Nuestro análisis nos ha finalmente permitido distinguir tres batallas superpuestas:
- Aquella del mantenimiento, que se sitúa a la base y que por ello hemos llamado inferior.
- La de la suplicación, que llamamos preliminar, porque abre la vía.
- Y la del cambio o mutación, que atiende el objetivo principal y que es de competencia exclusivamente divina.
Es la batalla del deseo y de la suplicación, la que nos va a interesar ahora, en esta tercera y última parte.
¿A quién incumbe esta batalla y quienes van a ser los combatientes? Ella incumbe a esa minoría que asume al mismo tiempo la batalla de la conservación. Hace falta ser hombre de acción para asumir la conservación, y hombre de oración para participar en la suplicación. Dos actitudes, convengamos, difíciles de conciliar.
Ya llamamos la atención sobre esta característica que se establece sobre un plano psicológico y, que explica las divergencias en la apreciación de las prioridades.
¿Qué se debe privilegiar, la acción o la oración?
Es un problema que no podemos eludir. Nosotros no podemos nada: la situación que se desarrolla, en este mismo momento, es un combate terrestre retardador y al mismo tiempo un combate celeste preparatorio. Y son los mismos hombres que están mezclados en ambos combates.
Este problema de la cohabitación del activo y del orante en un mismo combatiente, queda resuelta cuando uno recuerda que hay un tiempo para todo. Un tiempo para la oración que debe preceder, y un tiempo para la acción, que debe seguir. Un tiempo para la vida oculta y un tiempo para la vida pública.
Lo que es seguro, es que el combate de la suplicación está reservado al “pequeño número” que conserva la fe, y no solamente la fe en las verdades del dogma, sino también la confianza en las promesas de restauración. Esta confianza es necesaria porque el objetivo de la suplicación es precisamente el obtener la realización de esas promesas.
Veamos entonces contra quién se libra esta “batalla preliminar”. Por más extraño que esto parezca, ella está dirigida contra Dios.
Hay que hacer el asalto del cielo. Es a Dios al que hay que doblegar. Y es Dios quien nos ha dado las armas contra Sí mismo. Estas armas son la oración, a la que hay que agregar la penitencia que otorga alas a la plegaria. Por ellas los obstáculos son levantados, la lápida de la tumba corrida, y la decisión divina de hacer misericordia es finalmente tomada.
Observemos que ahora precisamente, es cuando la decisión divina se está haciendo esperar. El Esposo tarda en venir. Todas las obras de Jesucristo sobre la tierra, tanto las eclesiásticas como las temporales, están siendo roídas desde su interior. Ya no quedan más que apariencias, y sin embargo Dios, hasta ahora, no da señales de indignación manifiesta. Sin dudas la suma de los deseos no ha llegado a colmar la medida. Dios espera. La Escritura nos enseña que El es “lento para la cólera”.
Los combatientes de la batalla preliminar son comparables a las vírgenes sabias que pusieron aceite en sus lámparas, el aceite de la plegaria que vela en la noche. Pero el Esposo tarda en venir porque la intensidad de la suplicación no es lo suficientemente fuerte.
La Iglesia nos hace repetir cada mañana, a los pies del altar, esta invocación:
“Et clamor meus ad te veniat”.
Es necesario que nuestra alma exprese un verdadero clamor. Pueda ser que un día, sea un clamor colectivo, pero debe partir del clamor individual de hoy. Sin embargo estamos todavía lejos de esto. Seguimos morosos en un deseo tibio. Y en este plano, participamos del letargo espiritual general.
Para perforar la bóveda del cielo y hacer que descienda el poder y la misericordia divina, no seremos tratados de mejor manera que lo fue el Maestro. Recién fue el grito que pronunció Nuestro Señor antes de rendir su espíritu, el que perforó la bóveda de los cielos y que permitió que descendiera el Espíritu Santo, cincuenta días más tarde. Y este grito le fue arrancado por el dolor. Es posible que nuestro clamor no logre la intensidad suficiente hasta que nos sea arrancado por el dolor. Sin embargo, no defeccionemos, tengamos confianza. Las gracias necesarias acompañan siempre las pruebas.
El estado de extrema angustia en el que estamos, como producto de la ruina que asedia todas las obras terrenales de Nuestro Señor Jesucristo, engendra una verdadera espiritualidad, podríamos decir que una forma especial de la piedad. Ya que nuestra alma está siendo ocupada por esa angustia que sobrepasa todos los otros sentimientos. Comienza a resultarnos imposible pensar en otra cosa, por lo increíblemente extraordinaria de la situación. Este debe haber sido el estado de espíritu de Juana de Arco que contemplaba con tristeza “la gran piedad del reino de Francia”.
¿Cuál es el vórtice de esta “espiritualidad de combate”? ¿Sobre qué sucesos y que esperanza principal está centrada? (N de T: recordemos que en francés tenemos dos palabras diferentes para “esperanza”, una que designa la terrena y otra la Virtud Teologal. Acá nos referimos a la terrena). Todo termina por donde comenzó. Los finales de los reinos cristianos serán la imagen agrandada de sus orígenes. La Francia y su reino terminarán en el milagro al igual que comenzaron en el milagro. Es el doble celo por nuestro origen y por nuestra finalidad el que va a comandar nuestra espiritualidad de combate, nuestra devoción especial en los tiempos de crisis.
“La iniquidad a inundado la tierra, toda ella no es más que iniquidad. ¿A qué santos elevaremos una plegaria?”, se pregunta Dom Calixto en medio de un profundo silencio y luego del oficio en la Abadía de Cluny en 1751, treinta y ocho años antes de la Revolución.
Rezaremos a los Santos de nuestros orígenes y a los que la Iglesia nos dio como protectores. Ellos nos harán surgir el fruto del espíritu: San Denis, San Martín, San Remigio, San Hilario, Santa Clotilde, Santa Genoveva, San Luis, Santa Juana de Arco, Santa Teresita del Niño Jesús y de la Santa Faz, patrones secundarios de la Francia.
Rezaremos habitualmente a los Santos Ángeles. Ellos nos comunicarán el deseo por la manifestación del Verbo Encarnado que fue llamado:
“Desiderium collium eternorum” (el máximo deseo de las colinas eternas)
Y las “colinas eternas” simbolizan los ángeles. Se los llama colinas porque son eminencias, son cumbres.
Los ángeles son buenos guías. Ellos no retroceden. No están animados por un espíritu propio, sino por el Espíritu Santo. Ellos no hacen nada para sí mismos. Están atentos al soplo de Dios del cual se contentan con ser mensajeros:
“Benedicite Domine omnes angeli ejus- Potentes Virtute, qui facitis verbum ejus- ad audiendam vocem sermonun ejus” (Bendecid Señor a todos tus ángeles, héroes poderosos y fuertes, que ejecutan Tus palabras, dóciles a Tu voz y a Tus comandos). (Ps CII,20)
Nada es hoy más recomendable que el mezclar nuestras voces a la de los coros angélicos. La unión hace la fuerza. Atraigámoslos a nuestro lado.
¿Cómo atraer a los ángeles? Uno los atrae imitándolos. Una atrae a San Miguel por la humildad que es su virtud cardinal.
Las más eficaces de las devociones son aquellas que se refieren a la Persona de Nuestro Señor, a su Sagrado Corazón, a su Preciosa Sangre, a su Santa Faz (“muéstranos tu rostro y seremos salvados”). El Sagrado Capitán que es sede de la divina Sabiduría. Cada uno elegirá de las devociones, hacia aquella que espontáneamente es llevado.
El Rey del Universo siempre ha recomendado que, para esperarlo, uno pase por la intermediación de Su Madre a la que ha instituido como “Mediadora de todas las gracias” y que participa, como Reina, en Su Gobierno.
La Virgen María es el “cuello” que liga el “cuerpo” místico a Su Jefe. Es llamada Torre de Marfil, y Torre de David, porque el cuello tiene la forma de una torre. En los tiempos modernos Ella se ha manifestado a testigos elegidos, demostrando su solicitud y su angustia frente a la escalada de iniquidad, y realizando así, bajo nuestra vista, la célebre profecía del Cantar de los Cantares:
“¿Quae est ista quae progreditur quasi aurora consergens, pulchra ut luna, efecta ut sol, terribilis ut castrum acies ordinata?” (Quién es Esta que avanza como la aurora, bella como la luna, brillante como el sol, terrible como un ejército formado para la batalla).
En cuanto a las prácticas, uno podría indicar tres que son particularmente en armonía con la “espiritualidad de crisis”, que es lo que sufrimos: la devoción de la Hora Santa, la de la Misa del primer viernes y la comunión reparadora de los cinco primeros sábados de mes.
La Hora Santa fue instituida por Nuestro Señor mismo en las últimas horas de Su vida terrenal. Se hace en la noche del jueves previa al primer viernes de cada mes. Consiste en meditar sobre la Santa Agonía del Monte de los Olivos. Se obtiene de ella una enorme fuerza.
La Misa del primer Viernes de mes ha sido solicitada por el Sagrado Corazón a Santa Margarita María. Posee una gran eficacia para preparar la consagración de la Patria (Francia) al Sagrado Corazón, consagración de la que debe esperarse una catarata de gracias para el país.
La comunión reparadora de los cinco primeros sábados de mes ha sido solicitada por la Virgen María a Lucía en Fátima. Ella tiene el sentido de una misión de honor y uno saca enormes beneficios.
Estas prácticas no son para nada fáciles, sobre todo para personas en actividad profesional. Además, sabemos que el demonio se encarga de complicarnos. Cuánto nos gustaría vencer estas resistencias; ellas pertenecen a los rigores de la guerra santa.
Ejerzamos con constancia el ministerio de la suplicación y del deseo que hemos sugerido. Es lo que podemos hacer de más útil - y lo más- en este momento. Y pongamos en esta actitud de expectativa, lo que la Escritura y con ella La Liturgia, nos pide con insistencia.
“Expectans expectavi Dominum” (Con ansia suma estuve aguardando al Señor). (Ps XXXIX 2).
En efecto, uno pide, y luego espera “el tiempo señalado”. EL SILENCIO MISMO DE DIOS DEBE SER ADORADO PORQUE TIENE UNA RAZÓN DE SER QUE SE NOS ESCAPA.
Tres palabras para finalizar: CONFIANZA- CALMA- CONSTANCIA.
Jean Vaquié, Noviembre de 1989
ADVERTENCIAS DEL TRADUCTOR: Como dijimos, este es un texto de cabecera del MJCF (Movimiento de Juventudes Católicas Francesas – el “emguicef”) , surgido de los Colegios Tradicionalistas y que posee una gran pujanza en reuniones de regiones, estudios, retiros, publicaciones y demostraciones públicas. Este es su espíritu para la acción.
No se escapa al lector memorioso la clara referencia negativa que hace de este espíritu, el Prof. Bernard Dumont en el libro “IGLESIA Y POLÍTICA- Un nuevo paradigma” y que sin duda alguna apunta a este texto y a esta forma mental, a la que un vernáculo exponente dio en llamar socarronamente, para nuestra satisfacción, Tradicionalistas de la Gracia.
La gran diferencia de estas posturas parte del diagnóstico de los tiempos. Si son tiempos de tal iniquidad, Jean Vaquié da la clave en la suplicación divina. Si no lo es tanto, y hay elementos de restauración vigentes, pues todavía nos queda algo por hacer en términos terrenales y en colaboración con esos sectores de poder. El lector juzgará.
Los peligros de esta segunda postura no sólo pasan por el error de diagnóstico (que como dijimos anteriormente se centra en el hecho de concluir en que el Concilio Vaticano II, permite una lectura en consonancia con la tradición, llevando esta conclusión –por efecto necesario- a toda la modernidad, que está contenida en la ideología conciliar) sino por constituir una razón del “letargo del espíritu” que señala el autor, frente a la clara conclusión de que “la ruina invade todas las obras terrenales de Nuestro Señor”.
En lo personal, entre unirme al peronismo o a los Coros de la Ángeles, por más impráctico y frailuno que esto parezca, descarto lo primero; espero poder afinar la voz, porque la afiliación me resulta insoportable por cuestiones de “bon gout”, y no por virtud.
Bromas aparte, debemos resaltar que lo que nos “sugiere” con urgencia nuestro autor, resulta chocante dado nuestro “grado espiritual”, pero que lentamente masticado, veremos que no hay otra, y que la clave, que torpemente ensayamos nos anteriormente, está dada con claridad aquí. Hasta que no aprendamos a dolernos y angustiarnos hasta el punto de no poder pensar en otra cosa, por esta condición inicua de la hora, no vamos a ver claramente. Nuestra vida burguesa recibe múltiples “mimos” de esta situación. Nuestra Señora llora de ver el mundo en sus apariciones, mientras reímos. Conecto esto con mi anterior reflexión sobre el Catolicismo Histérico. No queremos realizar este esfuerzo de conciencia con tranquila resignación, y clamamos – inconscientemente - por una penitencia inflingida para que nos salve, penitencia que no sabemos si resistiremos. Los ejemplos son claros y vitales. El bando “angustiado” es más alegre en su serena claridad de la situación desde la que expresa una vitalidad existencial. El bando “optimista” vive enredado en una tormenta de contradicción, de desvitalizada intelectualidad y de desgracias.
No voy a dejarlos en paz y prometo unas reflexiones que este “descubrimiento de lo obvio” me han provocado.