Compartiendo una opípara cena, abundantemente regada y con los estados propios del espíritu jocoso, uno de los comensales alabó la buena pluma de un comprovinciano que, con sus artículos de suficiente asiento filosófico, buena información de política y cultura up to day, en cierta manera le hacía recordar la de nuestros viejos intelectuales de cuños chestercastelanianos. Es decir, un tipo divertido que sin necesidad de resentimientos, ni de grandes aspavientos, con la serenidad de un intelectual bien comido, ve producirse un cierto desastre “allá fuera”; asunto que se observa desde una razonable cultura occidental y cristiana que, para ser de un estilo aceptable, no debe ser tan evidente en lo de occidental ni tan confesional en lo de cristiana. Barniz que se logra después de una temporada en alguna universidad de Europa en la que un montón de gente seria en sus estudios (no hay sorna en lo mío, sino simplemente marcar la diferencia con nuestros pobres universitarios) debate con mucha razón y poca pasión los asuntos de la posmodernidad, sin decir que se trata de un eufemismo para no hablar de la muerte definitiva de la cultura cristiana (y cuando se dice “definitiva”, es eso justamente lo que se dice.)
No oculto que la cosa venía medio de costado para aquellos aguafiestas que nos venimos poniendo un poco leonbloysianos y que por exceso de fundamentalismo ya no miramos ni los diarios y el análisis no pasa nunca más que de otra vuelta de tuerca al apocalipsis. Elementos que hacen de nuestra pluma un poco fome y bastante desactualizada. La falta de gimnasia universitaria en donde un resto de cristianismo regatea a través de atenuaciones hermenéuticas para ubicarse en un lugar aceptable de los estudios sociológicos, y con ello terminar resultando un planteo “inteligente” sin necesidad de expresiones propias del fanatismo religioso, hacen de nosotros una especie de voz que clama en el desierto. Se puede leer a Palacios y discurrir sobre los fundamentos de la política aristotélico-tomista con intelectuales de otras layas, ya que para ello estas obras están sazonadas con discursos sobre los derechos humanos y ejemplifican con Mahatma Gandhi. Lo que resulta aburridísimo es un palangana que agarra el catecismo y utiliza los viejos clichés de “Reinado Social de Cristo” y esas yerbas que de ninguna manera pueden aceptarse en los círculos académicos.
En el fondo la crítica es cierta; resultamos bastante aburridos con el sonsonete clerical que ya a nadie convence, siendo que lo que corresponde al cristianismo de hoy es entrar de contrabando a la amena rueda de la charla erudita y para ello debe mitigar lo que de más horroroso tiene que decirnos. Y con esto me quedaba callado por falta de argumentos, ya que el piropo hacia el cristiano que lleva un mensaje ameno y agradable no parecía tener resquicio, salvo claro… que el cristianismo no fuera un mensaje ameno y agradable y se estuviera cometiendo una falta por dilución del contenido; pero el sólo insinuarlo me valdría el que “no podes con tu genio”.
Me acordé en aquel momento del viejo Soren (Kierkegaard) comentando aquel pasaje de Lucas (XIV, 26) “Si alguno viene a mi y no aborrece a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas e incluso a su propia vida, no puede ser mi discípulo”, frase que la hermenéutica moderna a tratado de mitigar , interpretando que el “aborrecer” es en realidad un “amar menos” (minus diligo) y que hace concluir al genial aguafiestas con esta frase maravillosa: “ Un mensaje así, que en el momento mismo en que aparenta proclamar algo espantoso, se desinfla y, en vez de escalofriar, se pone a babear como quien galantea una dama , solo merecería el desprecio y el olvido de los hombres nobles”.-
La frase del subtítulo es de Horacio “Ahora está tu casa en juego” (próxima a arder agrega en el texto), y nos da una idea de la perspectiva desde la que cada uno enfoca su tiempo y juega sus cartas, y por ende este asunto de la “posmodernidad” puede ser una divertida consideración académica o, entendida como el ariete que destroza mi puerta y la máquina de guerra que apedrea mis hijos. Como bien dice Aníbal D’Angelo Rodríguez, Nietzsche con su “Dios ha muerto” lanzaba un vaticinio que los posmodernos más encumbrados como Vattimo en su “Después de la Cristiandad” ya dan por cumplido. Y el citado Don Aníbal, con condiciones más que abundantes para ser un tipo ameno dentro del ambiente cultural, se suma a los agoreros… “Lo que se ha terminado es la Cristiandad. Europa ya no es cristiana, las instituciones y la vida cotidiana se han descristianizado y el Sumo Pontífice predica una “nueva evangelización” porque la anterior ha caducado”. Podemos agregar de nuestro cuño y como cierre de la frase: “ahora lo que está en juego son nuestras casas”. Así de urgente, así de abrumador. Exento de romanticismo y galantería como lo son las modernas guerras. Este asunto ya no me divierte porque los que están cayendo son los míos.
En cuanto a los intelectuales, de mejor o peor mala leche, a los que Don Aníbal señala como el “Clero” de esta nueva religión que no es otra que la corrupción del cristianismo, a veces furiosa, a veces vulgar y otras veces de buen gusto (lean el prólogo al libro de Belloc que no tiene desperdicio), y resulten ellas más o menos amenas y agradables; ya me importa un pito lo que tienen que decir en su lenguaje diluido e innoble. Es más, la producción intelectual del último siglo, que supo divertirme otrora, ante esta debacle que los delata (salvo raras excepciones) como hombres que no querían o no podían ver la profundidad de la herida, suenan como campanas de palo, como una señal de tímido alerta de un enemigo que estaba a las fronteras, cuando en realidad el enemigo estaba dentro y había corroído los cimientos del fuerte.
Una vez más recomiendo la lectura de “El desierto de los tártaros” (o aún más fácil, el film) que describe este proceso, donde los soldados apuntan sus fusiles por las almenas y resulta que el virus es interior. De toda esta producción surge un permanente equívoco en la ortodoxia católica que no alcanza a comprender que ya no es tal, que en cada uno de los autores que convencidos de estar profesando un auténtico catolicismo ya está la infección obrando y que, siguen disparando contra un enemigo que ya los ha coptado desde su íntima formación. Y hablo de un Piepper, de un Guardini, de un Gilsón, de un Meinvielle, de un Castellani y de tantos otros que, dejando una obra magnífica frente a un enemigo declarado, dejaban también abiertas las grietas interiores de una propia defección que todavía no se les hacía palpable por conservar el espíritu de cuerpo. Que había sonado la hora de una batalla ya ni siquiera contra bandos infiltrados, sino contra uno mismo, en la que había que ponerse en guardia contra reflejos adquiridos que ya estaban teñidos de revolución. En la que la batalla exigía los términos más arriba descriptos “Si alguno viene a mi y no aborrece a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas e incluso a su propia vida, no puede ser mi discípulo”.
Y esta reacción proviene de un muy común malentendido que es el de la Crisis y la Restauración. La muerte no es una crisis ni puede sobre ella haber restauración. Las cosas del hombre cuando mueren, mueren. Cristo puede vivir en nosotros, pero la cultura cristiana es un cadáver. Repasen lo dicho más arriba por Don Aníbal y de lo que probablemente el mismo autor se sorprendería (pero lo escrito, escrito está).
Recuerdo que en sus últimos años, mi padre, consciente de este problema, se revisaba a sí mismo en su obra. La velocidad del tiempo histórico se descubría de tal aceleración que había que posiblemente corregirse por haber continuado con un espíritu católico que tenía cargada sus mochilas con lastre revolucionario y, que el siglo XX nos había encontrado a los católicos con una confianza que había terminado por ser temeridad. Nos habíamos abierto al diálogo intelectual tan seguros de un tomismo adquirido con certeza, habíamos emprendido la aventura literaria del siglo atreviéndonos a prescindir de todo “nihil obstat”, seguros de nosotros mismos en que podíamos sacar el fruto aun de los autores contaminados; nos divertíamos con Graham Greene, tomábamos nota de Lewis y hasta nos confirmábamos en Chesterton (ni que hablar de los pensamientos acunados en los fascismos) pero todo esto ha sido malo para el ahora. No nos dimos cuenta de nuestra enorme debilidad y de que esta “apertura” cultural no iba a poder ser digerida. Que toda esta “erudición” nos iba a resultar indigesta. Que la “cultura” que tanto habíamos ponderado se nos iba a venir en contra, como ese cosmopolitismo que minó a Francia frente al embate Alemán de la segunda guerra y que de forma inexplicable significó una derrota en días.
Eso es lo que solemos llamar como “línea media”, es decir, buenas gentes impregnadas de la mejor cultura de este tiempo, que no pueden creer que son momentos en que hay que tirar todo el mobiliario por la ventana y dejar de ser de “nuestro tiempo”; que se trata de una crisis y hay que bregar por una restauración a partir de los elementos que permanecen latentes. No, es una muerte, hay que corregir la línea de defensa “dentro de la casa”, hay que cerrase abruptamente sobre terreno seguro y ha llegado un tiempo en que lo cultural nos debe ser ajeno, que debemos quemar nuestras bibliotecas y tomar dos o tres textos brutalmente asertóricos y fomes. Que ya no podemos cantar la “vie en rose” mientras los alemanes construyen tanques. Que como decía Jean Vaquié, ya no restauración, sólo podría pensarse en una “resurrección”, y eso está fuera de nuestro alcance Y NO NOS HA SIDO PROMETIDO CON RESPECTO A LA CIVILIZACIÓN.
Este fenómeno es palpable también en el mundo de la política y de los negocios. Los negocios y la política ya no son procesos de negociaciones amistosas, de asuntos de caballeros; son asaltos a mano armada. Las ideas que los impulsan son homicidas y brutales; el que se queda con una idea romántica de ellos, o por lo menos los concibe dentro de un ámbito de “reglas de juego” que se venían llevando y que se tratan en la literatura de la administración de empresas o en la del constitucionalismo político, está fatalmente perdido. El derecho marcha tras las conquistas violentas. La vieja “propiedad” liberal es un timo para tontos, todos los días hordas de estafadores y ladrones las asaltan, las destrozan y las dilapidan amparados por una ley que espera al ganador para pronunciarse. A los negocios y a la política hay que ir con un revolver o de la mano de alguna mafia. Uno debe guiarse en estos asuntos teniendo las riquezas que se pueden conservar con la fuerza de los brazos y no más; con la gente de la más estrecha confianza y con nadie más. Al pensamiento de igual manera con pocas y seguras lecturas (si sigo el consejo de mi hermano cura, con Santo Tomás y nadie más).
El hombre “culto” se aqueja de una reacción católica tradicionalista un tanto brutal, que desconoce la literatura de su tiempo, que se ha sacado de encima la mayor parte de la reflexión intelectual de su tiempo, y no lo pueden concebir por ser una traición a la “cultura”. Reacción que se queda con dos o tres dogmas a los que agarra como se agarra un fusil, casi con una fe de carbonero. El diálogo civilizador se ha hecho imposible por defensa propia, en sí mismo está el peligro. Vuelvo a mi padre: sus últimos libros son una afrenta contra la producción académica, demuestran que no ha leído nada de lo que se escribe a su alrededor, son él y las obras cumbres. Son él a machetazos contra la maleza cultural de la época en la que se cisca contra toda indicación del oficio (con toda razón, le negaron una beca en el CONICET por estas faltas metodológicas primarias y hubiera resultado ímprobo el comprobarles que debían caducar). Hay más citas de autores en un artículo de cinco páginas de una revista del grupo Ayuso que en los veinte y pico volúmenes de mi padre, y estos cultos hombres terminan en la desgracia de aquella francesita que se perdió por las citas.
La reacción católica es comparable al “brutalismo” arquitectónico; basta de fiorituras; ladrillo y cemento.
Como en tiempos de Sócrates hay que tirar la poesía por la ventana para sacar de ella el diamante de la revelación primigenia. Como en tiempos de Trento hay que tirar toda la ilustración por la ventana para quedarnos con fórmulas seguras. Hoy toda la cultura llamada cristiana exige un trabajo de depuración inmenso para sacar una pepita de una montaña, trabajo que se hace ímprobo e imposible ante la urgencia de que están viniendo por tu casa. Vean el trabajo del Padre Fósbery (o mejor dicho de su secretario) en el libro sobre la Cultura Cristiana, y verán al Fauno perdido en su laberinto chocando contra cada “cul de sac”, donde la única posible restauración de esa cultura pasa por hacerse modernista tras el Concilio Vaticano Segundo (y lo peor es que, planteado en términos de restauración, es verdad).
De manera increíble y misteriosa, hoy la “cristiandad”, la “civilización cristiana”, “la cultura occidental”, en lo que ha venido a conformarse; es esa madre, ese hermano, ese hijo y esa nuestra vida misma a la debemos aborrecer para poder ser sus discípulos, y aunque parezca todo esto una exageración para mejor llamar la atención, estén seguros que no lo es, porque han llegado los tiempos en que pretender una recomposición de la cultura cristiana es imposible, como suele hacerse imposible rescatar a veces un hijo. Viene la prueba del aborrecimiento.
El malentendido que lleva a todo esto es el haber traspolado la “cultura cristiana” la “civilización cristiana”, que es obra humana, a la Iglesia o al mismo Jesucristo. Se piensa que son una misma cosa y que por tanto no puede morir, se trata de verla viva – aunque enferma- en algunas instituciones, ya sea para unos la universidad, para otros la democracia, o algunas instituciones intermedias en las que se buscan con denuedo los restos fósiles de la cristiandad. Lamento decirles. Se murió. Como en el tango, estos se están probando las ropas que dejó el muerto; pero caput… se finie… e morto… Como dijo el Ángel “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?”.