El gol de último minuto

Enviado por Stephanus Paulus en Vie, 31/05/2013 - 10:41am

No es raro que en un encuentro deportivo un solo tanto dirima la competición faltando un segundo a que suene el silbato final. Ese gol puede cerrar una larga eliminatoria con un éxito inesperado o, también, con un fracaso injusto. Pero, ¿es realmente así?.

Cuando crucificado junto al Dios hecho hombre San Dimas se gana el Paraíso, podríamos preguntarnos si es de justicia que toda una vida delictiva – afanando lo ajeno – se pueda premiar así, en forma aparente tan desmedida; mientras que, por el contrario, toda una vida de supuesta reivindicación política y lucha contra las desigualdades sociales acabe en el vacío y desesperanza del celota.

Sin embargo, de la misma manera que no es tan injusto que el último gol no llegue, o de tanta suerte que sí, tampoco lo es para final de los avatares de toda una vida. Porque no todo se puede juzgar por el grado de conocimientos, lo acertado del juicio, la estrategia estudiada; menos aún del azar de los acontecimientos. Escondidos en el último minuto de aparente suerte hay repetidos actos de abnegación, de unión al equipo, de sacrificio de mi brillo individual para que la victoria sea de todos, de ilusión por un ideal que trasciende al Club y que éste representa lealmente.

Por encima de la aptitud técnica, mera minuta profesional, hay algo mucho más importante e imposible de medir. Relacionado con el alma, más afirmado en el carácter que en el genio. Si lo pensamos, el resultado se funda en la fuerza moral de dónde surgieron los actos, en cómo los entendimos. Una moral materialista, hedonista es siempre estéril. Por tanto, quién lo duda, la estrategia del ejército contrario, del enemigo, es pudrir el terreno moral de la ciudadela a vencer. La cual, por grande que sea su poder si pierde su espíritu, ya lo perdió todo. O por el contrario, no es tan ruinosa la debilidad material de un bando si es fuerte en sus valores trascendentes. Cuenta José Ignacio Escobar que cuando las brigadas del General Mola salieron hacia Guipúzcoa apenas si tenían municiones para recargar los fusiles. (Así empezó, Ed.G. del Toro, 1974).

¿Sirve de mucho la sabia técnica del crac, que costó una fortuna, si carece de pasión? Recuerdo que cuando se exhibió en España el equipo de fútbol Millonarios de Bogotá, hubo un jugador que impulsó en Santiago Bernabéu el deseo de ficharle a toda costa. Y fue así porque, aun ganando al Real Madrid por diferencia notable, un jugador visitante vio un balón de posible jugada de gol y no dudó en arrancarse una carrera que le diera ventaja para marcar otro gol. ¡Y eso que sólo se trataba de un partido amistoso! Aquel jugador se llamaba Alfredo Di Stéfano, nombre que es leyenda en la historia del fútbol. Y es que, en el sí o el no de la justicia de un resultado final, sentencia inapelable, hay algo que comúnmente se nos escapa: el error de valorar de las cosas más la aptitud para hacerlas que la actitud con que se hacen. Esa diferencia de una sola letra, la pe por la ce, me parece decisiva con respecto a lo que Dios nos enseña, en aquel pasmo del Gólgota, qué es para Él lo más valioso.

La actitud es una energía interior que potencia las facultades adquiridas o desarrolladas. Es el saber ser feliz con lo que se hace, cada vez que se intenta y, por supuesto, cada vez que se logra. No es el estímulo del éxito de carrera y su premio económico, tampoco el amor al trabajo bien hecho sino, algo mucho mayor: disfrutar de estar haciéndolo. Es más todavía, una pasión vocacional, esa luz que Platón -y San Juan- señala como alma del hombre, luz de Dios. La gloria que se alcanza con esa luz ya no es mérito nuestro sino desbordamiento de nuestra debilidad por el milagro que Dios hace a través de nosotros.

Esa luz de Dios hace ya muchos lustros que en la Iglesia la estamos ocultando avergonzados. No es que sea novedad el ataque desde dentro o desde los poderes de fuera, más violentos y ladinos desde el s.XVI, por no remontarnos al s.XIV. Pero, quizás, sí el más significado llegó cuando Juan Pablo II denominó hermanos mayores a los judíos del Viejo Testamento en lugar de, como siempre hicimos en nuestra historia, a los mártires cristianos de la Nueva y Eterna Alianza. Con lo que no sé yo qué otra barbaridad mayor se puede proponer a la Iglesia de Cristo.

Con aquella denominación la Iglesia dio carnet de identidad a un origen que no existe o, mejor dicho, que no es el suyo. Y eso la ha desorientado. Vamos como sonámbulos, ebrios, dando tumbos desde la Vid abandonada a la sal insípida. Secuestrado el Espíritu Santo por una curia que perdió la fe llevamos demasiado tiempo presumiendo de aptitud - colegialidad, infalibilidad, nueva teología - y perdiendo la actitud vitalista de transmitir el meollo católico de nuestro estar en el mundo.

El reciente Domingo de Pentecostés nos recordó que el Espíritu Santo sólo bajó una vez a los Apóstoles y que su enseñanza éstos la transmitieron igual y para siempre. Fueron aquellas lenguas de fuego las que hicieron a San Pedro decir que no hay bajo el cielo otro nombre por el que podamos ser salvos, que el de Jesús.

Plano picado y contrapicado