Cuando Cristo nos hace la gracia de encarnarse y comenzar la “plenitud del tiempo”, pone a todos los hombres en una disyuntiva de hierro que significa su unidad en Cristo o su enfrentamiento de hermano contra hermano. A partir de esta “nueva creación”, o el hombre es sarmiento de esa Vid, es decir, miembro de la Iglesia, o es Su enemigo con frutos de perdición. Desde ahí existe una Ciudad Cristiana que se identifica con la Iglesia y una ciudad del hombre que desconoce a Cristo.
En esta Ciudad de Dios hay dos ministerios primordiales, el sacerdotal que, dedicado a la celebración del culto y asistido por el Espíritu Santo, detenta “toda” la “autoridad” como última instancia, y esta es “conocimiento” que le viene de Cristo mismo para guiar al hombre hacia su fin último y por tanto para determinar en cada caso si alguna de las actividades humanas se está desviando de él; por lo cual, el ministerio laico, debe ordenarse con humildad – subordinarse – a las jerarquías sacerdotales (y no sólo a los “fines” en abstracto, como si pudieran ser servidos directamente por ellos y ellos pudieran conocerlos cabalmente sin la asistencia de la jerarquía) , en el sentido que el criterio y la dilucidación de los medios fundamentales para el fin, reposa principalmente en la jerarquía eclesiástica que posee la infalibilidad.
Esta distinción de ministerios implica una “preservación” de la mayor dignidad de la función sacerdotal y una preminencia de los criterios propios de la función por sobre el ministerio laico que atenderá asuntos que no es conveniente que sean atendidos por los sacerdotes en resguardo de su función “sacral”, pero manteniendo el poder a raya de que abuse de este criterio ordenador “natural”; ya que el mismo funcionando solo, tiende a aniquilar el criterio “sobrenatural” que debe primar y completar al otro. La parábola de la cizaña y el trigo sólo puede entenderse en perspectiva sobrenatural; lo natural, es quemar la cizaña y listo, aunque se pierdan algunos trigos.
Pero la división de ministerios no quiere decir que estos tienen fines diferentes, ni que el hombre de la política, de los oficios o de la familia, no es un miembro de la Iglesia que debe salvarse, que debe cumplir los preceptos evangélicos y que está subordinado a las jerarquías eclesiales dispuestas por el mismo Cristo.
La historia del cristianismo será esta “tensión” entre los dos criterios, ya que el criterio sobrenatural “atentará” contra el criterio natural – el de sacar la cizaña a palos y establecer un orden perfecto- lo minará en sus esfuerzos de hacerse totalizante, lo someterá a tolerancias, humillaciones, retrasos en sus planes y subordinaciones (sin que esto constituya un “clericalismo”), que la más de las veces serán tenidas por torpezas políticas y no serán entendidas sino por un alma santa. El orden político laico (ya que el otro, también es político, lo que suele olvidarse) bregará por imponer criterios propios de orden, pero debe ser consciente que al no tener la “autoridad completa” que da el conocimiento cabal del fin, que sólo tiene Cristo y con Él su Iglesia, debe aprender a desconfiar de sus criterios y disponerse con mansedumbre a los criterios sacerdotales, siendo que estos, no deben anular la acción laica ni tentarse en los beneficios materiales que esta reporta.
La Iglesia es el TODO del cristiano. Es la Ciudad Cristiana que se desenvuelve en dos ministerios con un fin único y con un criterio evangélico, pero en la que hay que entender que la situación de caída hace persistir una tensión, una convivencia de mal y bien que es imposible de solucionar y que hay que sobrellevar hasta que Él venga.
Esta unidad con equilibrio precario, con sus avatares históricos y con la influencia de las concupiscencias humanas, se llevó – por simplificar- hasta la Revolución Francesa. A partir de allí este “ministerio” laico, solicita su total autonomía de la Iglesia y mal que le pese, en mayor o menor medida, se convierte en un ministerio satánico. Y ya nace para el cristiano un nuevo problema inédito en su historia y que no es comparable a su trato con el poder pagano; no es ya un problema de equilibrios y desbordes del equilibrio ni es un problema de conversión; es una otra cuidad que se consolida, que desconoce su subordinación y que se vuelve “contra” de la Iglesia; que apostata poniéndolo en la disyuntiva de tener que servir a dos señores.
Desde allí el cristiano ensaya las posibles conductas a llevar con este poder, que partiendo desde el liso y llano desconocimiento de toda legitimidad (como en La Vendée para empezar), intenta establecer relaciones que ya no son con la indisciplina o el orgullo en la “propia familia”, sino con una fuerza ajena y contraria, nacida de una rebelión apóstata, ya ni siquiera herética.
La peor de estas reacciones católicas será el justificar la existencia de dos órdenes diferentes como algo querido por Dios, receptar esta separación justificando criterios o fines propios en cada uno, acusar de “clericalismo” a toda injerencia sacerdotal sobre la actividad laica y tratar de buscar un entendimiento en valores puramente humanos que se vayan haciendo compatibles con los valores sagrados en una síntesis filosófica que ya no es la evangélica. En suma, servir a dos señores y tratar de que de alguna manera coincidan en una búsqueda de intereses propios por cada parte, haciendo sufrir a ambos un tanto o un mucho. Una “negociación”. Este esfuerzo consiste en buscar en lo estrictamente “humano” valores compatibles con lo divino, pero que se cultiven exclusivamente como “específicamente humanos”. Se llama “humanismo”, y aunque se disfrace una cierta “subordinación”, en el sentido de que lo religioso sería una sobreelevación de esos mismos valores humanos (posterior, no imprescindible; siendo que los valores humanos son el “fruto” y la “añadidura” de los otros), lo cierto es que se concluye con que la “familia humana”, el orden social, se funda sobre estos valores estrictamente humanos (y ya no divinos), y la Iglesia se retira del orden social para una instancia de intimidad religiosa e individual o de pequeños grupos. La pertenencia a la Iglesia se vuelve “apolítica” y lo político es sólo la ciudad del hombre.
En el medio de estas dos vertientes - la tradicional y la humanista - está la simple aceptación de este poder como un “hecho cumplido”, incontrastable e invencible (por ahora) , y la pergeñación de “maniobras” más o menos aceptables, más o menos efectivas para subsistir y, en la medida de lo posible, desplegar una actividad restauradora por penetración de sus estamentos dirigentes. Esta ha sido la actividad de los católicos desde Pio VI hasta Pio XII (quizá desde antes), con frutos bastante desalentadores en el balance de la negociación. Desde Juan XXIII, concilio mediante - afirmamos nosotros y corre por nuestra cuenta - se establece el “humanismo” como doctrina generalizada entre los católicos, hombres de Iglesia inclusive, que hacen de la búsqueda de los “valores humanos”, su actividad principal por sobre la apostólica.
La actividad del católico cabal – no humanista convencido - en este inédito momento histórico, ha sido fundamentalmente estar atento a cuándo esta ciudad enemiga reviste características que obligan derechamente a la resistencia, a la declaración sin ambigüedades de su total ilegitimidad y la “confesión” lisa y llana de la Verdad y, quizá al martirio. El mundo comunista mereció la declaración por parte de la Jerarquía Eclesiástica de ser “intrínsecamente perverso”, jerarquía que prohibió toda colaboración produciendo innumerables mártires. Hoy el mundo islámico, ideología de poder satánico como pocas y aun martirizando cristianos a la luz del día, no recibe la misma condena y entra por el boquete del ecumenismo disfrazado de religión; pero ¿alguien duda que no sea intrínsecamente perverso aunque nadie lo declare?.
Pero ante el mundo democratista que devino de la caída de ese imperio demoníaco comunista y que contiene muchos elementos de ese marxismo como fruto de una “negociación” (de la que no fueron ajenos los hombres de Iglesia a pesar del restricto y de la cual una parte consistió en silenciar a la Virgen de Fátima); mundo que contiene no una negación palmaria de la Verdad de Cristo, sino una sutil pero evidente falsificación; no se ha producido o declarado otra condena de igual tenor por la jerarquía eclesiástica (y por gran parte de la intelectualidad católica); quienes todavía encuentran posibilidades (grandes o pequeñas, según el caso) de entendimiento en algunos bolsones de coincidencia valorativa; siendo que para otros, no son más que trampas conceptuales de un malentendido provocado y sostenido para evitar reacciones y concitar una adhesión al Anticristo por intermedio de sus actuales precursores. Establecido esto (que soy yo desde donde emprendo la lectura del libro, y no Caponnetto) vamos al asunto.
Caponnetto en su libro “La perversión democrática”, arriesga esta declaración de “perversa” o también, si se quiere acusarlo, de “intrínsecamente perversa”, a la “democracia”; es decir, a este régimen que ha venido a instalarse sobre el territorio de la vieja cristiandad en nuestro siglo, fungiendo como heredero de la misma y usando parte de sus símbolos vaciados de lo sobrenatural. Esta declaración, que no tiene otra autoridad que la del que la declara y que consiste en un “diagnóstico de los tiempos” concretos que vivimos (y no en una teorización de los sistemas políticos ni de lo que puede significar “democracia” en uno o en otro sentido), es puesta a nuestra consideración en la obra. Diagnóstico que conlleva, de ser correcto, pues las mismas o muy parecidas actitudes para el católico, que las que se aconsejaron y decretaron desde la Iglesia en ejercicio de su legítima autoridad y derecho de injerencia con respecto al comunismo (autoridad de la que nadie dudó en ese caso, ni nadie acusó de “clericalismo”).
Los que veníamos barruntando que esto podía ser así, receptamos con gratitud y congoja el acierto, y los que no, pues no. No existiendo declaración magisterial no es obligatorio aceptarlo. Pero como es un asunto en que los católicos de todos los sectores que no han caído ya en el “humanismo” directamente, están desconfiando entre seguir con esa línea media que acepta la vigencia de las relaciones “diplomáticas” entre estas dos “ciudades”, de las que los distintos “ralliements” (en especial el francés y el italiano) han dado muestras de evidentes fracasos con frutos muy amargos; pues queda el intentar o: buscar “nuevos paradigmas” en estas relaciones (y estas son las propuestas de un Hernández, de un Ayuso, de un Dumont o de un Castellano, para ejemplificar en distintos países y de distintas formas), o mandar todo al cuerno y cerrar filas sobre las realidades e instituciones que subsisten en un modo sino cabal, por lo menos aceptablemente cristiano como sarmientos de esa Vid ( y aquí pueden haber algunas divergencias aún más opinables, sobre cuáles pueden ser ellas). Los que tomamos curso por esta segunda opción no aceptamos, junto al autor la acusación de “apoliticidad”, pues seguimos siendo ciudadanos de aquella Ciudad eterna e imprescriptible dentro de la cual queremos seguir viviendo, aunque seamos sí, ajenos a esta ciudad del Hombre a la que sufrimos como se sufre todo poder ilegítimo, y sabemos que la acusación de apoliticidad parte de desconocer a la Iglesia en su vocación y realidad social y ya suponerla arrumbada a la intimidad de la persona.
Como es normal, las reacciones están impregnadas de los temperamentos, y en la perplejidad de las indefiniciones magisteriales se desconfían unos a otros. Podía ser la obra de Caponnetto el exabrupto de un espíritu fino, agotado en el asco como Bernanós, que exageraba las puestas. Pero el asunto es que la obra de Caponnetto daba la impresión de ser una expresión serena, meditada, misericorde, fundada, largamente estudiada y por sobre todo; de “autodefinición” en la intimidad de un alma que sufría – más que se alegraba- con la conclusión. Era además “paternal”, en el sentido de ser sopesada responsablemente con respecto a los que le tocaba dirigir ante el dictado de la providencia. Y así lo tomamos.
Pero molestó y ofendió. Aquellos que todavía consideran que hay una carta que jugar con los poderes establecidos, se enojaron. No tanto porque veían que en la exageración el autor incumplía con su ya pequeñita – y grande- responsabilidad de “autoridad” en una tesis temeraria, sino porque principalmente los dejaba muy mal parados y se sentían personalmente aludidos en falta.
Yo siempre entendí que el autor “se” recriminaba más de lo que recriminaba, y que la obra intentaba dar un testimonio que muchos reclamábamos a gritos, de tocar un tema que se silenciaba ya a niveles sospechables de complicidad y, que el coraje cristiano exigía una definición, pero … ¡hay del que lo hiciera!. Intuyo además que su conclusión le iba viniendo a resultas de lo que iba pensando y que no obedecía a una intención de “atacar” argumentos o posiciones. Era una reflexión que no buscaba blancos. Que sopesando los antecedentes veía que todos estaban para concluir en esto.
Pues, legítimamente, sus argumentos sí fueron atacados y fue marcado un blanco. Pero fueron atacados principalmente desde la perspectiva “temperamental”. A Caponnetto se le ha salido un tornillo, se decía soslayadamente. Y su visión exagerada de la realidad lo hace desfigurar los fundamentos y las autoridades traídas en respaldo. Para lo cual se cometió el error – en buena disposición – de intentar poner en buen romance aquellos fundamentos “mal” esgrimidos por el autor; siendo que, si los contrarios hubieran sido más astutos, se habrían mantenido en la calumnia de la locura que es muy difícil desmentir cuando el número se establece como medida de la cordura.
En este libro que comentamos (después de esta cansadora introducción) Caponnetto ensaya demostrar – creo que con éxito- que aún en su “locura”, si la hubiera, no ha hecho traición a la doctrina, ni a la hermenéutica, ni a la ponderación de la historia y, que por el contrario, sus detractores; sí lo han hecho en defensa de la cordura.
Ahora bien, si este libro es sólo una defensa del autor, pues no vale sino la curiosidad y se podría haber solucionado con un: “lo escrito, escrito está”. Pero este nuevo libro - más allá de ser un asunto entre Cicerón y Catilina - es en sí mismo una catilinaria formidable. Ya sea por su depurado estilo polémico como por su densidad de erudición y solidez de argumentación, ya es un pieza valorable… pero hay aún más, y es esto lo fundamental: es en su derrotero espiritual, un claro ejemplo de un hijo de la Iglesia a la que en su peor momento hace salir límpida de la reyerta que a todos nos ocupa, siendo este su claro objetivo de partida y de conducta, cuando por otra parte los contrarios, se ven necesitados de mancharla.
Y es lo que trataremos de demostrar en breves párrafos, recomendando por esta sola e importante causa la lectura. El libro es una fantástica reflexión sobre la decadencia del cristianismo y la excelencia de su Iglesia, dos cosas que se nos han hecho bastante imposibles de conjugar últimamente haciendo detrimento de una cosa o de la otra, y que aquí se logra como sólo lo han logrado los grandes hombres de la catolicidad sin caer en la ceguera, en la falsía, en el cinismo o en la desesperación.
El repaso del ralliement francés y su análogo italiano, en la síntesis y en los detalles, es imperdible. Luego vendrá el repaso de los autores y de los héroes que configuraron el “ser” católico en la argentina y la ponderación de los elementos constitutivos de nuestra vida política. Dejo el detalle para la lectura en la tentación de saborear tantos aciertos.
Siendo un tanto abrupto y un poquitín injusto por ello, saco como fruto de la lectura que Caponnetto al hacer este repaso en todo momento deja bien parados a los hombres del catolicismo, como hombres de buena fe y mejor intención, fieles a la doctrina -en especial a los Papas- y llega a su conclusión como obligada respuesta a la herencia de lealtad y honor que estos le imponen; como Antígona, hace primar la piedad sobre la obediencia. Eso sí, señala con dolor aquellas trampas que les fueran tendidas y que provocaran errores prudenciales que podríamos decir, casi inevitables, para una ponderación serena. Se nos podría señalar que resulta tibio en el juicio de los “Papas conciliares”, pero no es así; se impone la obligación de presumir la buena intención, como es deber de todo buen moralista e hijo de la Iglesia, y no por ello se convierte en justificador ni en condenador.
Por el otro lado, los contradictores muestran a estos mismos hombres en una actitud no digo rayana en la vileza, pero si por lo menos en la deshonra y en la astucia carnal, que para colmo es coronada con la impericia; aconsejando un nuevo retorcimiento desde el laicado y con los curas en cuarteles de invierno. Para ejemplo de esto, la figura de Pio XII sale abajada a niveles inaceptables, siendo que Caponnetto la repone a su justa apreciación (justa apreciación no en el sentido de historiador “objetivo”, sino como se dijo, de hijo de la Iglesia que pone en la balanza los elementos sobrenaturales que juegan en estos casos).
Y por ello los contradictores de Caponnetto parecen justificar su conducta en un modelo de conducta dúplice, aviesa, inconstante y tambaleante por parte de sus antecesores, que los hace caer en una desconfianza solapada y en un anticlericalismo inaceptable para con ellos. Pero conducta que lejos de reprobar, curiosamente pretenden emular y proponen como paradigma. Dan la idea de un catolicismo que viene sobreviviendo en forma vergonzosa, que debe continuar así con renovación de estrategias solapadas, y que por ello mismo lo debe hacer callado.
En uno, sale todo lo católico salvado, y en los otros miserablemente abajado. La paradoja se sirve de este modo: el pesimista tiene una visión muy optimista, y los optimistas muy pesimista. El que tiene una visión del hombre desde Dios, perdona mucho y comprende más; los otros resultan implacables en el juicio de mediocridad para una resolución mediocre.
Habiéndome alargado más de lo normal para este tipo de tarea, los dejo con el consejo de que lean la obra que es mucho más que la polémica, con dos advertencias finales y la marca de un demérito al contradictor.
Una; espero que no se diga que por ser yo un “lefebrista” (uso el mote coloquial), sea causal de vergüenza para el autor en ciertos círculos, ya que estas diferencias que en el libro se tratan, son exactamente iguales en mis círculos. La coincidencia está fuera de estas diferencias. Sin embargo ella parte de una “actitud” muy similar de que ser católico, y ser un político católico, exige la nobleza y el rechazo de toda “picardía” impropia de verdaderos caballeros. No somos “santos frailes”, pero en nuestros oficios menores, debemos respetar parecidas exigencias. El político católico, siendo sagaz, no debe ser un patán; y la obligación de serlo en esta política que se pretende colonizar es un síntoma claro de perversión. (Me encontré felizmente coincidiendo en una apreciación sobre la obra de Leopoldo E. Palacio sobre la prudencia política, de la que Caponnetto hace alusión en el uso de una palabreja que le hace fruncir la nariz: “urdir”. Debo reconocer que a mí toda la obra me hace fruncir todo el cuerpo -más con ese final ejemplificado en Ghandi - y que ella se ha constituido -con o sin razón- en el vademécum de la línea negociadora o entrista. Pero yo sí estoy remachadamente loco).
Dos; acérquense a la lectura del libro sin prejuicios de rótulos, la discusión está vigente en todos lados y este libro, que reproduce casi completo el artículo de Hernández, tiene dos enormes ventajas. Por un lado Caponnetto ha provocado que el bando contrario cuya premisa de base es el ocultamiento de sus intenciones, el camuflaje y el doble discurso (ad intra y ad extra), se explaye cometiendo una imprudencia que deben estar lamentando y de la que se venían cuidando con evasivas y befas; y por el otro, la profusión de lecturas, de erudición, de salto por todas las temáticas, es en ambos (con ventaja de uno) de lo más edificante, ya que este tema por primera vez salta el nivel del murmullo, de la sospecha, del corrillo y de la calumnia. Y creo que es la franqueza de Caponnetto lo que obliga al contendiente a elevarse aún a riesgo de descubrirse. Acierto retórico del polemista que no ha sido buscado en la astucia, pero que hace tonto al astuto y astuto al simple.
El demérito: debieron ahorrarse la acusación de “corromper a los jóvenes”. Desde tiempos de Sócrates es este un recurso de golpe bajo que tenemos ampliamente descalificado. Como aconseja Baudelaire para la redacción de un “brulotte”, se debe golpear de entrada y de frente derecho a la nariz, hasta insultar es válido, pero no eso; ya que después de ello, todo trato “caballeresco” suena a hipocresía desacreditante.