Ocho niñas y un niño. Ella sonríe, el tipo está serio.
La familia numerosa es y será siempre el ideal de los matrimonios, supremamente de los matrimonios cristianos. Esto ya no se puede dar por descontado en la mente de nuestros contemporáneos.
Como es lógico, la mentalidad anticonceptiva se manifiesta antes que en la ejecución en la intención: antes que en el impedimento de la venida de más hijos en el abandono y el desprecio del ideal de la familia numerosa. Ya no se entiende que es algo mejor y por ende no se aspira a ello.
Luego abordaré ese abandono, que es una prevaricación en sí mismo, pero antes es necesario introducir una aclaración en cuanto a la recta comprensión de ese ideal. La idealidad de la familia numerosa es de tipo objetivo, es decir, de un plano que nada tiene que ver con las posibilidades concretas de su ejecución. Si un matrimonio es estéril y no puede procrear, la familia numerosa seguirá siendo su ideal con independencia de sus aptitudes. Eso significa que junto con el ideal objetivo existe otro ideal subjetivo, para cada familia. No es que uno sea más verdadero que el otro. Ambos son verdaderos, uno en el orden universal y otro en el particular. El uno no neutraliza al otro y ambos tienen su propia vigencia. Podríamos distinguirlos así: el ideal de la familia numerosa es un ideal psicológico-social invariable y el ideal de la familia concreta, fundado en la prudencia, es un ideal moral y se ajusta a cada caso.
Desarrollemos esta idea.
La familia numerosa es expresión objetiva de la fecundidad de Dios y de su designio para el género humano (“henchid la tierra”). Por eso es una aspiración siempre vigente y eficaz.
Pero ésa su eficacia no es una mera trasposición lineal al orden de la acción concreta. En ese orden hay lugar para una aspiración del corazón humano todavía más alta: la de cumplir ante todo la voluntad de Dios para mi vida. “Voluntad de Dios, eres mi Paraíso”. Así se comprende el papel insustituible de la prudencia. Sólo ella permite esquivar dos errores, uno por exceso y otro por defecto, en cuanto a la aplicación del ideal en este terreno: el de aquellos que entienden que la vida moral es tan sólo esa mera trasposición del ideal al orden práctico (sin mediación de la razón y con un sentido impropio de la Providencia) y el de quienes directamente le niegan cualquier virtualidad en ese plano y en el mejor de los casos lo confinan a un parnaso desconectado de su realidad concreta. Con ello no equiparo ambos errores, ojo, pues el primero deja abierta la puerta a una rectificación y conserva una –todavía mal entendida pero muy real– entrega a la voluntad de Dios, mientras que el segundo atenta de frente contra las intimaciones más primarias de la ley natural con lo que es siempre prevaricador.
Ahora bien, la prudencia (dócil a la prudencia infusa o sobrenatural y al don de Consejo del Espíritu Santo) permite al hombre adecuarse a la concreta voluntad de Dios para él. En eso logrará su más alta moralidad y santidad. En ese caso, la pareja estéril, aun percibiendo agudamente la idealidad de la familia numerosa, abrazará gozosa y resignadamente la voluntad de Dios –Él sabe más– y con ello el ideal más alto para ellos, con el que ellos, siendo estériles físicamente, contribuirán de forma irreemplazable a la perfección del conjunto de la obra de Dios. Lo mismo sucederá a quienes, siendo fértiles, adviertan prudentemente, en su caso particular, la conveniencia de espaciar la venida de los hijos. En un caso y en el otro el ideal de la familia numerosa sigue siendo vigente y efectivo, con una efectividad que se traduce en el abrazar la voluntad de Dios para ellos sin dejar de amar el bien de una numerosa prole. Pero en el caso del matrimonio fértil se tratará, además, de dejarse guiar dócilmente para conocer esa voluntad in concreto.
En ese caso se busca la verdad moral o práctica con más dificultad, porque no está manifiesta de antemano (como sucede en el caso de los estériles), pero no con menor efectividad y paz. A condición tan sólo de que la prudencia verdaderamente lo sea (y esté sostenida por la oración y guiada por el don de consejo) y no llamemos así a cualquiera de sus falsos plagios, reducibles todos a lo que San Pablo llama prudentia carnis, prudencia de la carne o interés egoísta (“que es enemiga de Dios”).
El tema es, pues, siempre el de la verdad moral y de la prudencia.
Se me ha objetado que al remitir la decisión al criterio de los cónyuges lo que hago es quitar fuerza a las normas morales. Que acabo por justificar, precisamente, lo que quiero combatir (la mentalidad antinatalista), pues una vez desplazado el peso de la acción a la conciencia de cada cual, de hecho estaríamos ante el relativismo más absoluto. No es cierto.
En primer lugar, la instancia decisiva es la virtud de la prudencia y no el acto de la conciencia, por lo que sin suficiente deliberación y consejo, sin memoria y previsión, sin conocimiento de la ley de Dios y de la Iglesia, sin las otras virtudes cardinales (sin ser justo, casto y fuerte, en especial para no dejarse amedrentar por excesivos miedos materiales) no puede haber decisión prudente.
Pero es que lo que resultaría un empeño absurdo es pretender corregir la naturaleza de la “estructura moral” del hombre. Ningún retoque podrá alterar la configuración que Dios ha querido para que el hombre busque la verdad y obre según ella. Retoques que, en última instancia, pretenderían rectificar una “falla” dentro del esquema querido por Dios mismo. Así que, nos guste o no, la moralidad cristiana es una moralidad para el hombre que existe y por lo tanto, no debemos soñar escenarios “ideales” en los que falanges de autómatas piadosos ejecutan sin vacilación las consignas prácticas de sus directores “de conciencia”. En otras palabras, enseñar la moral cristiana es enseñar a asumir el riesgo de la decisión concreta que, en última instancia, sólo compete al sujeto que actúa, al hombre concreto.
Esto tiene también mucho que ver con la idea que nos hacemos de la obligatoriedad de las normas morales. Se ha impuesto la idea de que las normas morales obligan porque así lo ha mandado Dios y punto. Eso daría razón de su obligatoriedad física, pero no de su vinculación moral íntima y no piensa así Santo Tomás, para quién la obligatoriedad moral proviene en nosotros del agradecimiento: un agradecimiento que sigue a la toma de conciencia de que todo lo que tenemos (empezando por el ser mismo y terminando, digamos, por el amor de nuestro cónyuge) ha sido un don de Dios.
Si nos paramos a meditar sobre la gratitud debida comprendemos el sentido de nuestra estructural dependencia de Dios, que es la raíz de la obligatoriedad moral. Puede haber leyes que nos digan qué tenemos que hacer –también leyes divinas y eclesiásticas– pero no es una norma lo que nos hace sabernos obligados, sino esa conciencia de la dependencia y de la gratitud hacia Jesucristo.
Paradójicamente, sólo alguien que ha profundizado, a la luz de los dones del Espíritu Santo, en ese dato previo, está en condiciones de no desbarajustar su juicio práctico, es decir, de no pretender preservar algún interés particular contrapuesto a la voluntad de Dios.
Así pues, nadie puede tomar las decisiones morales por nosotros. Ni los sacerdotes, ni ningún experto. Todos tenemos la obligación de aconsejarnos sobre los principios y con la experiencia de personas competentes, pero si nos acercamos a ellos pidiéndoles que decidan por nosotros (“Usted dígame lo que tengo que hacer, que yo lo hago, pero no me pida que decida yo”), pondremos en evidencia la inmadurez de nuestro sentido moral. Si obramos así, mejor será efectivamente, que se nos aconsejen cosas “buenas”, pero no por eso el acto habrá sido debidamente moral.
Tampoco debemos olvidar que no toda decisión prudente en esta materia debe necesariamente estar determinada siempre por lo que llamaríamos motivos graves. Por ejemplo: la decisión de espaciar los hijos puede estar basada en criterios de conveniencia pedagógica, o fisiológica, sin que necesariamente tengan que presentarse ante nosotros como “graves”. Pero si tras la razón de ese espaciamiento opera una prevención hacia la familia numerosa, ninguna otra circunstancia podrá enmascarar ese vicio originario ni rectificar esa elección.
Hay más factores que naturalmente están presentes en un cristiano cuando se enfrenta a esta decisión: el deseo de cooperar con Dios en la obra de la Redención y hasta en el bien común temporal (“dar hijos a Dios y a la patria”), arrostrar dificultades por ese inmenso bien, con espíritu de gratitud y de reparación por las propias culpas y por las del prójimo (cuántas esposas han llevado al buen camino a sus maridos por esa generosidad), la meditación sobre el grandioso bien que es cada nueva alma regenerada por la gracia y, en particular, la meditación sobre la generosidad que nuestros padres tuvieron con nosotros. Y, por supuesto, la aspiración a tener cuantos hijos quiera Dios para nosotros y, por ende, el deseo de una familia numerosa. Cualquier cálculo que se anteponga a estas consideraciones es reflejo de esa mentalidad casuística y voluntarista que, antes de acertar o no, está extrañada de la lógica de la amistad moral con Dios. Pero, por el contrario, partiendo de esas consideraciones, el cristiano que en su corazón ama el bien de una familia numerosa y la desea, y quiere corresponder a la gracia de Dios, tiene la santa libertad de valorar si sus particulares circunstancias le aconsejan buscar, recurriendo a medios lícitos, un límite a la prole.
De lo que se trata es de buscar la verdad práctica, ésa que es la conformidad con el apetito recto, o si se quiere, hacer lo que en una circunstancia concreta haría un hombre bueno. Se trata de buscar una verdad que no es aritmética, sino moral. Así que no es como presentarse a un examen de oposiciones, sino discernir la voluntad de Dios en mi vida. Tengamos en cuenta que la adquisición de la prudencia no es cosa de un día ni se improvisa. Es tarea de la vida entera, por algo es la más necesaria, pero también la más rara de las virtudes.
En fin, que no hay ninguna contradicción entre ensalzar la familia numerosa y señalar el papel determinante de la prudencia (que no de la conciencia) en el cumplimiento del fin primario del matrimonio. Y además podemos razonar inductivamente a posteriori: del hecho de la cicatera procreación media de los matrimonios católicos actuales de Occidente podemos concluir que nos falta abismalmente prudencia.
Cuando el cristiano se atribula porque querría obtener una respuesta institucional que bendijera la decisión que ha tomado en su corazón prescindiendo del ordo amoris, del orden del amor que hemos señalado previamente, el sacerdote o consejero puede ofrecerle alguna piadosa recomendación, pero lo que no podrá evitar es que quien interroga se haya puesto a sí mismo en una condición en la que se le hace imposible elegir la verdad práctica.
Del Blog amigo El brigante