El deplorable estado de la educación argentina se camufla bajo el disfraz de la “excelencia”.
No hay “funcionario” vinculado a esta área que no se llene la boca con el indiscriminado uso de esta palabra.
¿Y en qué consiste la tan mentada “excelencia”?
En una sarta de lugares comunes de todos los más variados “constructivismos” al uso, canalizado en vocablos vacíos, sistemas incoherentes, palabrejas altisonantes y pretenciosas, neologismos insufribles, propósitos más propagandísticos que verdaderamente académicos y, en suma, en un desprecio absoluto por la vera ciencia, la formación humanística y el amor apasionado y exclusivo a la verdad.
Por la verdad que, cual Dulcinea cautiva, aguarda ansiosa no a los cagatintas de la pedagogía, sino a los quijotes entusiastas (“llenos de la divinidad”) por su belleza difusiva, contagiosa, inmarcesible.
Todo lo que, en general, se dice ahora en materia de educación es FALSO, VACUO, SIN CONTENIDO ALGUNO, motivado todo por las apariencias, bien ideológicas, bien del mercado, bien de ambas simultáneamente.
Lo que se muestra como adelanto y evolución no es, en rigor, sino una decadencia de contenidos, niveles, perfiles y objetivos.
De allí la fragmentación e inestabilidad de los planes, la reducción real de las competencias, la ausencia programada y buscada de todo carisma, de toda singularidad y, consiguientemente, de toda originalidad.
El método debe suplir a aquellas cualidades, la masificación docente presentarse como ideal y la sistematización de la nada erigirse en la finalidad última de toda esta equívoca y engañosa maquinaria didáctica que, de existir un Sócrates, lo aniquilaría con aplausos en nombre, precisamente, de la "metodología", la "currícula", el "espacio áulico", la evaluación "procesual" y "lecturable" (sic) y otra multitud de sandeces que sólo ocultan el horror vacuo en que han convertido a la enseñanza estos destartalados (y malos) imitadores de Foucault, Gramsci y compañía.
A la postre, la terrible "marketinización" de la escuela y la universidad da por resultado el facilismo estudiantil, la precariedad de los docentes, la mediocridad de los nuevos profesionales, la decantanción de lo más flojo e inconsistente, la anulación del genio, del talento, de lo excepcional.
Tanta falsa "democratización" engendra una desorientación de los mejores, una detracción de los decididos, un apocamiento de los emprendedores.
La vocación contemplativa, la especulación intelectual, el diálogo fecundo, el ocio creador, han sido violentamente barridos para dejar paso a un pragmatismo demoledor, a una insaciable búsqueda de la cantidad, a un pensamiento monopólico sin disensos, a una pedagogía idiotizante de la igualdad, centrada en el uso y abuso de las tecnologías, no en su función instrumental, sino como eje idolátrico de la novedad.
Exactamente, la "novedad" que es (así lo fue siempre) flor delicada de la continuidad y fruto próximo para las generaciones que advendrán, se convierte ahora en inevitable ruptura con el pasado anterior y, por ello, dique interruptor con un uniforme y prometeico futuro sin identidad.
Un pasado mirado malamente de reojo, y a veces sin disimulo con desdén, como tesis superada de un irrefrenable proceso dialéctico, sin comienzo, sin fin, sin jerarquías, sin solidaridad.
Esta mentalidad paraláctica (del cambio por el cambio mismo) que, por cierto inunda ahora a toda la sociedad occidental, es en el asunto sobre el cual medito, una aplastante tonelada de boludez, cinismo y fariseísmo sin parangón, que arrastra a todos los que dirigen -obnubilados por unas fantasmagóricas teorías que generalmente ni alcanzan a entender-, y también a los dirigidos, atiborrados de nociones inconexas e indigestiones culturales de insoportable reluctancia estomacal.
Mentar aquí a los clásicos, a la virtud del estudio, a la disciplina, a la intuición, parecería o inoportuno, o de mal gusto, o simplemente, inútil.
El sarmientismo, el enciclopedismo y, aún el kantismo moral, fueron fatales en las riberas del Plata. Mas, aún así, lograron estructurar un sistema de educación que alcanzó (pero los alcanzó) modestos propósitos, sin duda en medio de una barahúnda de insólitas inutilidades.
Estos "constructivismos" mal copiados, mal entendidos, mal digeridos y, definitivamente, mal consignados, están demoliendo las pocas y arcaicas ruinas que todavía quedaban de la escuela, del colegio, de la universidad.
El jardín de infantes (ya, de suyo, bastante imbécil) se ha trocado en escuela primaria; ésta en secundaria y ésta, a su vez, en vida universitaria, donde todo es pretendidamente "académico" y donde, sin embargo, le cerrarían a Platón la puerta en la cara... por defecto de solemnidad. ¡A quién se le ocurre meditar sobre el descenso y ascenso del alma por la belleza! (Leopoldo Marechal). ¡Hoy los únicos ascensos y descensos son los del fútbol!
No nos engañemos, la "universidad", como espacio común para la reflexión científica y filosófica, ha dejado de existir.
Convertida en una feria de vanidades, en un shopping de títulos profesionales, licenciaturas y "doctorados" (¡en un país de doctores!) ha resignado su altísima dimensión contempladora de lo uno, de lo vero, de lo bueno, de lo bello, de todos los sublimes trascendentales del ser.
Ha sesgado sus raíces griegas, latinas, medievales.
Los de arriba por la fascinación de unos hierofantes sin misterios y a la moda; los de abajo, por facilismo o, mejor, por cobardía ante los grandes y maravillosos desafíos del saber, han abandonado, unos y otros, los incómodos jardines de Academo, para instalarse en un "titánic" de placer a bordo.
A todos ellos: ¡feliz naufragio!
Ricardo Fraga