El cuento del mago Sanedrini y los Duendecillos de Aldea Feliz

Enviado por Esteban Falcionelli en Mar, 06/01/2015 - 8:55pm
Érase una vez una pequeña aldea en los confines del País de los Duendecillos llamada Aldea Feliz.
Los duendecillos de Aldea Feliz pasaban su vida trabajando en los bosques y vendiendo la madera a las aldeas vecinas. Con el dinero que obtenían por la madera, los duendecillos de Aldea Feliz compraban a las otras aldeas comida, buena cerveza, zapatos cómodos y el resto de cosas necesarias para la vida de un duendecillo feliz.
Un buen día, llegó a la Aldea un extraño Mago.
- Duendecillos de Aldea Feliz -proclamó el Mago en la Plaza de Reuniones- Soy el Mago Sanedrini y vengo a mejorar sus tristes vidas.
Los duendecillos se pararon a escuchar al Mago, sorprendidos al enterarse de que sus vidas eran tristes.
- ¿Por qué son tristes nuestras vidas? -preguntó el Duendecillo Anciano, que era también el alcalde de Aldea Feliz por ser el más sabio de los duendecillos felices.
- Pero mira a tu alrededor, viejo duendecillo -respondió el Mago Sanedrini- sus ropas son viejas y pobres, sus cabañas son pequeñas ¿Acaso no merecen los duendecillos de esta aldea vestir suaves trajes de seda y vivir en hermosos palacios de piedra como los duendecillos de otros reinos que conozco?
Los duendecillos descubrieron de pronto que toda su vida habían deseado vestir suaves trajes de seda y vivir en hermosos palacios de piedra. Pero el Duendecillo Anciano no parecía tan convencido.
- ¿Y cómo vamos a conseguir dinero para comprar esas cosas que dices? -preguntó al Mago- Los suaves trajes de seda y los hermosos palacios de piedra son caros y nosotros no tendremos dinero hasta que vendamos la madera.
- Yo les prestaré el dinero -respondió el Mago- Les daré veinte monedas de oro a cada uno si se comprometen a devolverme veintiuna cuando vendan la madera. 
Mientras decía esto, el Mago Sanedrini sacó una bolsa llena de monedas y la hizo tintinear ante los duendecillos. 
- ¿Y si no logramos vender la madera? -preguntó el Duendecillo Anciano.
- Tampoco tendréis que preocuparos por eso -dijo el Mago- Si no pueden devolverme las monedas, me quedaré con sus árboles y su deuda estará saldada.
- Si te quedas con nuestros árboles ¿de qué viviremos entonces?
- No hay ningún problema. Yo me comprometo a contratarlos para que sigan trabajando en el bosque a cambio de un salario. ¿Qué me dicen?
Los duendecillos pensaron entonces que el Mago Sanedrini era inmensamente rico y, por tanto, digno de confianza. Lo que no sabían era que el oro que les había mostrado no era suyo, sino que se lo habían confiado los duendecillos de una aldea vecina a los que había prometido, a cambio, darles una moneda por cada diez que le prestasen. Claro que, como el precio que cobraba por custodiar esas monedas frente a los ladrones y salteadores de caminos era de una moneda por cada diez, el Mago Sanedrini disponía gratis de ese dinero que ahora ofrecía a los duendecillos de Aldea Feliz.
Ni que decir tiene que todos los duendecillos de Aldea feliz excepto el Duendecillo Anciano aceptaron encantados el préstamo del Mago Sanedrini.
Una vez que tuvo firmados todos los contratos, el Mago Sanedrini se marchó de Aldea Feliz y recorrió las aldeas que solían comprar la madera de los duendecillos felices. Casualmente, eran las mismas aldeas que le habían confiado su dinero. En todas ellas pronunció un discurso parecido:
- Duendecillos: Me han confiado la custodia de su dinero y, a pesar de los muchos desvelos que eso me supone, he aceptado esa labor sin que me tengan que pagar nada por ello. Como soy un Mago generoso, he accedido a garantizar la seguridad de sus ahorros a cambio solamente del interés que producen sus miserables monedas. Sin embargo, las Circunstancias Económicas me obligan a avisarles que la situación puede cambiar y en ese caso tendría que aumentar la tarifa que les cobro por mis servicios.
Los duendecillos, que no sabían lo que eran las Circunstancias Económicas, se asustaron mucho ante las palabras del Mago y le preguntaron angustiados qué podrían hacer para que eso no ocurriera.
- Sólo una cosa. Un pequeño favor, en realidad. Tienen que dejar de comprar la madera de Aldea Feliz. A partir de ahora, comprarán la excelente madera que produce el bosque de mi primo el Mago Jacolevini, que es, como yo, un Mago generoso. Les cobrará, eso sí, un poco más que lo que pagan ahora, pero piensen en lo que se están ahorrando al no tener que pagar nada por la custodia de su oro. Si hacen cuentas verán que ganan.
Los duendecillos, aunque no sabían hacer cuentas, aceptaron el trato para no parecer unos ignorantes ante un mago tan sabio. Y también por miedo a las Circunstancias Económicas que, sin duda, debían tener muy mal genio, fuesen lo que fuesen.
Como los duendecillos de Aldea Feliz no pudieron vender su madera, no pudieron pagar el préstamo y perdieron sus árboles. El Duendecillo Anciano protestó y acusó al Mago Sanedrini de haberlos engañado. Al día siguiente falleció, sin duda porque era ya muy viejo, según dijeron los médicos que había contratado el Mago Sanedrini para que lo cuidasen. 
Aldea Feliz pasó así a ser propiedad del Mago Sanedrini. Los duendecillos siguieron trabajando los bosques a cambio de un sueldo mísero, pero no protestaron. Estaban agradecidos al Mago Sanedrini por contratarlos y permitirles seguir viviendo en Aldea Feliz. Los escasos protestones que se atrevieron a hablar de suaves vestidos de seda y hermosos palacios de piedra, fueron castigados por antimagos y xenófobos. Aunque nadie sabía muy bien qué era un antimago o un xenófobo, los duendecillos sabían que eran las más graves acusaciones desde que el Mago era el dueño de Aldea Feliz y no volvieron a protestar. 
Al fin y al cabo, en la Escuela de Cuentacuentos de Aldea Feliz se les estaba enseñando la Desgraciada Historia de los Magos, perseguidos sañudamente por todos los pueblos por los que habían pasado. Pueblos desagradecidos que no supieron apreciar el progreso y la riqueza que los Magos prodigaban generosamente. La prueba de que todas esas historias de persecuciones terribles eran verídicas era que se castigaba con la cárcel a cualquiera que osase ponerlas en duda. 
Y así, nadie osó cuestionar la autoridad de los Magos y los duendecillos no protestaron demasiado cuando su ya escaso salario fue siendo reducido cada vez más.
Y, colorín colorado, este cuento K no ha terminado...