Intentamos descubrir el pensamiento del enemigo, no para refutarlo en este caso, sino para ver cuánto de él nos ha penetrado. Cuánto de nihilismo – en este caso- hay en nosotros y en el catolicismo actual cuando, estafado y desilusionado desde la misma civilización moderna, descree de toda civilización o, busca un nuevo paradigma dentro de ella misma.
No pretendo en esta reflexión hacer un recuento histórico filosófico de esta corriente del pensamiento cuyo mejor exponente es Nietzsche, y que en breve resumen podemos expresar así:
Nuestra existencia necesita de un fundamento que le dé sentido, algo que nos diga por qué y para qué estamos aquí. Esta necesidad parte de una evidencia psicológica, el hecho de que “sentimos” de una manera urgente y acuciosa esta respuesta para dirigir nuestras acciones. Cuando el hombre siente estas urgencias que se hacen necesarias para ponernos “en juego”, para “echar manos a la obra” (lo que también es una necesidad que traemos en nuestro interior, como una especie de motor que brama y solicita que le pongan primera para marchar), pues si no la tiene… se la inventa y se lanza.
El movimiento es algo que traemos en nuestra condición humana, es parte de nuestra existencia, y siempre este movimiento es para algún día, poder estarse quieto (pero claro, no acá). Recordarán el chiste del santiagueño al que el yanqui lo encontró durmiendo y le dijo todo lo que podía hacer para “progresar”; ante los distintos “pa qué” del santiagueño, el yanqui por fin concluye “para poder descansar” - “¿y qué estoy haciendo?”- fue la contestación del paisano. Nos hemos reído de la sabiduría aparente en la chuscada. Pero si el yanqui hubiera sido más sabio le habría agregado, “porque si en esta existencia terrena, descansamos, no nos movemos; en realidad estamos retrocediendo, se lo van a comer los piojos. No podemos desafiar el movimiento como no podemos desafiar nuestra condición carnal. Un palo blanco dejado a la buena de Dios, es en poco tiempo un palo negro -decía el gaucho Chesterton- . Estimado paisano; así quieto está Ud. enfermo de nihilismo”, y el paisano hubiera quedado perplejo frente al sermón.
Bien, puesto en calibre la necesidad del movimiento, surge entonces la necesidad de un “sentido” para el movimiento. ¿Hacia dónde me muevo? Y el hombre da infinitas respuestas a esta pregunta. La respuesta del fin o de los fines. Se contestará “voy para allá” “busco esto o lo otro”. ¿“Quo vadis” Pedro?
El hecho es que el hombre tradicional, entendía que iba hacia Dios; no porque a él se le había ocurrido, sino porque Dios lo llamaba, se había tomado el trabajo de señalarle el rumbo.
Y surgía otro problema y es que el hombre no estaba solo. Tenía que viajar acompañado de otros y el “sentido” o el fin, debía ser común para esos otros, y mientras más común, mejor. Porque él no podía ir a ningún lado solo; era débil, física y psíquicamente. Y entonces había que organizarse en una sociedad que tuviera el mismo sentido y fin del movimiento, del “andar” (que no otra cosa es el existir). Y para lograr ese fin, en hombres débiles, debía buscar otros fines intermedios que lo hicieran posible, como comer, ponerse zapatos, buscar los rezagados, castigar los apurados, establecer quiénes iban a ser los guías y etc. Pero claro, todas estas actividades llenan el día y por momentos nos ocupan de tal manera que se convierten en fines en sí mismos y se desbalancean. Dejan de tomar la medida lógica que indica el sentido del viaje. Te cargas de tantos alimentos u objetos, que ya no puedes moverte, ya no son “fines por participación” del fin último, y hay que corregir. El hombre de la modernidad primero se ancló en ese fin intermedio de la “organización social”, se puso a pensarla en el detalle, agrandó las estructuras, complejizó las relaciones, hasta que esa Ciudad que se movía hacia Dios, se constituyó en una mole de piedra que se aquietaba en su propia pesadez abrumadora, haciendo del movimiento un movimiento circular que salía y volvía a la ciudad, para crear nuevos y complejos problemas en los que se perdían todos los esfuerzos de los “politólogos”, constitucionalistas y toda clase de pedantes formadores de escuelas.
Pero al rato de darle vueltas, pincharse con las espadas y tirarse bombas por establecer uno u otro sistema, pensó que era un problema de “aprovisionamiento y distribución”, y se dedicó a la economía. Estos esfuerzos lo hicieron olvidarse del aquel fin que le daba medida a los otros, pero que al darles esa “medida” no sólo los equilibraba, sino que también los limitaba y los amputaba, los “ninguneaba” como se dice hoy: “¡Ya está bueno!” - gritaban los curas- “¡No jodais, que hay que marchar! ¡Pensad menos, creed más y moved los culos!” a lo que los otros gritaban “¡pero si estamos a los saltos y no nos da el tiempo!” Y de vuelta la Iglesia: “¡Gandules… andáis en círculos!”.
Claro, resulta que el fin último se concebía con la Fe, pero los intermedios se pensaban con la razón; y el andar hacia el fin último acrecienta la fe, pero el pensar en los intermedios acrecienta la razón (en una medida cuantitativa), lo que siempre aparece como bueno a los vanidosos intelectuales (el estado de la justicia de una Nación – decía mi padre- es inversamente proporcional a la cantidad de leyes que tiene). Y así se hicieron “racionalistas” y parece que todo iba bien. Pero resulta que como tenía que ser un bien “común” -porque andar solos es muy aburrido y nadie aplaude los logros - cada uno de estos fines reclamaba un “acrecentamiento” en su efectividad y complejidad, siendo que al rato se subían unos encima de los otros y se tironeaban las cosas y al hombre (ambos considerados como elementos de una tarea) como los perros se tiran la presa.
El asunto es que entonces le pidieron a la razón que haga un esfuerzo y diga cuál es el sentido y el fin “más razonable” de todos para terminar con la lucha fratricida. Pero, acorto, nunca se pusieron de acuerdo, y la discusión se puso menos alterada y más soterrada – o fría- gracias a un bombazo atómico. Algunos, para salir de este desapiole, se hicieron románticos y se pusieron a pensar que en realidad el movimiento no era para ir a ningún lado, sino para disfrutar el viaje, viendo el paisaje y las flores y los amores que se podían experimentar durante el recorrido (es el sentido del “turismo”: geográfico, histórico, amoroso y aún sexual - leer a Choderlós de Laclós o el Don Juan o, mejor no leerlos). Pero esto de no poder “hacerse de nada”, de no poseer nada; sino sólo verlo pasar, no satisfacía al hombre porque, aunque mi mujer me rete porque no quiero viajar por Europa hasta que no esté en condiciones de conquistarla a trote de caballo criollo y por las armas, e instalarme en Versalles como Emperador de chiripá, facón y lanza; en el fondo… es esta “enormidad” lo único que realmente satisface al hombre, es decir “hacerse de algo”, “se aprivoisser”, decía el zorro del Principito. (Finalmente el Don Juan después de haber tenido muchas, extraña que no haya alguna que realmente muera por él).
Entonces llegó el “nihilismo”, que es llegar a la convicción de que la razón no nos puede dar la solución. Volver a la fe es renunciar a ser dueños de nuestro destino en pos de un invento tranquilizador. Y entonces nos queda como único “sentido” de la existencia, como única razón para un movimiento que tampoco podemos evitar; el “errar”, el vagabundear, pero no ya como el estúpido romántico que se corta las terminales nerviosas para sentir el “placer” del viaje (leer “El Placer” de D’Anunzio o, mejor no leerlo), sino, “sufriendo” esta condición errabunda e imposibilitada de “asir” algo. Una forma convaleciente, desinteresada, estoica (aunque por momentos cínica). Es decir, moverse desde nada y para nada. Y de esta manera sufrir la “verdadera” condición humana del sinsentido hasta beber las heces de lo humano, después de lo cual, después de esta “prueba” de sentirse “Humano, demasiado humano”, ver salir el sol en un nuevo “sentido” del que no alcanzamos ni a imaginar un ápice. Lo importante – ahora- es soltar ese bagaje de fines erróneos que nos ha legado la tradición o la historia. “deconstruir” todas esas construcciones de la fe, de la razón y del corazón, pero… conservando el sufrimiento de estas “ansias” religiosas, racionales y cordiales; como elementos positivos y constitutivos, ya desprovistos de sentido fuera del sentido de “sufrirlas” como pérdidas y “tenerlas sin tenerlas”, como el amante a la amante esquiva o muerta de tisis (como la “perdida” Violetta; la de la Traviatta… no la de Disney). Son finalmente también románticos.
Veremos que la conclusión es en mucho parecida a la religión, pero puesta patas para arriba. Es un desprendimiento total, es una “pasión”, un sufrir la condición, para de este sufrimiento obtener una redención humana. Es un “despojarnos” para nada. Es un acto de entrega total, no ya a Dios como el anacoreta, sino a la “humanidad”, a lo humano en lo que tiene esto de más contradictorio, inexplicable e insondable. Siguiendo mi lógica del choque frontal, convencido de que estamos más imbuidos de esta filosofía que del propio cristianismo, vean en una expresión cristiana (profundamente moderna) esta actitud que señalamos: en “The Wanderer” (Blog estoico- diletante- errabundo- esteticista- desinteresado, que sin dejar lo cristiano, se abandona en lo cristiano - apoltronado en un sillón, expectante y resignado, “teniéndolo sin tenerlo”; como elemento cultural y no como pasión existencial) que “paladea” amargamente del cristianismo solo la “civilización cristiana” que ve perderse en la nostalgia y que, de lo cristiano concreto no se atreve a tomarlo como “sentido” de marcha efectivo, eficaz y permanente. No es ya un “ponerse en marcha” forzada hacia un objetivo, sino como un “paisaje” del alma encantada y a la vez desencantada. Que toma las “cosas” en el desinterés de un falso espíritu de pobreza, dispuesto a perderlas porque en sí nada significan fuera de un destello de belleza que se esfuma en el momento – siempre pasado y perdido - como un vaso de buen wiski y una conversación amena en un salón que habla de ausencia.
El sufrimiento cristiano está muy lejos de esto; no es una tortura ni una autoflagelación que se solaza en el propio doler, ni tampoco un desinterés por la creación divina y humana a la que mira como quién mira el museo del Louvre. Es, como dice San Pablo, un sufrir el entrenamiento y las privaciones para lograr el premio del atleta. Se explica el despojo y el sufrimiento para obtener un bien superior, sino, no se explica. No en sí mismo. (Si vamos al fondo de esto, vemos que lo que se nos propone es el sufrimiento del diablo, para el que ya nada sirve, el privarnos para nada. Mandinga ha creado su propio anti-Kempis, su propio “Tratado de Imitación de Satán”)
Nuestro cristianismo es para devolvernos, en el equilibrio, una revaloración no sólo de la fe, sino también de las estructuras sociales, de las jerarquías, de las tareas humanas, de los objetos materiales, de las ciencias, de la razón y del corazón. Para volver de aquella aventura que nos lanzó al sinsentido y al regusto triste de todas las cosas; por una reconsideración de lo político, de lo económico, de lo artístico, de lo científico, de lo amoroso y aún de lo sexual, en el sentido de “vituallas” útiles para una batalla. Donde sólo despreciamos de todo esto lo “superabundante”, lo superfluo, lo que nos carga de más; lo que nos desvía del objetivo principal; lo que agota la tropa, lo que distrae (y que no son “las cosas”, sino nuestra “mala disposición para con las cosas”, en exceso o en defecto). Para devolvernos un canto marcial entre sudor, sangre, lágrimas y risas, en donde todas estas “cosas” son buenas y útiles, donde no “caminamos” mirando pajaritos y libres de carga, sino donde a pie firme y urgido, cargadas las bolsas de lo que necesitamos para el camino, con nuestros hijos a hombros, recorremos un campo minado. Marcha durante la cual los “pajaritos” imitan la canción alegre de soldados (y no al revés) que van por una conquista y se hace nuevamente grato escucharlos haciéndonos reparo.
Pero no – como creen los entristas- a la conquista de esas ciudades de plomo y cemento, de sus organizaciones enfermas de incurable gigantismo y lastradas de nihilismo, de agitación circular, que nos doblarán las espaldas y nos devolverán al círculo vicioso y fratricida del racionalismo. Ni usando sus locos métodos de superabundancia y deformaciones.
Ni tampoco – como creen los estoicos- entregándonos a un voyerismo romanticón e impotente.
Nos estamos yendo, sí, pero no al desierto infierno del vacío porque esta aventura resultó estúpida y nos marca un “cul de sac” (aunque la estafa demoníaca moderna nos lo proponga “por un rato”, sabe que lo hará eterno y sabe que cuando llegas a este momento, tú también sabes que será eterno aunque trates de engañarte). Tampoco estamos yendo a “nuevos paradigmas” superadores que ensayen nuevos sentidos para cobayos de laboratorio. (Cuando el tándem Dumont-Castellano. Ayuso, le puso este título a su libro – Iglesia y Política “Nuevo paradigma” - no creo que hayan sido ignorantes de lo que esta frase hecha y repetida al cansancio quería decir en los autores del posmodernismo, en los que designaba lo esencial de ese pensamiento. Es como si cuando te saludan, reflejamente pones el brazo derecho en alto; eres facho, no discutas. Ellos buscan un nuevo paradigma porque descreen del viejo y tradicional paradigma. Fue un lapsus de lo más significante. Un tradi se muerde la lengua antes de pronunciar algo parecido).
Cuando marchamos por amor a Cristo, podemos amar nuestras instituciones, nuestras hembras, nuestras propiedades, nuestras herramientas y nuestras armas. Podemos pedir al Sacerdote que las bendiga. El moderno consumidor no es sólo víctima de la estafa de los objetos descartables, él mismo los quiere descartables porque se aburre, porque son para pasar el rato. El moderno estoico los desprecia, sin más, porque no va a ningún lado ni cree necesitarlos, aunque esté dispuesto a gozarlos desprendidamente.
El cristiano no erra, no es un vagabundo, ni un caminante que observa desprendido. El cristiano toma lo suyo con los puños cerrados y arremete. Ama sus cosas, porque sus cosas son para llevarlos al podio del atleta y está dispuesto a darse de palos por un serrucho y ciscarse en la “topadora del progreso”.
Entrismo y estoicismo son caras de una misma moneda nihilista. Una que se entrega a un movimiento de loca agitación circular y la otra a un vagar errático esteticista.