¿No se ha hecho sospechosa, para muchos filósofos contemporáneos, la misma palabra verdad? De hecho, nuestra inteligencia apenas se preocupa de las delicias y de las seducciones de la verdad, al igual que hace con las del ente; más bien se asusta de ellas, se detiene en la verificación, como se detiene en el signo.
¿Qué consecuencias acarrea, con respecto a la creencia, esta disposición de espíritu? La creencia descansa en el testimonio. Pues bien, creer no será para nosotros estar seguros de una cosa como si la hubiésemos visto, por la afirmación de un testigo digno de fe. Creer será para nosotros haber verificado que un testigo digno de fe refiere una cosa de la cual le dejamos la responsabilidad, y que aceptamos, es cierto, pero sin comprometernos personalmente en cuanto a su verdad. He aquí lo que conviene a la historia. Pero no a la fe. Pues en la fe me comprometo yo mismo acerca de la verdad de lo que se me ha dicho, estoy de ello más seguro que de mí mismo, porque es la propia Verdad Primera quien me lo ha dicho, por mediación de la Iglesia, que no es en esto más que una causa instrumental, un instrumento de transmisión de lo revelado, y que ella misma es objeto de fe: «id quod et quo creditur».
«Hay tres cosas -ha escrito Santo Tomás- que nos conducen a la fe de Cristo: la razón natural, los testimonios de la Ley y de los profetas y la predicación de los Apóstoles y de sus sucesores. Pero cuando un hombre ha sido conducido así, como de la mano, hasta la fe, puede decirse entonces que no cree por ninguno de los motivos precedentes: ni a causa de la razón natural, ni a causa de los testimonios de la Ley, ni a causa de la predicación de los hombres, sino solamente a causa de la misma Verdad Primera... De la luz que Dios infunde procede la certeza que posee la fe» (In Joann, IV, lect. 5, a. 2).
Sin embargo, hay creyentes cuya fe consiste sólo en aceptar lo que la Iglesia les enseña, dejando a la Iglesia la responsabilidad y sin comprometerse ellos mismos en la aventura. Si inquieren lo que la Iglesia tiene por cierto, es con el fin de estar informados acerca de las fórmulas debidamente verificadas que se les pide que acepten, no con objeto de ser instruidos en las realidades que les dan a conocer. Dios ha dicho ciertas cosas a la Iglesia; ésta, a su vez, me las comunica; es asunto de ella, a mí no me incumbe en absoluto; yo suscribo lo que se me dice, y cuanto menos pienso más tranquilo estoy. Poseo la fe del carbonero, y me envanezco de ello.
Al final, una fe semejante ya no sería en modo alguno conocimiento, sino solamente obediencia, como quería Spinoza. Y yo no creo en el testimonio de la Verdad Primera instruyéndome en lo interior por medio de las verdades universalmente propuestas por la Iglesia.
Creo en el testimonio de la Iglesia como agente separado, en el testimonio de los Apóstoles tomado separadamente del testimonio de la Verdad Primera, que ellos escucharon, pero que a mí nada me dice; creo en el testimonio de los hombres. ¿Dónde está, entonces, la fe teologal? También aquí la manera en que funciona la inteligencia en la fe tiende prácticamente a evacuar la fe. También en esto tenemos que habérnoslas con una inteligencia que en su manera general de operar ha renunciado a ver, y que, por ello mismo, falsea las condiciones de ejercicio de la fe. Pues la fe que cree y no ve, reside -en dependencia de la voluntad movida por la gracia- en la inteligencia, cuya ley es ver. A eso se debe que sea esencial para la fe no estar tranquila, sino sufrir una tensión, una inquietud y un movimiento a los que únicamente la visión pondrá fin. Credo ut intelligam. La fe es, por esencia, un movimiento impetuoso hacia la visión, razón por la cual pide abrirse aquí abajo en contemplación, convertirse por el amor y los dones en fides oculata, pasar a la experiencia de lo que conoce «por enigma» y «en un espejo». A decir verdad, la fe nunca tiene los ojos cerrados.
Los abre en la noche sagrada; y si no ve, es que la claridad que llena esta noche es demasiado pura para una mirada que no está todavía divinizada.