¿Qué es el sistema? ¿De qué sistema se habla? ¿Tal vez del hegeliano, racional, sistemático y riguroso? ¿O del sistema biológico con sus tres niveles: vegetativo, sensitivo y espiritual? Quizás, ¿del sistema métrico decimal universalizado por la revolución francesa, aunque no en los países anglosajones?
Puede ser, ¿del sistema de palancas y poleas que regula todo el universo físico? ¿Por qué no del sistema respiratorio o circulatorio sin los cuales es inviable e imposible la vida de los hombres, de los animales y de las plantas?
En fin, el análisis “ex ante” se proyectaría al infinito. Por lo tanto, ¿qué quiso decir quien dijo que “esto demuestra el fracaso del sistema”?
Algunos interpretaron que el “sistema mediático” que presionó sobre los protagonistas y actores del lamentable suceso. Otros sindicaron a los mismos investigadores, desorientados, aparentemente, por las contradicciones de la pesquisa. No faltaron quienes acusaran al mismo entorno doméstico, proclive al cabal ocultamiento de alguna valiosa información.
Pero la insólita expresión que da título a esta nota, difundida como un reguero de pólvora, poco o nada tiene que ver con tales extremos reseñados; ni mucho menos con la exactitud del patrón decimal custodiado en París.
¿Qué sistema fracasó, entonces?
Resulta paradojal que el autor de la frasecita venga a ser, a la sazón, el director general de toda esta dolorosa encuesta. Aquel que, en efecto, y por su rango, dirige, organiza, orienta, ejecuta.
En una organización como la adoptada -en franca y mala imitación de las prácticas anglosajonas- la titularidad y el ejercicio de las averiguaciones pertinentes se ha conservado y reservado a la esfera de la diké (¡pobre diké!), cuando (si la imitación hubiese sido “buena”) debió haber quedado atrapada en los niveles de la función ejecutiva con contralor, incluso, popular.
Tal el método común en USA que aquí, por apego a la estabilidad burocrática, no se quiso introducir. O bien, por temor reverencial al aparato corporativo del cual, ¡por Dios!, “todos formamos parte”. Y no es cuestión, claro, de poner al desnudo sus falencias, sus malas praxis, sus favoritismos, sus prebendas.
Mas, es la sociedad misma la que vocifera: “¡el rey está desnudo!”
Nadie sabe lo que pasó, ni cómo pasó, ni por qué pasó, ni siquiera ¡cuándo pasó!
Pero lo cierto e indiscutible es que quienes tenían, y tienen, la obligación legal, moral y fáctica de resolver el entuerto no fueron CAPACES de hacerlo.
¿Fue intencional? Desde ya que no, si por intencional se entiende “malicioso” (según la mediocre dogmática de muchos). ¿Habrá sido por negligencia? En tal caso se trataría de un acto concreto, determinado y, por lo menos, querido en la acción.
Y aquí, ¡helás!, precisamente, ¡no hubo acción!, y valga la ironía.
Por el contrario, es la omisión más palpable de toda organización, la orfandad manifiesta de cualquier estrategia, la ausencia increíble (pero repetida) de las más mínimas e indispensables tácticas de indagación.
Y, principalmente, la total desconexión con todo elemental principio rector que condujera, siquiera ordenadamente, la desbandada de (supuestos) buenos propósitos y el procesamiento sistemático de tantos, discontinuos y variados datos que ninguna red informática podía llegar a contener, ya que la tecnología sola, sin el concurso simultáneo de la intuición y la experiencia, poco puede, máxime cuando se suma un hipotético (y por muchos sospechado) entramado de confusiones, y quiera Dios que no, de corrupciones y complicidades.
Después, silencio de radio y las consabidas “identidades reservadas” que vienen a sustituir la absolutamente necesaria transparencia en una exploración que arribe, a futuro, a conclusiones apodícticas, indubitadas, verificables y que no se erija, a su vez, en nuevas decepciones, en frustradas expectativas, en probanzas contaminadas, en inocentes comprometidos.
Es que, por lo más bajo, no puede graciosamente sostenerse que “el sistema ha fracasado” cuando se forma parte esencial del mismo.
Cuando se lo ha integrado ordinariamente como una parte inescindible, sin asumir jamás riesgo alguno, sin autocrítica, sin reflexión, sin arrepentimiento.
Es más que probable (es casi seguro) que el sistema haya fracasado, pero la (para algunos ignota) virtud de la prudencia imponía, al menos esta vez y ante tanto dolor, el silencio, la búsqueda, el compromiso.
Se esperaba la brújula que no sólo indicara el norte, sino que también impulsara a los auxiliares (de y en todos los grados) a alcanzarlo, dando voz y actividad a las voces de un pueblo demasiado sumiso que clama en el desierto.
Una luz se apagó. Una más. El aire se torna irrespirable, la sensación se transforma en una obsesión. Las cosas del pasado lejano y las del pasado reciente, el descontrol, la sinrazón, la inutilidad todo parece acrecentarse. Las injusticias no satisfechas “claman (lo dice la Biblia) al cielo”. El cielo permanece silencioso. Es la hora de la balanza humana. La final aguarda, sin prisa, sin pausa.
Este breve relato vale para cualquier situación de analogías invisibles y toda similitud con alguna próxima realidad es pura coincidencia.
Es tan sólo un libre y catártico juego literario, amparado en la generosa libertad constitucional de publicar las ideas por la prensa sin censura previa (art. 14 CN).
Ricardo Fraga