Diecisiete años que me arrastro por ella y siempre me traiciona...
En toda geografía hay zonas que de por si definen la traición.
Las arenas movedizas del Adrar de los Iforas al sur de Timbuctú noveladas por André Gide y soslayadas, vaya uno a saber por que, por Albert Camus, los marjales del Brahmaputra que se tragan por igual elefantes, hombres o tigres y en los que, al decir de Salgari, solo conocían sus pasos secretos los thugs devotos de la sanguinaria Kali o el vórtice fatal del maëlström que según Julio Verne era lo último que veían los tripulantes de los “Drakkars” vikingos que se distraían al ver tan cerca las costas de Noruega.
De esto se infiere que la traición es también arma para la maldad de las cosas inanimadas no solo patrimonio del odio o la ventaja de un corazón humano. Es decir, la traición está en todos lados y no podemos huir de ella, no hay posibilidad de poner tierra de por medio pues de alguna manera nos alcanzará. Y lo que peor es que también el cuerpo humano y sus partes ejercen la ingratitud y el perjurio para con terceros soñadores.
El cuerpo humano tiene también su centro de traición.
Hay una zona en el organismo que es mezcla de arenas movedizas, pantanos y remolinos tragabarcos, donde la traición se mueve a sus anchas ilusionando a los sencillos seres humanos. Ese lugar impío y felón es la carótida del otro.
Desde hace diecisiete años, concretamente desde el 13 de octubre de 1993, en un juego “carotidotesco” de obstrucción a la irrigación cerebral de un Califa votado esa infiel arteria me ilusionó primero y luego me dejó con champagne frío en la mano pero sin la posibilidad de brindar. Allí empezó mi desconfianza hacia esa arteria pérfida que nos hacía a los argentinos falsos guiños de esperanza.
Nunca más me ocupé de ella hasta que, iluso como siempre, un 8 de febrero de este año con cautela no exenta de alegría volví a poner mis botellas de Rosel - Boher en el freezer pero la carótida falaz me traicionó y de nuevo el exquisito champagne bebido pero no brindado bajó por mi garganta con el regusto de que algo que debía haber sucedido pero que la vileza de la carótida cortó era lo que me faltaba para ser feliz.
Hoy me carcome una duda, ¿Esa maldita carótida seguirá haciéndome llorar una ilusión? Y la letra de “Una canción desesperada” me rasguña mal el alma, cuando dice:
“¡Soy una pregunta empecinada,
que grita su dolor y tu traición..!”
Porque mi empecinada pregunta es: ¿Vuelvo a poner el champagne en la heladera?.
José Luis Milia