instituciones cuya única – o principal-  dinámica es la adoración del bien conseguido, ascendiendo en su aprehensión. Es salir de la aceleración del tiempo y de la historia para entrar en eternidad.

   Y me dirán, pero hay que comer, y defenderse y vestirse y hacer empresas. Si, pero sin prisa. “La prisa es judía” decía mi abuelo italiano, y sin miedo. Porque se trata de una conquista que nadie puede quitar; la hizo un Dios, la hizo bien y para siempre. Nada te turbe. La Iglesia es un fuerte inexpugnable y eterno (que al final de los tiempos se refugiará en el desierto, anuncia el Apocalipsis). Es la sociedad de los adoradores del Bien que comenzó aquí para no terminar nunca. No tiene objetivos que en su consecución impliquen su desaparición o su agotamiento, su faena es la contemplación que desde aquí se proyecta para siempre. Simplemente se mantiene en su postura de adoración del Cristo Redentor y de esa manera se mantendrá en el Cielo por los siglos de los siglos. Y la Iglesia es toda sociedad,  por más pequeñita que sea, que conserva esta actitud de tradición. Su sede central es el Cuerpo Místico de Cristo.

    Cerrando. La dinámica social tradicional es hacer posible la vida del grupo, sumando, manteniendo algunos objetivos “conservadores” (principalmente de la cohesión) para “disfrutar” (ojo con confundirse: es un gozo del espíritu que normalmente implica un gran sufrimiento de las tendencias egotistas y de los sueños constructivos) de un bien ya hallado de una vez y para siempre por Cristo Nuestro Señor en un momento eterno, si, pero histórico del pasado.

   Ningún hereje, ningún concilio pérfido, ningún sínodo podrido, ningún Papa apóstata, podrá hacer perder ni un ápice de lo conseguido, todas son batallas perdidas de antemano, movimientos de distracción. Lo que atacan es la cohesión, quieren producir caos, y la atacan proponiendo “objetivos” a nuestra acción, quimeras que nacen de un sentimiento de pérdida falso, que pretenden llenar un vacío que no existe, futuras conquistas de nadas, todas ideas que no son sino el artefacto de autodestrucción que guía la actual dinámica social. La Iglesia es atacada de un virus que la hace sentirse “incompleta” cuando es perfecta, que tiene que asociarse al mundo para sus objetivos, que le “falta algo”. La tradición enferma, peca del mismo mal, rebusca nuevos rumbos o “nuevos paradigmas”, contradiciendo su propia esencia, y mandando a tercer o cuarto plano su función de adoración.

   Somos seres sobrenaturalizados, y nuestra única realización puede venir de este orden y ya vino en Cristo, y no hay nada que agregar, ni corregir, ni perfeccionar. Nuestros “objetivos” terrenos nunca tienen el sentido de un “ascenso” hacia objetivos superiores, son de simple conservación, son para mantener la cohesión y ampliar el gozo en la participación común (todos disfrutamos de los bienes culturales, como un concierto, mucho mejor si somos más los que participamos. En las pizzas, es al contrario, pero en la generosidad de la mesa, se pone a prueba la cohesión.) . En realidad, estos objetivos terrenos, fueron puestos por Dios para educarnos en la vida en común que favorece la degustación de los bienes espirituales, y no para que pongamos en ellos “objetivos”, que por ser terrenales, aún los culturales, siempre estarán sujetos a la ley de la autodestrucción.

     La tradición no es la asociación de un grupo de personas para conseguir un objetivo, por más altruista que este parezca, la Tradición ES la Iglesia, que se postra para adorar el Bien obtenido y recorre el tiempo de prueba para gozarlo eternamente. Toda organización que se proponga objetivos históricos, por buenos que estos parezcan, y aún cuando se plantea una “salvación” -como un proceso de ascenso en la historia- siempre peca del desmedro que hace de lo que tiene adquirido y no la espera sino el fracaso. Principalmente cuando estos objetivos desvían la atención y desnaturalizan – o sobredesnaturalizan- la función principal, dejando de ser esta el alimento diario y posponiéndose en la urgencia de la coyuntura. Como Narciso,  se cierra para el amor, y embobado de su propia belleza, enamorado de sus logros y de sus emprendimientos, pero siempre atormentado por sus trabajos y coronado por su impotencia; sufre de Némesis el castigo de ser siempre mal pagado.