Don Rubén

Enviado por Dardo J Calderon en Mar, 13/11/2012 - 7:16am

Don Rubén y el Priorato de Mendoza

En el convencimiento de que los homenajes a la obra y memoria del autor, obviarán en su mayoría el “desliz lefevrista” que Don Rubén sufrió, aparentemente en los últimos años de su vida; me fue encargado por el Prior de Mendoza una pequeña consideración de esta relación del intelectual y la obra religiosa de la Fraternidad en Mendoza., para marcar, en la medida de lo posible, la estrecha relación entre su obra y su opción.

Según su propia definición, su obra es una Apología de la Iglesia Católica y su doctrina perenne, y para ella el Profesor ha puesto todo el empeño de sus estudios a los que consagró la casi totalidad de su vida. Como en todo trabajo, deben acompañar en la persona del sabio las cuatro virtudes cardinales. Pero claro, con esto podemos hacer un filósofo o un historiador, pero no podemos hacer un apologista, este estilo exige una especial disposición del espíritu, que en el caso de serlo sobre la Santa Iglesia Católica, obligadamente debe partir de la posesión de las virtudes teologales.

Es decir que se trata de una obra de Fe, Esperanza y Caridad.

Las obras de este tipo o estilo, no pueden ser juzgadas solamente desde la erudición, sino que principalmente su autoridad reside en la firme posesión en cabeza del autor de estas tres virtudes; y con ello, el valor “humano” de estas obras disminuye en forma sensible, pues ya no se pondera la originalidad, la personalidad,  y otro tipo de valores, y reside toda su belleza en la humildad, la fidelidad, la claridad y la obediencia a una Verdad de la que no somos dueños sino siervos. Como es propio de la virtud, resulta más egregia la obra que muestra a su autor, no combatiendo contra sí mismo frente a los requerimientos de la personalidad, el academicismo, las modas intelectuales, los estilos ad usum y los cumplidos mundanos para que en medio de toda esta escoria descubramos un hilo de verdad, sino que surge de una disposición “virtuosa” a la que se sirve sin reclamos y donde todo es leche y miel. El hombre que llena esta descripción es Santo Tomás y en ese modelo se forja el apologista católico.

Rubén Calderón Bouchet tenía perfectamente admitido este punto. Sabía que sus posibilidades de descollar como erudito de nuestra época eran bien remotas desde la pobre y lejana Mendoza tan distante de Alemania, y sin duda no era ese su rumbo. Se propuso desde el primer párrafo de su obra el estar  desconectado de la “actualidad” de su entorno intelectual, para estar conectado mediante la Gracia Sacramental a la Luz que todo lo ilumina. No acomodó su estilo a los requisitos académicos, sino que dejó que su Fe le dictara el estilo y el contenido de su trabajo. No quiero convertirlo en un santo, ya que su obra, lejos de tomar la desnudez de la escolástica, estaba plagada de los nobles sentimientos de un penitente y de allí páginas como las de Francois Villón y otras muchas en las que la comprensión del pecado no se dilataba en excusas ni condenaciones, sino en la clara disposición del arrepentimiento. Una gran Fe, si, pero mucha Caridad y Esperanza para rescatar como perlas entre el barro las personalidades que en la historia fueron hijos pródigos de la catolicidad.

Él era completamente consciente de que el valor de su obra dependía de esta relación y disposición sobrenatural  y cuidaba su piedad, la oración y la frecuencia sacramental, con más prolija dedicación que a la propia erudición. Sabía que la fuerza y valor de su obra, dependían completamente de su Estado de Gracia. Se podía hacer algo desde la pequeña Mendoza y aún sin frecuentar los Germanos, en la medida que la conexión con lo sobrenatural  le otorgaba una “actualidad” que no sufria desmedro.

En suma, no era un historiador católico, sino un católico con disposición para la historia. Y entendía su catolicidad en la Agustina manera de la totalidad. Muy pocas frases íntimas o personales aparecen en su obra, pero al hablar de San Agustín, expresa como confesión que su gran descubrimiento espiritual al momento de su conversión, fue esa actitud totalizante de la existencia que supone la Fe y que subordina a ella la integridad de nuestra vida. Descubre con Chesterton que sólo importa una cosa: TODO, y que lo demás son vanidad de vanidades.

Sin embargo, corresponde que el viejo nacionalismo le rinda un debido homenaje a quien formó numerosas generaciones en los principios políticos que animaban esta corriente de pensamiento.

No tuvo empacho el viejo en llamarse “nacionalista” y en explicar esta actitud en un olvidado reportaje que se le hiciera. Como argentino era ese “su bando” y era esa “su gente”, de la que nunca renegaría ni hiciera esquives vergonzantes. Su constante participación en la revista Cabildo, sus charlas en cuanto grupo se lo pidiera, sus disertaciones en los ámbitos militares, lo hacen sin duda un hombre del nacionalismo argentino. Y en eso nadie puede privarlos de una legítima mutua pertenencia que solidificó la camaradería y la amistad. He relatado anteriormente que papá se convirtió de grande, pero esto no lo hizo un hombre muy adicto a relacionarse con la curia. Nunca conoció un Obispo que le resultara muy aceptable. Su gran amigo cura fue el Padre Meinvielle.

Luego vino el Concilio. Que para Mendoza no tomó otra forma que la mediocridad. Muy a la mendocina, nadie pensaba demasiado y cada uno se dedicaba a sus asuntos prácticos, y la nueva ola conciliar no tenía el empuje revolucionario y jacobino, sino que iba penetrando como una especie de esclerosis frente a la cual se acomodaban los aperos a las circunstancias del camino por parte de la gente “como uno”.  El profesor era admirado como tal y casi nadie notaba que su prédica comenzaba a ser contradictoria con una Iglesia y una Liturgia que estaba diciendo otra cosa. Tanto en la Universidad de Cuyo como en la Católica, era un asunto indiscutible su talento y su corrección y hasta resultaba pintoresco un cierto anacronismo que era explicable en su gusto por la historia.

Por supuesto que este estado de cómoda confusión no lo era en él. Su obra iba reflejando la polémica en consideraciones y párrafos que en aquellos días de remanso no llamaron mucho la atención. En forma serena, después él mismo lo constataba, ya desde sus primeros libros el tema estuvo bien presente.

Sin embargo, Calderón Bouchet no era la clase de tipos que reunía capillas a su alrededor, ni se proponía como oráculo de nadie. No he conocido adhesiones fanáticas a su persona y sus discípulos le profesaban un cariño y admiración dentro de parámetros de normalidad. Su lenguaje era el lenguaje llano de la verdad tradicional a la cual remitía toda posible adhesión y a su lado nadie iba a encontrar la develación de un misterio arcano, ni el cultivo de un lenguaje sectario, ni grandes descubrimientos espirituales, simplemente se podía encontrar el viejo lenguaje de la Iglesia y la remitencia a sus Misterios, de los que de ninguna manera él poseía una llave ni una entrada secreta. No era su caso el de la autoridad hipnótica ni la de la personalidad magnética. A su lado no te dabas banquetes ni grandes golpes de adrenalina, te ibas nutriendo y fortaleciendo de a poquito, como sucede con casi todos los padres del mundo que honran su oficio.

Por esta especial manera, la polémica tradicionalismo-modernismo no lo tuvo como un adalid de la contrareforma que construyó falanges que acometieran. Muy por el contrario y una vez llegados a Mendoza los curas de la Fraternidad Sacerdotal San Pio X (el querido Padre Faure en primer lugar), tomó el lugar de un adherente que humildemente se puso a disposición para lo que se necesite. Y en ese curso de adhesión, que para el medio resultaba una especie de suicidio académico, siguió adelante sin importarle casi nada lo que iba perdiendo o lo que iba ganando.

Quiero señalar con lo dicho, que la Fraternidad no se encontró con la ventaja de un lugar dominado por una gran personalidad que trajo su tropa y la desventaja de tener que lidiar con esa Gran Personalidad que suele imponer sus ángulos de visión. Sólo se encontró con un fiel y si de alguna manera influyó en aquellas personas que conforman esa pequeña iglesia, fue en el ejemplo de una fidelidad prudente, dispuesto para el llamado, poco dado a la intromisión y totalmente ajeno a la pequeña política de entrecasa.

Ejemplo que ha servido para sobrepasar las tormentas ocurridas.

Suele decirse que la feligresía mendocina está compuesta por personas que formó el profesor Calderón Bouchet. Nada más lejos;  muy pocos de ellos fueron discípulos y creo no mentir al suponer que casi ninguno leyó sus obras. Eso si, su presencia y su toma de partido influyó de gran manera en personas que lo tenían como un tipo sensato y preocupado principalmente por su Fe sin atender a razones ajenas a la misma, y en esta actitud, que no es otra que la del señorío, hubiera resultado fatal para todos una mínima puesta en duda de su adhesión.

Esa colaboración a la tarea que la Fraternidad comenzó en el País y en Mendoza le valió una callada repulsa -más allá de la expulsión de la Universidad Católica- que  para no chocar con la vieja admiración que se había expresado, se excusaba en el “cambio” que en él se había dado.

Algo parecido han hecho con su obra. Pareciera que hay un primer Calderón Bouchet  católico y un segundo lefebvrista, lo que es totalmente absurdo para quien lea sus primeras obras con mínimo detenimiento. Claro que su obra va avanzando cronológicamente por la historia, y en sus últimos libros aparece con virulencia el problema. Pero no hay tal cambio. Sólo que esa esclerosis de la que hablamos ha sido concebida como el decurso natural del pensamiento y no se puede entender que alguien logre mantenerse a pesar de los años en un estado de juventud intelectual. “ …ad Deum qui laetificat juventutem meam…”.

La obra de Calderón Bouchet es una Apologia de la Iglesia Católica, hecha por un estudioso que parte de la humilde sujesión al magisterio perenne de la Iglesia, guiado en toda su factura no por razones académicas ni por vanidades intelectuales, sino cabalmente convencido que lo es  por la luz de la oración y la gracia sacramental, sin sobresaltos ni golpes de timón, y tomando durante su vida las decisiones que aseguraban esas fuentes de gracia y oración a las que confiaba y de las que creía con toda convicción, que provenía su poco o mucho mérito. Es en resguardo de su obra y en especial de la integridad de la misma,  que en gran medida adhirió a Mons Lefevbre sobre el que nunca dudó en considerar “el” Santo de nuestro tiempo.

Lo que digo nunca ameritará que yo sea invitado a un foro académico, pero la obra de mi Padre es una obra escrita en estado de gracia, y esto no se dice en forma alegórica como suele decirse de los artistas para hablar de una situación extraordinaria, sino concretamente se refiere a aquello que define la Iglesia Católica y que constituye la vida ordinaria del Católico. Y su misma vida, tampoco se explica si  no se parte de esta premisa existencial: mantener su estado de gracia dentro de la pequeñez y la miseria, confiando que por su elevación podemos llegar a ser algo. Ese y no otro, es el antecedente de su obra.

Es por lo dicho que la adhesión de mi padre a la Fraternidad Sacerdotal San Pio X fue algo muy diferente a la toma de un bando.

Fue simplemente buscar la seguridad en la Fuente de la Gracia por sobre todas las cosas. Es esta misma razón la que veo en forma cotidiana en muchas personas que se acercan llevados por esta eminente preocupación a la pequeña parroquia, hombres y mujeres que lejos de la intelectualidad y de los intereses políticos, en la sencillez de una piedad con sentido común, pretenden integrar su vida a la Vida de la Gracia que fluye desde la Iglesia; y en cierta medida, para nada determinante, tuvieron en el autor a un faro que les daba un indicio de estar en el lugar correcto.

A través de la Fraternidad, Don Rubén conoció por primera vez a un Príncipe de la Iglesia ( así lo expresa en su prólogo al libro de Rafel Gambra (h) y aquella vieja broma nacionalista y castellanista de ser católico y anticlerical, se fue perdiendo en el anecdotario frente al cariño y valoración sobrenatural del Sacerdocio en todos aquellos curas que pasaron por el priorato asegurando la Presencia Divina en nuestra vidas, y frente al regalo especial que le deparó la Providencia en la firme vocación Sacerdotal de su hijo.