En la quinta celebración de Cristo Rey, se digeron estas palabras

Enviado por Esteban Falcionelli en Dom, 24/11/2013 - 2:03pm

Reverendos padres, dueños de casa, queridos amigos:

En primer lugar quiero agradecer la hospitalidad de la familia Bunge-Muskett, que, con un esfuerzo enorme que amablemente disimulan pero no por ello dejamos de apreciar, nos reciben por tercera vez para celebrar a Xto. Rey, reunidos en la ocasión un grupo de familias y unos pocos pero muy calificados sacerdotes, conjunción que en cierta manera constituye la Iglesia, puesto que, como decía el padre Alvaro Calderón, hace casi tres años, al obsequiarnos a Clarita y a mí la misa por los treinta de casados, es el sacerdocio el alma de la Iglesia y su cuerpo el matrimonio y, con la fecundidad de éste, la familia.

Es la presente, quiero destacar, la quinta vez en que nos reunimos con el fin manifestado, circunstancia propicia que de alguna manera significa que hemos logrado crear una nueva tradición y que esperamos, con la ayuda del buen Dios, perdure.

En la segunda de estas reuniones -la primera en que contamos con orador-, Luis Roldán nos señaló una impronta, la de que la Realeza Social de Nuestro Señor Jesucristo debe alentar nuestra esperanza, que a ella es imprescindible dirigir nuestros esfuerzos por ser necesaria para la tarea de la salvación. Así, por cuanto, sin contar a esos pocos que se salvan o condenan más allá de las circunstancias sociales propicias o adversas que se les ofrezcan, somos una muchedumbre los que estamos a la deriva y necesitamos de un mar calmo y de vientos favorables para llegar al buen puerto. Ese es precisamente el sentido de la Cristiandad, de esa sociedad que promueve, estimula, facilita el ejercicio de las virtudes que nos ordenan a nuestro fin último.

Y no está de más insistir en este principio, por ser cuestionado desde distintos ámbitos: no sólo por quienes lo niegan -los modernistas-, sino también por aquéllos que reconociéndolo, lo consideran de concreción imposible en el mundo de hoy o en el porvenir, debiendo quedar, digamos así, en suspenso y ajeno a nuestra ocupación, aunque sí, expresando con insistencia la "tremenda preocupación porque cada vez las cosas están peor".

De los primeros, sobre los que me voy a referir con mayor detenimiento, cabe decir que pertenecen a un linaje maldito, que se manifestó en dos momentos teológicos muy especiales. Aquel inicial, el de la rebelión angélica, que sin acudir a la doctrina que, entiendo carece de mayor fuerza que la conjetural, la caracteriza como el desconocimiento de la primacía del Verbo, sí lo fue, indudablemente, el de la proclamación de la autonomía de las creaturas, seguido por el del rechazo de su Realeza producido en el viernes crucial de la Historia.

Los otros, que como dije, sin negarlo, lo consideran hoy inoportuno, sea por el desánimo que los inmoviliza o por dedicarse a una suerte de distracción intelectual, consistente en la adivinación de los tiempos que posterga su Reinado para la inminente venida del Señor en gloria y majestad.

A unos, debe decirse, que nuestro Señor, en el Viernes aludido, al afirmar su condición real -circunstancia en que enunció el principio supremo de nuestra tradición política, de que el origen de las potestades humanas se encuentra en lo Alto-, afrontaba una situación de suma adversidad, en la inminencia de la mayor tiniebla que soportó la humanidad.

En lo que toca a los émulos de los magos, que cuando nos fue enseñado el Padrenuestro, se nos hizo pedir por las cosas de todo momento, y que así como requerimos el pan cotidiano también lo hacemos por el cumplimiento de Su voluntad y por el Reino cuya postergación puede ser tan sólo querida por las potestades infernales.

Expuestas sucintamente las objeciones con que nos encontramos al Reinado Social de Nuestro Jesucristo, corresponde considerar lo que entiendo es posible hacer en pos de él.

He hablado de las familias, que somos -con nuestras imperfecciones- el cuerpo de la Iglesia, según el sermón mencionado del padre Calderón. Estamos aquí reunidas unas cuantas, que sin constituir una multitud, tenemos ya el carácter de un ayuntamiento y que, comparadas con las existentes cuarenta años atrás, alcanzamos un número insospechado entonces.

Tenemos dos elementos para efectuar el análisis del presente al que nos enfrentamos. El primero de ellos: la crisis de la Iglesia. El segundo, la solución que ante la emergencia se suscitó por la acción de un obispo santo.

Es ocioso abundar acerca de los males producidos por el Concilio Vaticano II, señalados en pleno desarrollo del mismo por esclarecidos prelados -tal el caso de los monseñores Alfonso Ma. Buteler y Antonio de Castro Mayer- y por cuya rápida conclusión clamaba fray Pio de Pietrelcina, San Pio de Pietrelcina, para tratar de mitigar sus daños.

Dicha crisis, corresponde aclarar, no se produjo a partir del malhadado Concilio sino que él fue su manifestación acabada, al poner como supuesto magisterio los principios del modernismo, cuya expansión a través del interior de la Iglesia fue permitida a partir de la muerte de San Pío X. Después de este acontecimiento, producido hace casi un siglo, vimos que los postulados políticos del modernismo fueron aceptados por la jerarquía al "legitimar" a la democracia cristiana, presentándola como única forma de actuación de los católicos en el orden temporal, a la vez que se condenaban o anulaban en sus posibilidades de acción, esfuerzos enderezados genuinamente a la restauración del orden cristiano, de instaurar todo en Cristo.

Y llegamos al disparate actual, en que la pastoral, despreocupada de toda consideración sobrenatural, propone como modelo de acción el mejorar la calidad de la democracia, cuando si hay algo que carece totalmente de calidad es la democracia que padecemos.

Contemporáneamente a la "muerte" de la democracia cristiana -indudablemente AMDG-, se estableció en la Argentina la Fraternidad Sacerdotal San Pio X. En ese momento, yo, todavía bajo cierta influencia de una Obra pretendidamente divina, tuve oportunidad de conversar acerca de las dificultades de la hora con dos verdaderos maestros, el Dr. Guido Soaje Ramos y mi varias veces compadre Félix Adolfo Lamas, quienes me señalaron la necesidad de adherir a dicha congregación como condición para conservar la Fe, por asentarse ésta en la integridad de la doctrina y en el remedio seguro de la antigua liturgia. También proporcionaron algún suplemento para mi "enderezamiento", como ser el de convencer a Clarita de casarse conmigo.

Esa ya lejana adhesión, me ofrece una perspectiva, que permite efectuar consideraciones hasta de índole sociológica. A partir de ahí, mis amistades se fueron en cierta manera circunscribiendo a los jóvenes matrimonios que nos conocimos por la misa, pocos por cierto. Hoy acá estamos, no somos muchos pero somos muchos más que entonces, porque hubo otros que se acercaron -urgidos por darle a su prole un ancla segura-  y porque hubo muchos hijos y también muchos nietos. Tal es así que hemos superado el carácter familiar para convertirnos en tribus, integradas por un componente importante de forajidos que estamos viendo, acá mismo, corretear. Y se da en esas familias una suerte de concordia entre las diversas generaciones, sostenida en la Fe, imposible de encontrar en el mundo en que vivimos, signado por la disgregación.

Pero entre estas familias hubo algunas que tuvieron una condición paradigmática: me refiero a las del maestro Soaje y Angeliquita, de don Rubén Calderón Bouchet y Blanca y de don José Ramón García Llorente y María Jesús. Ellos pusieron a disposición de la Fraternidad familias y bienes, para que, con la libertad correspondiente, llevase a cabo su apostolado, ofreciendo en escala reducida el ejemplo de cómo deben vincularse el orden temporal y el espiritual.

Y esos recios varones, que por guardar la fe de los suyos se malquistaron con quien fuese menester, no se inmiscuyeron en momento alguno en los asuntos propios de la congregación mencionada, absteniéndose de dar a sus autoridades instrucciones o consejos acerca del manejo de los asuntos eclesiásticos. Como así también, sin ser teólogos pero poseyendo conocimientos en dicha materia muy superiores a los del común, no distrajeron sus esfuerzos en ejercicios intelectuales respecto de cuya solución, si se da la oportunidad, se pronunciará la Iglesia con la autoridad que le es propia.

Esa tarea fundacional, tuvo como corolario la erección de iglesias y la construcción de escuelas: los sacramentos para satisfacer las urgencias de hoy y la seguridad de una formación integral verdaderamente cristiana para que los padres y madres de mañana puedan transmitir la Fe de siempre. Dichos edificios son, por lo demás, la muestra palpable de la vocación de las familias de ordenarse a un nivel superior de la vida social, procurándose por sí mismas los medios de perfección que tanto la sociedad política como la eclesiástica están impedidas de brindarles por las crisis que cada una de ellas padece, pero que reconocen una misma causa: el desprecio de la ley del Evangelio como regla de todas las actividades humanas.

En este ambiente tenemos también a un grupo de familias, pero en el caso el convocante fue el seminario, que a la manera de las abadías medievales atrae cada vez más a padres y madres urgidos por las necesidades espirituales, morales e intelectuales de sus hijos y, porque no, del ejercicio de la amistad sin reservas ni precauciones.

Es preciso destacar la tarea del padre Dominique Lagneau, bajo cuya dilatada y fructífera dirección del seminario, se levantó la magnífica iglesia dedicada a la Inmaculada Concepción y fueron construidas las escuelas del Niño Jesús y de Santa Teresita, contando con la abnegada colaboración del añorado padre Guillaume Devilliers. Vaya así nuestro homenaje a esos sacerdotes, el primero de ellos muerto hace pocos meses, quien tuvo como premio el haberlo hecho delante de un santuario mariano existente en los Alpes franceses, concretando la espiritual aspiración expresada en su testamento, de "que la Virgen María que me ha obtenido tantas y tantas gracias se digne sonreírme en el momento de mi último suspiro".

Estas escuelas, hoy son requeridas desde aquella lejana geografía que parece cada vez más cercana espiritualmente y que es el objeto de la promesa de Fátima, porque dicen necesitar establecimientos ordenados y cristianos.

Reitero, los grupos de familias referidos, que constituyen en los hechos ayuntamientos, resultan idóneos para ensayar los primeros pasos de la vida política y se nos presentan como el ámbito natural de nuestra acción en procuración del Reinado Social de Nuestro Señor Jesucristo.

Esta realidad es un talento, es más, es una suma de talentos, de la cual deberemos rendir cuentas. Merece una cierta reflexión el reparar en cómo, simultáneamente al proceso iniciado un siglo atrás de expansión del modernismo en la jerarquía de la Iglesia, en ciertos ambientes, en el nuestro particularmente, el buen Dios iba disponiendo medios para enfrentar la obra demoledora de dicha herejía. Moría el último papa santo -verdaderamente santo- y nacían Mons. Lefebvre y algunos de esos arquetipos mencionados como puntales de la restauración católica en nuestra patria. Así como algo caía, algo también se estaba gestando; quedamos privados de la seguridad que a los simples fieles les proporciona el cuidado de los buenos pastores, pero no desarmados.

Estamos, ciertamente, en una situación sumamente difícil, pero no insuperable. ¿Peor que la del rey Pelayo, que enfrentaba a un enemigo pujante? No lo sé. Por lo menos nosotros enfrentamos una decadencia, que aunque nos afecta, contamos con los remedios para no sucumbir. Miguel de Lezica, en la disertación del año pasado, nos ilustró acerca de las condiciones de debilidad material en las que el bravo astur inició su empresa, pero insistió en que sin esa primera batalla la Reconquista, muy posiblemente, no se habría dado. ¿Cuántas omisiones nos han llevado a esta situación? No insistamos en ellas.

Debemos agruparnos para defendernos y recuperar los espacios necesarios para que el tránsito terreno esté orientado al Cielo. Reparemos en el hecho de que el papa Pio XII, bajo cuyo pontificado la democracia cristiana alcanzó uno de los momentos de mayor apogeo, alentaba a las familias a lograr una unión sólida y firme, para enfrentar el clima hostil o de simple indiferencia que entonces las afectaba, descontando que la fuerza política aludida era incapaz de acudir en su auxilio. Los  ámbitos de competencia enumerados por el pontífice eran el de la política, la economía, la cultura; hoy podríamos incluir, también, el de la salud.

Algo más de cien años atrás, en el célebre discurso pronunciado en el Teatro de Santiago el 29 de julio del 1902, don Juan Vázquez de Mella proponía como acción política la unión de los católicos. Desde luego que ya en aquella época advertía los problemas que podrían suscitarse a raíz de su llamado, atento que la multitud de los convocados carecían, en cierta medida, de un credo común. Por ello, el con quién podía resolverse con el para qué. El fin de la acción serviría de tamiz.

El programa propuesto tenía por objeto el mantenimiento, la defensa o la recuperación de los derechos de la Iglesia, según fuese el caso. Hay varias acciones posibles a emprender, desde la defensa de la familia verdadera a procurar todo aquello necesario para su perdurabilidad, tomando los aspectos señalados por S.S. Pio XII y, porqué no, hasta devolver a las fiestas su pública sacralidad, valiéndonos de una interpretación adecuada del art. 2º de nuestra Constitución, fundamento éste, que espero no merezca el reproche de la facción legitimista de mi casa.

Una unión de familias católicas tiene la posibilidad de actuar públicamente, políticamente, sosteniendo los derechos de la Iglesia que son los de sus miembros. En dicha tarea, tomando como base la defensa de la familia verdadera en su unidad y difusividad, entiendo que la convocatoria puede tener una cierta amplitud, la que da la adhesión a la Religión verdadera y el rechazo del modernismo.

Que la celebración de Xto. Rey sirva para alentar nuestras acciones, que sea el principio de ellas.

Nada más.

Juan A. Lagalaye