Ebooks, yogurteras y muñecas hinchables

Enviado por Juan Manuel de Prada en Dom, 30/08/2015 - 5:38pm

 ¡Avanzad sin temor a la oscuridad! Luchad, luchad jinetes de Theoden, caerán las lanzas, se quebrarán los escudos, aún restará la espada... Rojo será día hasta el nacer del sol… ¡Cabalgad, galopad, cabalgad hasta la desolación y el fin del mundo! J. R. R. Tolkien (El Señor de los Anillos)


Antaño, para provocar las iras de los biempensantes, tenías que atreverte a ser un hereje furioso o un anarquista desgañitado. Hogaño, basta con que despotriques contra el interné, o contra el libro electrónico, o contra cualquiera de los cacharritos con que nos obligan a anestesiar el dolor de vivir una vida sin sentido. Pues nuestra época no admite que nadie ose discutir sus adelantos tecnológicos de baratillo, que son la religión y la patria de las masas sin Dios y sin tierra, porque son los que les garantizan “ocio cultural” pirateado, pajillas low cost y vomitona de exabruptos retuiteados, esas felicísimas delicias que las mantienen apaciguadas. Muchas veces nos preguntan por el libro electrónico; y nosotros siempre despotricamos, para ira de los biempensantes, comparándolo con las yogurteras y las muñecas hinchables.
La gente de mi generación recordará las yogurteras, aquella “nueva tecnología” que causó furor entre nuestras madres. Las yogurteras hacían unos yogures en verdad nauseabundos, una papilla o vómito de leche agria que no había cristiano que se la tragase; pero durante unos años a todo el mundo le dio por decir absurdamente que no se notaba la diferencia entre los yogures de la yogurtera y los yogures de la tienda, y nuestras madres se reunían en conciliábulo para entonar sus loas y saborear sus yogures pestilentes y eméticos. Yo alucinaba con aquellas ponderaciones desquiciadas; y llegue a considerar seriamente si mi madre y sus amigas no habrían sido abducidas o suplantadas por alienígenas que las obligaban a venerar aquel artilugio infecto.
Pero hubo un día que la venda se les cayó de los ojos, y nuestras madres guardaron la malhadada yogurtera en el trastero, o directamente la echaron al cubo de la basura, y volvieron a comprar los yogures en la tienda de la esquina, para alivio de nuestro paladar y de nuestras tripas. Pero, entretanto, los mandantes que habían comercializado aquel cacharrito demente hicieron su agosto. Y lo mismo han logrado los mangantes del libro electrónico, haciéndonos creer que pasar los ojos por las pantallas de esos depósitos nerviosos y luminiscentes de libros pirateados es leer, que es como hacernos creer que ligar con una muñeca hinchable con la careta de Ava Gardner es como hacerlo con la propia Ava Gardner. En el colmo del cinismo y la maldad, estos mangantes han logrado también hacernos creer que la muñeca hinchable es mejor incluso que Ava Gardner porque, cuando acabas de ligártela, puedes desinflarla y meterla dobladita en un cajón, a diferencia de Ava Gardner, cuyas turgencias ocupan una barbaridad; y también nos han dicho que la ventaja de la muñeca hinchable es que puedes cambiarle la careta y ponérsela de Greta Garbo, o de Marilyn Monroe, o de Sofia Loren, al gusto del consumidor; y todo ello sin que tan variado gineceo nos ocupe ni un ápice de espacio en la casa. Y han conseguido incluso que estemos felicísimos con nuestra potrosa muñeca hinchable, haciéndonos creer que somos unos genuinos donjuanes y consiguiendo que olvidemos que la razón verdadera por la que nos conformamos con ligar con una muñeca hinchable es porque no podríamos invitar a cenar a Ava Gardner, ni albergarla en nuestra casa, que es un cuchitril.
Porque la maldad suma y refinadísima de estos mangantes consiste en lograr que abracemos como progreso tecnológico lo que no es sino un trampantojo con el que maquillan la penuria de nuestras vidas, confinadas en cuchitriles que no nos permiten tener una biblioteca de libros que se puedan leer, palpar y amar, libros que nos abriguen en el invierno y nos enamoren en la primavera con su bendito aroma de papel y tinta.