Españoles sin España

Enviado por Esteban Falcionelli en Dom, 06/10/2013 - 9:16am
+Querido amigo:
No sé si habrás partido ya para el Perú o todavía no. En cualquier caso, te tendremos presente en nuestras plegarias familiares. Te ruego hagas tú lo mismo. […].
Te agradezco la confianza, que demuestra que, en una medida bien cierta, España sigue viva: en ti y en mí, que nos sabemos deudores de tanto a tantos españoles que nos han precedido. Una deuda que no cancelaremos jamás en esta vida y, por eso mismo, podremos decir que, mientras un español se siga sabiendo deudor de su patria, España no habrá muerto del todo.
Sin embargo, como bien señalas, lo anterior no es respuesta suficiente. El objeto de una comunidad política es el bien común temporal. Un conjunto de hombres es una comunidad política en la medida en que persigue conjuntamente (legalmente) el bien común temporal. Primer obstáculo: la falta de una adecuada comprensión del concepto de bien común temporal que, a diferencia del bien común separado y trascendente (Dios), no es una realidad existente, un ser, sino que es un bien operativo, a realizar conjuntamente en el tiempo (eso es lo que significa “temporal”, que se ha de realizar en el tiempo). Los nacionalismos de uno u otro modo “hipostatizan” o “sustancializan” la patria, convirtiéndola en una entidad (al modo romántico), término de nuestro amor y de nuestros deberes, por lo que prescinden del concepto de bien común "a realizar" (agibile).
En ese sentido, a falta de muchas reflexiones que podremos compartir en el futuro, si Dios lo permite, no debemos vacilar: España, como comunidad política (sentido primario de la palabra patria) no existe hoy. Nuestras leyes no sólo no persiguen el bien común temporal, sino que persiguen un estado de imposibilidad, de obstaculización de la vida virtuosa colectiva. En términos de De Corte, no tenemos una sociedad política sino una “di-sociedad”.
Ahora bien, la constatación de que no existe la comunidad política no es idéntica a la destrucción de todos los elementos constitutivos de ella. Por eso la paradoja: no existe España como comunidad política, pero todavía sigue habiendo españoles: los receptores de una traditio (aproximativamente, porque la traditio exige un donante y un receptor que preexiste, lo cual no se da en la herencia patria, pues los receptores, si bien no reciben el ser ontológico de la patria, reciben la específica actualización de muchos aspectos de su personalidad, privada y política. Podemos decir que Dios, a través de los padres nos da la naturaleza humana y que Dios, a través de la patria, nos dio la específica concreción de la inclinación natural política).
Me parece a mí que el bien común específicamente político es algo a realizar (presente-futuro), pero el ámbito y las exigencias de ese bien se derivan de lo que llamo el bien común acumulado por las generaciones pretéritas que nos es legado, que nos conforma en cierta medida (bien del pasado que llega hasta el presente). No todo bien común del pasado tiene la virtud de tocarnos con esa exigencia: la hermosa realización política hispánica en el Franco Condado, admirable, no parece que obligue políticamente a los franc-comtoises de hoy, franceses desde hace tres siglos; ni el recuerdo de las realizaciones romanas en Hispania nos reclama recomponer el Imperio romano (bien común puramente pasado).
Nada de lo anterior satisfará tus inquietudes. Son preámbulos. Pero me parece que son necesarios para hacer algo de luz en tanta confusión, la que tú señalas, entre los que nos decimos españoles todavía. Sin aclararlos podemos seguir persiguiendo ideales que históricamente han sido causantes de la degradación de la comunidad hispánica (por ejemplo, la idea liberal revolucionaria de una España centralizada y jacobinamente uniformada).
Yo no soy más que uno de tantos desterrados en lo que fue nuestra patria que no renuncia a servir a esa patria española, porque lo que soy, en la mejor parte, si alguna lo es, se lo debo a lo heredado de la realización política de nuestros antepasados. Todo se lo debemos a Dios, sí, pero Dios se ha querido servir de causas segundas que veneramos como lo que son: instrumentos celestes. Como estoy agradecido de lo que no me he ganado, sé que siempre estaré obligado y quiero transmitir ese amor y esa veneración, lo más operativa posible, a mis hijos.
Te ruego disculpes lo enmarañado de mi pensamiento. Tengo prisa por escribirte porque, si lo dejo, no sé cuándo lo haré. En mi descargo cuento con tus padecimientos, que son los míos y que sabrán entenderme.
[…]
P.s. Hagamos lo que esté en nuestra mano por cumplir con nuestros deberes políticos, pero sepamos siempre que el bien común temporal al que aspiramos, máximo entre los naturales, no es fin último. Por eso, si al final de la jornada los adorables designios de la Trinidad no nos permiten gozar de ese premio, que al menos nos permitan disfrutar de las delicias inmarchitables.
[Nota: lo anterior es una apresurada carta escrita hace un par de meses a un amigo que me interpelaba sobre qué es hoy España. No es una respuesta adecuada, claro está. Es un testimonio de amistad y un bosquejo de algunos preámbulos que hay que desarrollar.