El Ejemplo: Molumba, el Monaguillo Negro

Enviado por Esteban Falcionelli en Mié, 03/10/2007 - 10:17am
 El que me ayudaba la Misa era un monaguillo como se ven pocos.
Molumba: El Monaguillo Negro
 
Por temprano que se celebrase la Misa, Molumba estaba siempre en su puesto.
 
En cuanto entraba a la sacristía, me lo encontraba en un rinconcito, revestido con su roja sotana y blanca sobrepelliz. Ninguno sabía como él las contestaciones. El tocar la campanilla era su mayor delicia: al Sanctus la repiqueteaba como si hubiese querido anunciar a toda la aldea que se acercaba la Consagración. Los primeros días tuve que volverme para poner término a tan estrepitoso campanilleo. Jamás cometía durante la Misa la más leve irreverencia, y cuando ayudaba algún otro monaguillo con él, le imponía bien pronto el debido respeto. Un día, le vi cerca de la sacristía reprender severamente a su compañero: -Si te veo otra vez volver la cabeza hacia atrás durante la Misa, se lo diré al Padre: la Misa es una cosa muy seria ¿sabes?.
 
Este chico de doce años, no sólo sabía el catecismo sino que lo comprendía y lo vivía. Al asistir a Misa sabía que se renovaba ante sus ojos el sacrificio del Calvario; se hallaba persuadido de que Jesucristo estaba allí sobre el altar.
 
Un poco antes de Pascua empecé a darme cuenta de que Molumba estaba enfermo. Aun cuando todos los días por la mañanita a las 5 estaba en su rinconcito de la sacristía y seguía ayudando con profunda piedad, su mirada triste y vaga comenzaba a preocuparme; los rasgos de su rostro se contraían por momentos como quien sufre dolor de cabeza; al Sanctus no tenía ya casi bríos para tocar la campanilla y, cosa insólita, había que esperar a veces la respuesta: “Et cum spíritu tuo”. De día en día se iba debilitando más y más.
 
-Molumba -le dije un día- si estás enfermo debes decirlo. Dos gruesos lagrimones resbalaron lentamente por sus mejillas. Por fin habló: -Es verdad Padre, ya lo veo… esto va mal y ya no podré ir a Nueva Amberes a estudiar latín. Y empezó a llorar con gran desconsuelo. Al día siguiente otro monaguillo me ayudaba la Misa.
 
Pasaron algunos días. Una noche acababa de acostarme cuando oigo llamar a mi puerta. -Padre, vengo a buscarlo para ir a casa de Molumba: se encuentra peor y quiere verle.
 
El pobre enfermito se hallaba tendido en una estera, con el rostro encendido por la fiebre, la respiración entrecortada y fatigosa, y el pulso apenas perceptible.
 
-¿Qué tal te encuentras, querido Molumba?
 
-Padre –dijo –ya lo he pensado bien… ahora comprendo por qué no podía ser sacerdote; es cosa demasiado grande y hermosa para un pobre enfermo como yo… Muchas veces he sido descuidado; no lo hacía por gusto y el Señor no estará disgustado, ¿verdad?.
 
Me dolía tanto a veces aquí… aquí… Y se llevaba la mano a la cabeza y al pecho.
 
-Vamos, hijo mío: no te preocupes por eso. Estás enfermo, muy enfermo. Si Jesús viniese ahora a llevarte consigo al Cielo, ¿te negarías a ir?.
 
-¡Ah! ¡No!... Pero… no he cumplido bien mis obligaciones… no he sido siempre bueno… ¿Me quiere Ud. confesar? Y se confesó como un santito. Al día siguiente le llevé el Santo Viático y le administré la Extremaunción. De repente la sonrisa de Molumba desapareció y su fisonomía adquirió una expresión de gravedad. Hizo pausadamente la señal de la Cruz y sus dedos se deslizaban por entre el cuello con el gesto del celebrante que se reviste con el amito. Continuaba con sus ojos cerrados, pero sus labios rezaban y sus manos bosquejaban uno en pos de otro los movimientos de un sacerdote que se está revistiendo de los ornamentos litúrgicos.
 
¿Estaría mi pobre monaguillo entre las alucinaciones de la agonía, realizando su ardiente deseo, el hermoso sueño dorado que tanto tiempo acarició? ¿Sentiría en el momento de abandonar la tierra, la dicha, siquiera fuese en sueño, de creerse sacerdote? Hizo de nuevo con toda amplitud la señal de la Cruz, y murmuró distintamente en latín: “In nómine Patris… etc. Introíbo ad Altare Dei…” Ninguno de nosotros se movió.
 
El enfermo aguardó un momento, sin abrir los ojos, como si escuchase. Y luego, lo mismo que yo había tenido que decirle varias veces los últimos días, dijo: ¡Vamos, contesta! Entonces para no darle pena, respondimos: Ad Deum qui laetifícat juventutem meam. Siguió él diciendo todo el salmo y nosotros, casi maquinalmente seguimos contestando: -“Oremus” -dijo el sacerdote abriendo los brazos, y continuó con todas las oraciones de la Misa. Al llegar a la Comunión el niño levantó la mano, como si llevara a la boca la Santa Hostia. Después cruzó las manos sobre el pecho y quedó inmóvil…
 
Una sonrisa se dibujó en sus labios. Permanecimos largo rato en silencio aguardando el fin de esta sonrisa… Pero su rostro no se alteraba: la sonrisa parecía que se había grabado para siempre en su fisonomía. Le palpé la frente y la encontré casi fría; el pulso no latía y la respiración había cesado.
 
Mi querido monaguillo estaba muerto. Había concluido en el cielo la Misa que comenzó en la Tierra. 
A. Verseet. Misionero en Nueva Amberes