Su crueldad y su soberbia no conocieron límites y su sombra se proyectará, ominosa, durante muchos años sobre esta tierra desgarrada. Nada de esto se reflejó en los obituarios que le prodigaron escribas cobardes o ignorantes de sus viles acciones.
A lo sumo, se dijo que “había sido un símbolo de la lucha armada”, sin mención alguna de la estructura militar que posibilitó sus fechorías. Nadie tuvo el valor de referirse a las “compañías del ERP”, ni a sus “escuelas militares” ni a la conexión que existía entre diversos grupos guerrilleros locales y foráneos. Nadie fue capaz de recordar a sus víctimas, excepto la erpiana Susana Viau de Vómito Oficial, que señaló la “ejecución” (sic) de Somoza como una de sus hazañas. (Los “militantes populares” siempre son “asesinados”, nunca “capturados”, sino “secuestrados”).
Pero, aun en su malignidad, Gorriarán merece algún respeto. Si se me permitiese, diría que su capacidad para hacer el mal tenía algo de diabólica grandiosidad, como Nerón, Juliano el Apóstata o su ídolo, el Che Guevara. Algo tenía entre sus pantalones el siniestro “Pelado”, demostrándolo en más de una ocasión. Fue, si se quiere y a su modo, un tipo valiente. (No importa lo demás, agregaría Borges).
Gorriarán en el gobierno habría dictado innumerable sentencias de muerte y sería un perseguidor implacable de todos cuanto se le opusieran, y nadie tendría derecho a sorprenderse, porque los hijos de la Revolución obran siempre así. Pero esas atrocidades, y le sigo pidiendo permiso al lector para expresarme, contarían con el respaldo de su azarosa e innegable militancia.
Años luz separan al Pelado del “prudente” Tuerto Néstor, por quien los verdaderos combatientes experimentan un asco profundo. Más de uno me lo dijo, ya de vuelta de la locura que lo poseyó allá por los setenta.
Al saber de la muerte de Gorriarán, tentado estuve de no rezar por su alma y de descorchar una botella de champagne. Pero le dediqué un Ave María y me tomé tan sólo una copichuela de tan fantástica creación de los galos. En cambio, si espicha uno que yo me sé, minga de rezos, y mucho, muchísimo “champú”. Y date prisa, Dios mío, que ya no se aguanta.
Escribe Augusto Padilla