En estos tiempos en que un torrente de trivialidades estúpidas ocupan las cabezas magisteriales de la Iglesia Romana, constituyendo una especie de “recreo” entre las cátedras iluminadas por la “luz que viene del norte” de las cuales Benedicto XVI era su representante más egregio desde hace casi cincuenta años, y en el cual los simplones y los atorrantes aflojan sus cintos y eructan sandeces; cabe preguntarse ¿en qué estábamos antes de esto?
La intuición de que el pontificado de Francisco es un ardid pensado por intelectuales que han notado que ellos van demasiado rápido en el proceso evolutivo de autoconformación, dejando una masa de fieles rezagados en estos intríngulis filosóficos y que se divide en dos bandos a los que hay que pacientemente esperar (esto, tal cual, está dicho por Escribá de Balaguer en su famoso reportaje; él es consciente de que el Opus Dei es una vanguardia clarificada).
Por una parte, el bando de los “piadosos esquemáticos” (nosotros) que en sí no tienen nada de malo, salvo el hecho de estar retrasados. Anclados en una fe sobre dogmas expresos, esclerosada, entendible en etapas infantiles de la humanidad, que conciben un Dios casi veterotestamentario que airado por el pecado solicita de nosotros una expiación y que, desconfiado de nuestra razón tiene todas las respuestas a preguntas preseleccionadas (las 99 del catecismo). Bando al que hay que vigilar para que no resulte excesivamente virulento en su acusación esquemática de herejes vs ortodoxos, y en ese ataque produzca hechos de rebelión que hagan tambalear este nuevo método de “esclarecimiento” existencial frente al viejo “magisterio dogmático”. Por otra parte, tiene un aspecto positivo que sostener, y es que de alguna manera impide una aceleración en forma de estampida desordenada del otro bando.
Por la otra parte está el bando de una humanidad que experimenta el desamparo de toda certeza y cae en las trampas ideológicas, pasionales, carnales, y sobre las cuales hay que lanzar un manto de misericordia (y no el viejo esquema de hereje-ortodoxo, fiel-infiel, elegido-condenado) a la espera de que puedan ser reinsertados en la aceptación del desamparo como paso previo –necesario- de una autoconstrucción existencial.
Por sobre ellos está esta élite iluminada por la experiencia traumática de la modernidad, modernidad que en forma positiva ha hecho temblar hasta destruir todos los esquemas, siendo, como dice Hegel, el Gólgota de la humanidad (el viernes santo de la historia), de la cual saldrá resucitada en un futuro luminoso.
Esta élite debe conducir ambos bandos, sin violencia, por este camino proceloso de pasión al que lo somete la historia, para salir victoriosos de la “redención” humana actuada por el hombre mismo, y de la cual, la de Cristo fue modelo o ejemplo, y no redención efectiva.
No tiene esta actividad el modo de las revoluciones violentas, en que las crisis provocadas entre las tesis y las antítesis explotan en una síntesis. No, esta es un camino lento de conformación de autoconciencia, en el que hay que apearse del andar, como el buen Samaritano, para atender los que caen y se rezagan. El Concilio y sus dos primeros Papas han sido la piedra de choque, el derrumbe de una forma de pensar y de creer que ha producido acciones y reacciones que los nuevos Papas deben reconducir como el auriga de un carro con dos caballos que no emparejan, pero que mal que les pese, siguen atados por el yugo. Juan Pablo II fue el encargado de salir de la encrucijada comunismo-occidente, que respondía a los viejos esquemas (¡intrínsecamente perverso!) para realizar la síntesis con los valores cristianos que cada una de estas puestas acarreaba en el devenir de la historia. La Europa agnóstica, liberal revolucionaria y la Unión Soviética marxista, concluirían una síntesis pacífica que sopesaba sus tendencias humanistas en pos de un equilibrado manejo de las economías y de las políticas. Con parte de estos dos anhelos de la humanidad, y tras la “experiencia”, el hombre comienza a lanzarse a la aventura de su autoredención que se realizará, no sin padecer su calvario, tal cual el modelo crístico.
A la Iglesia corresponde ser el clarificante de este proceso a modo de “modelo” y no de maestro ciruela. Ella debe ser el ejemplo de esta síntesis y de esta autoconciencia autoredentora. Luego del gran “encarnado” que fue Juan Pablo, Benedicto es el gran “filósofo” (el San Pablo del esquema), el que expresa en términos ideológicos esa “experiencia” que se llama Juan Pablo. Es un paso duro para sólo algunos, y en esa tarea su mayor preocupación es demostrar la “continuidad” de ese esfuerzo redentor que comprende a toda la historia (y no sólo a la vida y acción de Cristo). Se toma su tiempo para con los caídos del viejo esquema, al que sin negarlo expresamente, lo depasa en una experiencia existencial a partir de las “preguntas” del hombre moderno, que ya son de él – del hombre- , y no dictadas con respuestas prefijadas. Ya es SU proceso, el del Hombre, no el de Cristo, pero bajo el modelo de Cristo. Y hay que dejarlo decantar.
¿Pero qué hacemos con los caídos del otro bando? ¿Con esa masa que espera respuestas y ya no las hay? ¿Los que caídos en el desamparo de toda certeza están perdidos en un piélago de dudas? Estos, aún sin estricta conciencia, están obrando (en su desamparo y sufrimiento, en sus errores y dudas) el proceso de la nueva redención humana, “Elí Elí, ¿por qué me has abandonado?”. Y sobre ellos debe la Iglesia hacer caer un misericordioso baño de piedad y de perdón. Y este es Francisco.
¿Cumplió Benedicto su parte con emparejar la marcha del viejo corcel esquemático del magisterio dogmático sofrenando su ímpetu? Y, en parte – y en número- sí. La línea media, o neoconservadores están arreglados, con algunas coces y mordiscos, pero en línea al fin. Las grandes preguntas de la modernidad (derechos humanos, democracia, separación de estado-Iglesia, los fines diferentes de uno y otro, libertad de cultos, etc.) forman parte de su repertorio intelectual y han dejado de lado las perimidas 99 preguntas.
¿Cumplirá Francisco con aliviar la carga de la humanidad desamparada y sufriente? En eso anda. Ya el Papa no es el Cristo sino el Cireneo. El Cristo es el Hombre.
Estas y otras cuestiones vamos espigando del excelente libro de Mons. Tissier de Mallerais sobre la “Extraña teología de Benedicto XVI”, que lamentablemente no ha sido traducido al castellano. En el mismo se detalla el decurso intelectual de este teólogo modernista que ha influido como nadie la Iglesia de los últimos cincuenta años y que ha pergeñado la táctica humanista aplicada y en aplicación, hasta el punto de hacer preguntar al autor, al tratar el tema de la “expiación” en Ratzinger - asunto que el alemán considera impensable por suponer un Dios vengador- “¡Vean un misterio al que Joseph Ratzinger parece no haber asimilado!" Uno está tentado de preguntarse si no ha perdido el sentido del pecado; perdido el sentido de Dios, del Dios de infinita Majestad. Si no ha olvidado el “dimitte nobis de debita nostra” del Padrenuestro. Pero claro, declara Joseph Ratzinger: “de la revolución en la idea de expiación, el culto cristiano recibe una nueva orientación” "y aplaude", agregamos nosotros.
Veo a Benedicto dando un paso al costado para establecer este recreo de misericordia para el que se sabía incompetente por falto de “experiencia” de una vida “desamparada” de certeza (animal de estricta observancia académica y primer mundo), ha dejado en manos de un “pastor con olor a oveja” este tramo imprescindible del proceso de autoconciencia, al otorgar al hombre un modelo encarnado de sus “vivencias” angustiantes. Un Hombre del montón en el que se sienten estos representados, como se sintieron antes los intelectuales con él. Cristo nos ha redimido desde su total Santidad, estos redimen acompañándonos en nuestros vicios y defectos.
Después de repetir tantas herejías, trataré de lavarme la boca y la mente con un poco de certeza sacada del libro mencionado. La Redención ya ha sido efectuada por Cristo y en Cristo, de una vez y para siempre. Se efectuó por la Pasión de Cristo que pagó nuestras culpas y que vino por amor al Padre a expiar nuestros pecados y no por puro amor del hombre. La “experiencia crística”, como tal, la han tenido los Apóstoles “que lo vieron y lo tocaron” y que han dejado plasmada en una “doctrina” que debemos creer por razón de autoridad. Los Papas, el clero todo, y nosotros mismos, debemos transmitir esa fe expresada en el claro y cierto idioma de la Iglesia, decantado por los doctores. Cristo “efectuó” los misterios de nuestra fe, Encarnación, Redención y Resurrección, de una vez y para siempre, no hay nuevas reediciones del misterio, no fue un modelo para que sean reproducidos por nosotros, son definitivos y eternos. Los hizo porque sólo Él podía.
Pasada la lluvia de misericordia francisquista, volverán aquellos que el filósofo ha dejado en la retaguardia, esa línea media a la que hay que darle un tiempo de decantación de esta nueva “extraña teología” que van tragando tema por tema y los va penetrando, estos esclarecidos que hoy aparecen como conservadores, para seguir la revolución en la Iglesia. Jinetes del Apocalipsis, azuzan el caballo de la perdición que sostenía la sana doctrina y la autoridad magisterial y sofrenan el corcel de la verdad que recibía el ímpetu de Cristo y de su Iglesia. Hoy corren codo a codo.