Un sacerdote amigo me decía que, según su experiencia del confesionario, muchos de los casos de dudas y vacilaciones en la fe, no tienen nada que ver con las auténticas pruebas de la fe; tienen su origen en los hábitos de la inteligencia moderna que he tratado de caracterizar hace un momento. Y se preguntaba si las almas a las cuales hacía alusión habían tenido jamás fe de un modo verdadero. Sea como fuere, está claro que hoy día el espíritu de fe debe remontar las pendientes de una inteligencia que ha perdido el hábito del conocimiento del ente. Y, sin duda, es posible que una fe heroica sea tanto más pura y sublime cuanto más contrario le sea el régimen general de la inteligencia en que reside. Por lo demás, la fe pide, de suyo, para encontrarse en condiciones de ejercicio normales, residir en una inteligencia que, a su vez, haya vuelto a encontrar su clima normal. Una inteligencia exclusivamente formada en los hábitos mentales de la tecnología y de las ciencias de los fenómenos no es un medio normal para la fe.
La inteligencia natural, la que trabaja en el sentido común, se centra espontáneamente en el ente, como lo hace la filosofía de un modo sistemático y reflexivo. Jamás han tenido los hombres mayor necesidad del clima intelectual de la filosofía, de la metafísica y de la teología especulativa; por esto es, sin duda, por lo que parecen tenerles tanto miedo y por lo que se pone tanto cuidado en no espantarles con ellas. Sin embargo, son el único medio de restituir la inteligencia a su funcionamiento más natural y más profundo, y con ello orientarles de nuevo por el camino propio de la fe.
La unidad de que hablo comporta cierta actitud con respecto a la verdad. Una actitud muy sencilla, evangélicamente sencilla, de simple espíritu.
Tener el candor de preferir la verdad a todo oportunismo intelectual y a toda bellaquería, ya se trate de filosofía, de teología, de arte o de política, requiere purificaciones más radicales de lo que suele creerse.