Siguiendo la línea que Mons. Tissier nos ha ido marcando sobre la “extraña teología de Benedicto XVI”, trataremos de entender qué quería decir este “filósofo” con aquella frase tan remanida y tan mal entendida que fue la “hermenéutica de la continuidad”.
Cuando de esto se habló, todos entendieron que Benedicto quería decir que había que interpretar al Concilio bajo la luz de la Tradición y restablecer la continuidad del pensamiento católico que ciertas interpretaciones del Concilio amenazaba con romper; es decir que el Concilio no fuera una ruptura con la Tradición católica. Esto descubría una esperanza dentro del peligro de que lo nuevo contamine lo viejo o viceversa, según el bando. Pero claro, nadie se había puesto a leer qué quería decir todo esto en el lenguaje de Benedicto, pues las mismas palabras “hermenéutica”, “tradición”, y “continuidad”, no tenían nada que ver con lo que nosotros entendemos por ellas.
Es más, varios bien intencionados se pusieron a ver el Concilio en clave “deconstructiva”, es decir, dejar de lado el espíritu y tomar la letra, poniendo sobre ella un espíritu tradicional, y mal que mal, un gran porcentaje se salvaba o era pasable. Había que ajustar el resto. Lo cierto es que el Concilio era “novedad”, y está sola nota alcanzaba para alegrar las mentes modernas y ensombrecer las tradicionales.
El asunto es que nuestro teólogo “extraño” no estaba diciendo esto ni por cerca, sino que estaba diciendo algo mucho más revolucionario que el mismo Concilio. Y ese algo no era tan novedoso, sino que ya se venía diciendo desde la filosofía moderna de la que él abrevaba, y justamente tenía como propuesta romper esas ansias de “novedad por la novedad” que caracterizan a la modernidad, sentando un planteo “posmoderno” de superación de lo puramente novedoso por una especie de síntesis que acogiera tanto lo nuevo como lo viejo, lo cristiano como lo no cristiano, lo occidental como lo oriental, lo civilizado como lo primordial; es decir, todo lo “humano en su conjunto”, en una “hermenéutica de la continuidad” que venía anunciando Nietzsche, Heidegger y Gadamer. (Este último, autor de la frase encomillada).
Lo que pasaba es que uno estaba entendiendo las cosas dentro de un lenguaje católico y es más, quería entender las cosas desde ese punto de vista, siendo que esta posibilidad estaba totalmente cerrada. Lo más simpático es que también lo entendieron mal muchos progresistas que se escandalizaron y bregaron por una “hermenéutica de ruptura”, acusando a Benedicto de ser un conservador retrógrado por el sólo hecho de considerar lo histórico, cuando en realidad estaba varios pasos más adelante que ellos. Como veremos, establecer una hermenéutica de ruptura es una sinrazón en cualquier lenguaje, porque se trata de no poder entenderse más en ninguna forma conceptual posible y receptar una postura nihilista sin más y sin esperanza, cuando Benedicto, claramente quiere salir del nihilismo, aunque, como veremos, con no mucha suerte.
Lo cierto es que no creo que haya nadie más incomprendido en este siglo que el pobre Benedicto, (maldición ya sufrida por el iluminado Nietzsche y por parecidas razones) que será rechazado por Tirios y Troyanos, y de donde deduzco que le deben haber agarrado ganas de renunciar y mandar todo al cuerno (salvo que algunos se los hayan aconsejado vehementemente, por aquello de que no hay que ir tan a la vanguardia bajo pena de pasar a ser una patrulla perdida), ya que el hombre actual se ha acostumbrado a pensar a partir de slogans y no lee un corno y si lo hace entiende menos. Para el común, nuevo es bueno, sin más.
Hagamos un poco de memoria, habíamos dicho que la filosofía moderna entiende que no podemos conocer las cosas en su esencia o naturaleza (no molesten, entre burros no hacemos tantas distinciones), que lo único que conoce es una idea que se hace de ellas, pero no a la cosa misma. Y que esa idea se expresa en un lenguaje, en un idioma; es decir que lo único que tiene es el lenguaje, este es lo único que ES. Pero claro, al problema de existir distintos idiomas en que se expresan las ideas que el hombre se hace de la realidad, y que exige que se haga un ajuste interpretativo de traducción para que se entiendan unos con otros, se suma el que el hombre mira las cosas desde distintos “lenguajes” científicos: matemático, físico, biológico, y también existe el ético, el artístico, el técnico y etc.; y todo esto constituye una especie de torre de babel en la que al rato nadie se está entendiendo. Para colmo existe otro lenguaje, el “mediático” o publicitario, que también hay que tener en cuenta, y junto al que aparece el vulgar y cotidiano, llamado de la “divulgación” de las ciencias (que ahora depende mucho del mediático).
La modernidad, después del asunto Galileo, reclamó libertad para que cada uno de estos sectores del pensar humano avancen con total libertad en busca del conocimiento de su objeto propio, pero claro, al rato de andar, todos iban en distintas direcciones y el conocimiento humano se perdía en mil vectores diferentes que desunían las fuerzas, que se contradecían, que se negaban unos a otros, y que producían un estado de confusión y angustia generalizada. Nietzsche es el que describe magníficamente este estado de cosas, y que se produce como efecto necesario de este progreso de las ciencias con total libertad; con prescindencia de un “fundamento” que las ligue (o religue, de donde viene “religión”). Fundamento que haga que las ciencias corran en un cierto concierto con límites más o menos marcados (esto fue el argumento de los hombres de Iglesia frente a Galileo y ese estado de confusión es lo que querían evitar).
El asunto era que ese fundamento hasta el momento, había sido una verdad de fe con argumento de autoridad y no una conclusión racional, lo que el hombre moderno no podía aceptar. Pues se puso en la tarea de buscar el fundamento racional, fundamento universal al que por otra parte, y tras un gran esfuerzo, el racionalismo descubría como inaccesible (lo que trajo la reacción romántica como un bálsamo). Pasada la euforia racionalista y decretado su fracaso, para Nietzsche esta nos dejaba una sola cosa buena: no había ningún fundamento, y por tanto era bueno que no se partiera de ningún fundamento (a esto lo llama la “muerte de Dios”), pero aunque no había un fundamento inicial, lo que realmente había que hacer, es “buscar” ese fundamento (que ya no sería fundamento, porque no estaba al principio, sino al final) como “conclusión” del esfuerzo humano de pensar. Este iba a estar al final; pero final que nunca llegaba. De allí se puso a pensar ¿Cuál es la expresión humana que en el fárrago anárquico de las ciencias y los lenguajes que se dan en la modernidad, pueda significar una línea de “continuidad” del pensamiento humano que implique una línea de progreso y que lleve a algún tipo de conclusión? Y esto lo llevó a la locura. Pero en un primer momento, el bigotón entrevió que lo que daba continuidad al esfuerzo cognoscitivo del hombre eran las fuerzas “suprahistóricas” o “eternizantes” de la religión y el arte. (Algo de esto hay en nuestro Leopoldo Marechal y sus devaneos estéticos, que hacen estragos en la propia tropa).
La literatura moderna encontraba el lenguaje entendible y continuista en la metáfora, es decir que el conocimiento sólo puede darnos una metáfora de la realidad y que en la “degustación” de la metáfora está el sentido de la existencia. Sentido puramente estético que dará el tema filosófico de la “fruición” del ser, aún frente a la imposibilidad de conocerlo. Pero luego ajustó; el alemán encontró la expresión acabada de esto en la obra de Wagner, que era mucho más que música, era un “todo” artístico; musical, poético, religioso, teatral, que ejecutado frente a masas, producía una especie de transubstanciación, una especie de Misa moderna (todavía esta tenía más bon-gout que la que hicieron luego los ordinarios del Concilio). Pero no se alcanza a saber si lo que lo tenía loco era la música o la mujer de Wagner, siendo que finalmente ambas lo desilusionaron, lo desencantaron de aquella mágica sorpresa que había experimentado (y que probablemente se producía al estar las dos juntas). Al final, “Humano, demasiado humano” (obra tardía), se le salieron los tornillos y descartó esta posibilidad entregándose de nuevo a un nihilismo sin salida, pero dejando para otros la inquietud de encontrar la salida con algunos geniales puntos marcados.
Para Nietzsche, la modernidad no era otra cosa que decadencia de la que había que salir (e inventó sin saber la posmodernidad, que parece que finalmente se libra de la modernidad, pero sólo lo “parece”). El hombre había caído en esta anarquía de sentidos; con la perdida de todo fundamento no existen parámetros para definir “verdad” y “error” y, siendo que la confianza en el progreso había impuesto como meta la “novedad”, como expresión de avance en todos los planos; novedad que era sustituida por otra más nueva, y por otra, con un deseo de superación en lo novedoso que lo lanza a un torbellino de insensateces, en un movimiento incesante que termina desalentando la verdadera creatividad en pos de hacer una cabriola nueva. Pero no crean que el filósofo volvía por un criterio de “verdad”. La solución de un loco era más o menos esta: no se trata de recurrir a valores, sino que se trata de vivir hasta el fondo la “experiencia de la necesidad del error” (que de a poco se convierte de “error” en “errar”) y de elevarse por un instante por encima del proceso, es decir, “se trata de vivir el incierto errar con una actitud diferente… el contenido del pensamiento … no es otra cosa que el mismo vagabundeo incierto de la metafísica, sólo que visto de un punto de vista diferente, el del “hombre de buen temperamento””. Y este “buen temperamento” fue su solución y consuelo final de hombre “convaleciente”.
Parece de locos, pero no tanto cuando si, nos detenemos un poco a pensar lo expresado, vemos que es la actitud más “normal” del hombre moderno, y que estamos rodeados de ellos. Nada se puede asegurar, siempre algo lo contradice, se trata de caminar en este lio, tener la experiencia de los errores y poner buena cara. Tratar de superarlo o solucionarlo es caer de nuevo en el círculo vicioso de la “novedad”. Ni tanto error de la dogmática, ni tanta superación racionalista; “convalecencia” y “buen temperamento” fueron las palabras claves. Miremos un “viejo” de hoy y veremos esta actitud forzada de comprensión de lo incomprensible, o de incomprensión soportada con estoicismo, en toda su dramática plenitud de convaleciente, sirviendo la mesa a un montón de gentes que se suponen los suyos y a los cuales ya no entiende, ni se propone entender; teniendo como sabiduría del final de su vida que todo no fue más que una confusión inexplicable de la que hay que aquilatar los buenos momentos.
Luego vinieron otros, como Heidegger, que siguieron buscando este hilo de Ariadna que lo sacara de la modernidad y diera continuidad al esfuerzo cognoscitivo del hombre que había estallado en mil direcciones diferentes. La hago corta, para burros, como digo. Tímidamente anunciaba que la verdadera expresión de continuidad estaba en la tecnología, esta era la “verdad verdadera”, total y… provisoria; el producto del genio científico que venía a cubrir los anhelos humanos con un “objeto” indiscutible; pero claro, estos anhelos debían tener un grado de humanización que les viniera de las humanidades, de la filosofía. Para esto, este alemanote fue el inventor de la “deconstrucción”, es decir que el pensamiento se expresa no a partir del punto que el otro deja, sino gracias al error que el otro demuestra (que algo de esto tienen las ciencias tecnológicas), avanza gracias a la “destrucción” del anterior, destrucción que no significa descarte de todo y novedad absoluta, sino que quiere decir “descomposición” (descomposición “química” dice Nietzsche) , “destrucción de la historia de la ontología”, que es algo así como lo que expresaba su maestro Nietzsche: “el pensamiento no se remonta a los orígenes para apropiarse de ellos; sólo recorre los caminos del errar incierto que es la única riqueza, el único ser que nos es dado”. Platón, Aristóteles, Santo Tomás, Hegel y el mismo Nietzsche, no son ni aciertos ni errores, son “aperturas históricas” que deben ser vistas con “piedad” (pietas) y el pensamiento consiste en…. y aquí vamos llegando…. en una “hermenéutica”. No en el sentido de una interpretación de cada uno de ellos, sino en una síntesis temperamental de todas estas experiencias, de la “experiencia del ser” en cuanto experiencia de recepción y respuesta de estas transmisiones tradicionales que se gozan en sí mismas y, por efecto aún de las “positivas distorsiones”, produciendo un efecto liberador del que continúan sirviendo los “elementos”. (Y vamos viendo qué es hermenéutica y qué es tradición, ya que tradición para ellos no es “transmisión de la revelación”, sino simplemente historia del pensamiento todo como capital intelectual, y hermenéutica es una recomposición de sentido a partir de los elementos dispersos que siguen sirviendo aún, ya despojados del sentido en que fueron usados anteriormente).
Podríamos seguir un par de meses, pero vamos derecho a Gadamer. Este nos dice que el “ser” que puede comprenderse, es sólo “lenguaje” (en el sentido amplio de todas las ciencias y las experiencias) y que el pensamiento recoge todo esto, no como “sentidos” sino como “elementos”, y lo reconstruye (hermenéutica) siempre de nuevo, estableciendo así un principio de “continuidad” de la experiencia individual y colectiva. La continuidad está amenazada por dos factores principales; el factor de interrupción en la comunicación (falta de libertad de expresión) y por los “lenguajes especializados” de las ciencias, por el “cerrarse” en un plano fuera de toda “contaminación”, que aunque bueno para cada ciencia en sí, es malo para el conocimiento humano universal. (Benedicto trajo al concierto a la Tradición, siguiendo este imperativo de que todo debe ser escuchado y que esta Tradición, contiene ”elementos” positivos que deben influir, más allá que su sentido –que no le importa- sea un anacronismo histórico).
La hermenéutica (nos dice Gadamer) consiste en tomar estos lenguajes; pero no sólo los del pasado en criterio histórico, ni tan sólo los considerados “científicos”, sino de todas partes humanas, de toda la anchura del espacio y del tiempo; de culturas lejanas y aún perdidas, de los mas-media y de la literatura de “divulgación”. (Entienden ahora esa moda, ese esfuerzo irrisorio por las “culturas originales”, por el tratamiento de la “ecología”, por los autores regionales, por el pensamiento de algún ignoto abogado o poeta de barrio, por crónicas de lo que carece de ningún valor, por teorías científicas descabelladas, por el estudio de las opiniones en “revistas” y “diarios” (ya vendrán los blogs, y paso a la posteridad) y ese montón de imbecilidades que, en esta postura, deben formar parte del concierto del pensamiento. Todos estos esfuerzos son bien pagados por las universidades y las becas de la cultura - con los que se llenan estantes que nadie nunca leerá - pero que se confía en que se transformarán tarde o temprano en literatura fácil de divulgación, por contaminación, y que llegarán al hombre común, conformando su forma de pensar. Logrando esa ensalada que es la “opinión” en la que se funden la Pachamama, Cristo, el Che, la evolución, Carl Schmitt, la relatividad y quién sabe qué otra fritura).
La hermenéutica – nos explica- no consiste en hacer una síntesis que se convierta en “verdad”, sino que es una forma filosófico-mística de producir una “experiencia fruitiva” con la totalidad del esfuerzo cognitivo humano, que por supuesto no puede ser definitiva en la medida que la historia no es definitiva, pero se intenta producir una ruptura con el círculo vicioso de la “novedad” moderna, al encontrar un sentido de “continuidad” en una… (¡Esto es maravilloso!) …. “Verdad débil” (Sic Gadamer).
La filosofía (para qué decir la teología) no es más fundamento de la ciencias, sino conclusión de los saberes todos, y no conclusión definitiva ni universal, ni eterna, sino conclusión que sirve para “puente” de una época con otra y que implica continuidad “elemental” de la anterior y para la próxima. Es en suma una “actitud”, y no un contenido. No la actitud contemplativa, admirativa del Filósofo frente al “ser”, que encuentra las esencias, sino una actitud desprendida que pasa los elementos del conocimiento de una era a la otra, para que cada una piense su época.
Una última palabreja hay que aclarar. La “contaminación”. Esa propiedad que hay cultivar para llegar a esta “verdad débil”. Hay que aceptar y reclamar esta “contaminación” tan dura para los especialistas; para refundir el pensamiento en una “hermenéutica de continuidad” ¡y de la que tanto miedo tenía el tradicionalismo católico en el Concilio! ¡Tontos!. (Uno cree que Francisco es un imbécil en su última encíclica, siendo que es un “contaminador”, un verdadero hermeneuta, que dentro del lenguaje común de la “opinión”, usa el tema ecológico, ya preñado de débiles valores éticos tradicionales, y va interpolando elementos viejos y nuevos que ensanchan la visión, todos teñidos de la misma “debilidad”).
Si mal no han seguido esto, verán que en el fondo, siempre está presente la idea heideggariana de que la verdad es en suma tecnológica, ya que esta es la que expresa en “obra” el pensamiento científico dando cabida a los anhelos humanos que trae la cultura humanista; pero aminorada en su tiranía por esta “contaminación” metafísica, o ultrametafísica, y de todos los elementos de lenguaje que expresan en términos de tradición histórica, de divulgación de la misma, de la experiencia que de la misma tiene el hombre actual y el anterior. A ver. Francisco retoma este curso del pensar abarcativo y confronta la dura verdad tecnológica en su encíclica, desde planos distintos, pero consciente de que la verdad, es finalmente tecnológica; de una tecnología que lastrada de humanidades se reconducirá en una autoridad mundial tecnológica de base ética. (El Apocalipsis le da otro nombre a esta autoridad.)
Benedicto y sus amigotes entendieron que el Concilio Vaticano II era un válido intento de esta “hermenéutica de la continuidad”. Que juntaba todas las expresiones humanas en una síntesis que daría como resultado una verdad frente a un siglo de inaceptable nihilismo. Era posmodernismo puro. Por supuesto que no una verdad dura y fundante del pensamiento, sino una “verdad débil” y como conclusión de todo el pensamiento; provisoria, pero “suficiente” para salir del embrollo moderno y dar continuidad al esfuerzo futuro que se atascaba en el sinsentido. Francisco da una vuelta más de esta rosca, entrando en el lenguaje común de la divulgación científica para ponerlo en sintonía con los “elementos” religiosos, éticos, artísticos y científicos. (Entiendo la desesperación de los ideólogos vaticanistas al ver tan mal receptados sus esfuerzos que, entendían, habían logrado una salida mágica de la modernidad; Pablo VI expresó con todas las letras esta desilusión en la incomprensión.)
El Concilio pretendió ser el remedio de un siglo desamparado. Era en sí mismo una “hermenéutica de continuidad”, era el que permitía al hombre moderno entrever una verdad que ya no necesita aceptar en el dogma ni expresar en el racionalismo, sino que podía concluir del esfuerzo humano considerado como aventura total, como gozo de “ser pensando” en la totalidad de sus manifestaciones, y no bajo los términos fijos de acierto y error, sino de búsqueda errática bien intencionada que se sorprende ante la “experiencia” de una verdad que apenas se dibuja en la conciencia y que nos llama de adelante.
Cristo mismo es esta “verdad débil”, que intuimos en el mundo de la metáfora, que permanece a pesar de todo, que se expresa difusa en toda filosofía, en toda ciencia, en todas las expresiones humanas, de las culturas más bajas, de las religiones más distantes. Cristo, según ellos, es la forma perfecta de expresión de esta “verdad débil”, de este “puente” que nos dice que nunca hemos caído en el “error”, sino que hemos “errado” en la experiencia del mundo, y que está actitud, el errar, es la condición humana misma, un errar intuyendo una verdad que no nos “fija” en un esquema fundacional que paraliza la creatividad humana, ni tampoco es un brutal nihilismo que nos deja en el “desamparo” de toda verdad y fundamento, sino que luego del desamparo de la pasión, resucita en la memoria deconstructiva del hombre todo y no en la formulación de una doctrina fija. Insistirán en la fórmula.
Como verán, “hermenéutica de la continuidad”, no tiene nada que ver con lo que creíamos que se decía. Era una frase bien acuñada en la filosofía moderna, que decía algo bien definido (o mal definido, según se mire) y no reflejaba para nada ese espíritu conservador (en el peor sentido del término) que hemos creído muchos y que hizo ilusionar a tantos línea media. “Hermenéutica” es una filosofía-mística de ribetes existencialistas (no un método de interpretación) y “Continuidad” es la palabra mágica que nos saca de la modernidad nihilista; no implica el seguir una Tradición, sino que mira hacia delante a partir de “elementos” del pasado histórico – no de “sentidos”- “para hacer posible una continuidad” del pensamiento humano, un progreso que se estancaba tanto en la dogmática primera, como en el nihilismo segundo. Su conclusión es la adquisición de una “verdad débil”, - suficiente - y no fundante, para reestablecer la “fruición del errar humano” en conclusiones que aunque con validez reducida al tiempo histórico propio, se eterniza en su valor “continuante” y no “fundante”.
Su esfuerzo es poder expresar esta “verdad débil” en un lenguaje que no traicione su sutil entramado por efecto de las tendencias humanas simples que derivan rápidamente hacia lo asertórico y esquemático, o que en la desesperación del desamparo, se vuelcan al horror de la nada. En un estrecho y peligroso filo de tembloroso tránsito, la posmodernidad ha creído forjar este lenguaje metafórico, para cultivo de pocos adelantados capaces del “buen temperamento” (aunque “convaleciente”) nietzscheano. (Una bondad convaleciente es una excelente definición de los últimos Papas.). Modo de hablar que nos ha contaminado hasta extremos impensables, principalmente desde la literatura.
Terminando esta reducción filosófica y puestos a hacer el balance de este esfuerzo “posmoderno” de salir de la trampa nihilista que la modernidad tiende al hombre al destruir sus fundamentos, y que muy bien describe el genial Nietzsche, podemos afirmar que la posmodernidad no es otra cosa que un síntoma de psicopatía de la misma modernidad (ya me lo decía mi padre y ahora lo entiendo), a la que no sólo no supera, sino en cuyas redes cae más abruptamente, cuando su pensamiento “mágico” deja de sostenerse en la emoción de la “sorpresa” y vuelve a caer en la angustia de haber perdido en el viento lo que creyó alcanzar en la ilusión, quedando una vez más entre sus manos la nada. Sigue siendo Nietzsche y sigue siendo modernidad.
La magia es la experimentación de un fenómeno que nos sorprende al romper todas las estructuras lógicas que suponíamos vigentes. Su única verdad es la “sorpresa”. Pero tarde o temprano, de esta demolición lógica, se sabe o se intuye el “truco”. Y la sorpresa se transforma en desilusión, en aburrido olvido. Hay que ser muy infantil para permanecer en el entusiasmo teatral del mago, y bien merecería una reflexión el infantilismo que provocó esta modernidad, la del superhombre nietzscheano y la del superman americano, “la del Pato Donald y la bomba atómica” (como decía Molnar).
Este pensamiento mágico nos tienta de los más diferentes frentes, desde una falsa mística y una exacerbada estética, que por momentos nos hace creer que hemos visto algo extraordinario, que no podemos expresar fuera de metáforas vagas, sonidos fuera de escala, pinturas abstractas y galimatías filosóficos inalcanzables a los pobres burros que siguen atados a la noria de la historia.( No se puede decir que a veces no sea encantadora, como la literatura del realismo mágico de un Rulfo, o la filosofía de un Disandro). Desde doctrinas iniciáticas para capillas de iluminados que terminan en desencuentros terribles con las realidades cotidianas (como la vida de sus pobres hijos y estúpidas mujeres que suenan mocos), conformando hombres desasidos del verdadero drama humano, drama humano al que sólo consuela y redime la simpleza del testimonio evangélico (es una redundancia). Donde el Padre es modelo de padre, el Hijo modelo de hijo y la Madre modelo de madre; así de directo y sin mayores simbolismos. Donde el amor es el amor concreto del prójimo y no de una lejana humanidad. Donde la belleza es bondad y verdad concreta de los misterios de nuestra fe, que nos abren el cielo, pero que nos muestran en su concreta magnitud la tierra que pisamos. Donde todo lo que conocemos es “creación” evidente y objetiva de la que podemos seguir su curso lógico sin capirotes ni desilusiones, con nuestra medida de burros, y que cobra sentido en la Verdad eterna, Verdad eterna que una vez gratuitamente recibida, adquiere sentido por una analogía que conforma a la inteligencia, y que ambas se vuelcan sobre nuestras cotidianeidades remediando las circunstancias concretas de nuestra historia.
Que todo es para redimir el “yo” actual y agonista, en mi hoy frente a Dios, en mi concreta dimensión espiritual e intelectual que resulta suficiente, y no para futuras iluminaciones colectivas que me tienen como eslabón ciego de una cadena incomprensible, o como “adelantado” que abandona a los suyos a una suerte incierta. El drama que se responde desde la Fe es “mi” drama y el de los míos junto a Cristo. Es a mí a quién Dios llama con lenguaje llano y habla en el silencio de mi Alma para una respuesta singular en el núcleo íntimo de los amores más cordiales. Nuestra existencia no es la aventura del pensamiento humano en busca de una redención colectiva e histórica; es la historia de mi redención o de mi perdición. No estamos sujetos como las almas del limbo de los justos a que venga una futura redención a sacarnos de una condición de ignorancia; a que nuevos filósofos encuentren el “fundamento” como conclusión. Esta ya se hizo en la plenitud del tiempo, que fue el día de Cristo. Del Cristo hecho carne y sangre, no idea; palabra de vida y no metáfora, palabra que guía nuestros pasos concretos y no nuestras ilusiones.